—No mucho —reconoció Condwiramurs—. Al fin y al cabo en mi tierra, en Vicovaro, no se llama floreal, sino abril. O en élfico: Birke. Pero entiendo lo que quieres sugerir. El nombre del mes procede de tiempos antiguos en los que en floreal verdaderamente todo florecía...
—Esos tiempos antiguos son como mucho cien, ciento veinte años. Eso es casi ayer, muchacha. Itlina tenía razón por completo. Su profecía se está cumpliendo. El mundo morirá bajo una capa de hielo. La civilización desaparecerá por culpa de una Destructora que podría, tendría la posibilidad de abrir un camino de salvación. Como sabemos por la leyenda, no lo hizo.
—Por causas que la leyenda no aclara. O aclara con ayuda de una moraleja tonta e ingenua.
—Eso es cierto. Pero un hecho es un hecho. El hecho es el Frío Blanco. La civilización del hemisferio norte está condenada a la destrucción. Desaparecerá bajo el hielo de un glaciar, bajo la nieve eterna. No hay sin embargo que dejarse llevar por el pánico, porque pasará algún tiempo antes de que esto suceda.
El sol se había puesto del todo, de la superficie del lago había desaparecido el brillo cegador. Ahora, sobre el agua caía un haz de una luz más blanda y suave. Sobre la torre de Inis Vitre salió la luna, clara como un talero partido por la mitad.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Condwiramurs—. ¿Cuánto tiempo, según tú, habrá de pasar? Es decir, ¿cuánto tiempo tenemos?
—Mucho.
—¿Cuánto, Nimue?
—Como unos tres mil años.
En el lago, en la barca, el Rey Pescador golpeó con el remo y maldijo. Condwiramurs suspiró ruidosamente.
—Me has tranquilizado un poco —dijo al cabo—. Pero sólo un poco.
*****
El siguiente lugar fue uno de los más horribles que Ciri hubiera visto, con toda seguridad se situaba entre los primeros diez, y hasta a la cabeza de ellos. Era un puerto, un canal del puerto, vio barcos y galeras junto a muelles y palangres, vio un bosque de mástiles, vio velas colgando pesadas en el aire inmóvil. Alrededor se retorcían y alzaban columnas de humo, un humo apestoso.
El humo se alzaba también desde unas torcidas chozas que estaban junto al canal. Se oían desde allí voces, el sonido de un niño llorando.
Kelpa brincó, tirando con fuerza de la testa, retrocedió, golpeando con sus cascos sobre los adoquines. Ciri miró abajo y vio ratas muertas. Estaban por todos lados. Unos roedores muertos, retorcidos de dolor, con pálidas patitas rosas.
Algo está mal ¿qué, pensó, sintiendo cómo la atrapaba el pánico. Huir. Huir de aquí lo más rápido posible.
Junto a un poste donde había redes y cuerdas colgadas estaba sentado un hombre con la camisa abierta, con la cabeza torcida sobre el hombro. Unos pasos más adelante yacía otro. No tenían aspecto de estar durmiendo. Ni siquiera temblaron cuando los cascos de Kelpa resonaron sobre las piedras a su lado.
Ciri bajó la cabeza al pasar junto a unos trapos colgados de las cuerdas y que emitían un fuerte olor a grasa.
En la puerta de una de las chabolas se veía una cruz pintada con cal o pintura blanca. Por detrás de su tejado se elevaba hacia el cielo un humo negro. El niño seguía llorando, alguien gritó a lo lejos, alguien más cercano tosió y bufó. Un perro aullaba. Ciri sintió cómo le picaban las manos. Miró.
Tenía las manos como el carbón, cubiertas de los negros puntos de unas pulgas. Gritó con todas sus fuerzas. Temblando por completo a causa del miedo y el asco, comenzó a retorcerse y agitarse, moviendo las manos con violencia. Kelpa, asustada, se echó al galope, Ciri por poco no cayó. Apretando los lados de la yegua con sus muslos, se peinó y desenredó sus cabellos, se limpió la chaqueta y la camisa. Kelpa entró al galope en una calleja cubierta de humo. Ciri gritó de horror.
Cabalgaba por el infierno, por el hades, por la más pesadillesca de las pesadillas. Entre casas marcadas con cruces blancas. Entre montones de harapos humeantes. Entre muertos que yacían aislados y muertos que yacían en montones, unos sobre otros. Y entre espectros vivos, demacrados, medio desnudos, con las mejillas quebradas por el dolor, retorciéndose entre el estiércol, gritando en una lengua que no entendía, alzando hacia ella unos brazos delgados, cubiertos de horribles costras sangrientas.
¡Huir! ¡Huir de aquí!
Incluso en la oscura nada, en el no ser del archipiélago de lugares, Ciri siguió percibiendo largo tiempo el hedor y el humo en sus fosas nasales. El siguiente lugar también era un puerto. También aquí había un muelle, había un canal, en el canal, cocas, barcas, escúters, barcos, y sobre ellos un bosque de mástiles. Pero allí, en aquel lugar, junto a los mástiles, chillaban alegres las gaviotas y apestaba normal y como en casa: a madera húmeda, a agua del mar, y también a pescado en todas sus tres variantes principales: fresco, pasado y frito.
Sobre la cubierta de una coca se peleaban dos hombres, gritándose con voces excitadas. Entendió de lo que hablaban. Se trataba del precio de los arenques. No muy lejos había una taberna, por sus puertas abiertas surgía un olor a rancio y a cerveza, se oían voces, tintineos, risas. Alguien cantaba a viva voz una canción obscena, todo el tiempo la misma estrofa
¡Luned, v'ard t'elaine arse Aen a meath ail aen sparse!
Sabía dónde estaba. Incluso antes de que leyera en la popa el nombre de una de las galeras:
Evall Muiré
.
Y el de su puerto de origen: Baccalá. Sabía dónde estaba. En Nilfgaard.
Huyó antes de que nadie le prestara mayor atención.
Sin embargo, antes de que consiguiera sumergirse en la nada, una pulga, la última de las que habían saltado sobre ella en el lugar anterior, que había resistido el viaje en el tiempo y el espacio pegada a la falda de su chaqueta, saltó con un largo salto de pulga sobre el muelle del puerto.
Aquella misma noche la pulga se afincó en el pelado pellejo de una rata, un viejo macho, veterano de muchas guerras ratoniles, lo que atestiguaba su oreja arrancada a mordiscos junto a la misma cabeza. Aquella misma noche la pulga y la rata se embarcaron. Y a la mañana siguiente navegaban por alta mar. En una coca vieja, descuidada y muy sucia. La coca llevaba el nombre de Catriona.
Aquel nombre pasaría a la historia. Pero por entonces nadie sabía todavía nada.
*****
El siguiente lugar, aunque ciertamente resultaba difícil creer en ello, la sorprendió con una imagen verdaderamente idílica. Junto a un río tranquilo, de perezosa corriente que fluía entre sauces, alisos y robles inclinados sobre el agua, junto a un puente que unía las orillas con un elegante arco de piedra, había una posada cubierta de vid salvaje, de hiedra y guisantes trepadores, escondida entre macizos de malvas. Junto a la entrada colgaba un letrero, sobre él había unas letras doradas. Las letras le eran totalmente desconocidas a Ciri. Pero como en el letrero se veía un dibujo de un gato bastante logrado, supuso pues que la posada se llamaba El Gato Negro.
El olor a comida que llegaba de la taberna era simplemente irresistible. Ciri no se lo pensó largo rato. Se colocó la espada a la espalda y entró.
En el interior no había nadie, sólo a una mesa estaban sentados tres hombres con aspecto de campesinos. Ni siquiera la miraron. Ciri se sentó en un rincón, con la espalda contra la pared.
La posadera, una mujer corpulenta con un delantal limpísimo y una cofia, se acercó y le preguntó algo. Su voz era tonante pero melodiosa. Ciri mostró con el dedo su boca abierta, se palmeó la barriga, después de lo cual se quitó uno de los botones de plata de la chaqueta, lo puso sobre la mesa. Viendo su extrañada mirada, ya se disponía a arrancarse otro botón, pero la mujer la detuvo con un gesto y con una palabra silbante, aunque de agradable sonido.
El equivalente del botón resultó ser una cazuela de densa sopa de verduras, una olla de madera de judías con carne ahumada, pan y una jarra de vino aguado. A la primera cucharada Ciri pensó que se iba a echar a llorar. Pero se controló. Comió poco a poco. Degustándolo. La posadera se acercó, sus palabras sonaban a pregunta, apoyó la mejilla sobre las manos unidas. ¿Se iba a quedar a dormir?
—No sé —dijo Ciri—. Puede ser. En cualquier caso, gracias por la oferta.
La mujer sonrió y se fue a la cocina.
Ciri se desató el cinturón, apoyó la espalda en la pared. Pensó en qué hacer. El lugar —a diferencia sobre todo de los últimos— era agradable, animaba a quedarse más tiempo. Sabía sin embargo que una excesiva confianza podía ser peligrosa y la falta de vigilancia podría traer la perdición.
Un gato negro, exactamente igual que en el letrero de la posada, apareció no se sabe de dónde, se restregó contra su pierna, estirando el lomo. Ella lo acarició, el gato golpeteó con su cabecilla levemente su mano, se sentó y comenzó a lamerse la piel del pecho. Ciri miró. Vio a Jarre que estaba sentado junto a un fuego en el círculo de unos granujas de feo aspecto. Todos mordisqueaban algo que recordaba a un fragmento de carbón de madera.
—¿Jarre?
*****
—Así ha de ser —dijo el muchacho al tiempo que miraba las llamas—. Leí acerca de ello en la Historia de las guerras, obra del mariscal Pelligramo. Así ha de ser, cuando la patria está en peligro.
—¿Qué es lo que ha de ser? ¿Morder carbón?
—Sí. Exactamente así. La madre patria llama. Y en parte por motivos personales.
—Ciri, no te duermas en la silla —dice Yennefer—. Ya llegamos. Sobre las casas de la ciudad a la que estaban llegando, sobre todas las puertas y portones, se ven grandes cruces pintadas con pintura blanca o con cal. Se retuercen jirones de un denso y apestoso humo, el humo de unas hogueras donde se queman unos cadáveres. Yennefer parece no advertirlo.
—Tengo que ponerme guapa.
Delante de su rostro, sobre las orejas del caballo, flota un espejito. Un peine baila en el aire, peinando sus negros rizos. Yennefer usa hechizos, no usa para nada las manos porque... porque sus manos son una masa de sangre coagulada.
—¡Mamá! ¿Qué es lo que te han hecho?
—Levántate, muchacha —dice Coén—. ¡Domina tu dolor, levántate y al peine! De otro modo le cogerás miedo. ¿Quieres morirte de miedo hasta el final de tus días?
Sus ojos amarillos brillan de un modo desagradable. Sus dientes puntiagudos blanquean. No es Coén en absoluto. Es un gato. Un gato negro... Una columna de ejército, de muchas millas de largo, marcha, sobre ella se agita y ondea un bosque de lanzas y estandartes. Jarre también marcha, sobre su cabeza un yelmo redondo, en el hombro una pica, tan larga que debe sujetarla doblado, con las dos manos, de otro modo pesaría más que él y le desequilibraría. Retumban los tambores, las gaitas y el tronar de los cantos de guerra. Sobre la columna vuelan los cuervos. Muchos cuervos...
La playa de un lago, sobre la playa la espuma batida, unos juncos muertos y arrojados a ellas. En el lago una isla. Una torre. Los dientes de unas almenas, un donjón engordado con las excrecencias de unos matacanes. Sobre la torre un cielo de la tarde volviéndose granate, el brillo de la luna, tan clara como un talero partido por la mitad. En la terraza, sentadas en unos sillones, unas mujeres envueltas en piel. Un hombre en una barca... Un espejo y un tapiz.
Ciri menea la cabeza. Enfrente de él a la mesa, está sentado Eredin Bréacc Glas.
—No puedes no saber —dice, mostrando en una sonrisa sus hermosos dientes— que sólo retrasas lo inevitable. Nos perteneces y te atraparemos.
—¡Por qué tú lo digas!
—Volverás a nosotros. Vagabundearás por lugares y tiempos, luego caerás en la Espiral y en la Espiral te atraparemos. Nunca jamás volverás a tu mundo y lugar. Al fin y al cabo, ya es demasiado tarde. No tienes a quién volver. Las personas que conocías hace mucho ya que han muerto. Sus tumbas se cubrieron de hierba y se perdieron. Sus nombres fueron olvidados. El tuyo también.
—¡Mientes! ¡No te creo!
—Tus creencias son asunto privado. Repito, dentro de poco caerás en la Espiral y yo te esperaré allí. Y tú, en tu interior, lo deseas, me elaine luned.
—¡Deliras!
—Nosotros, Aen Elle, percibimos tales cosas. Estabas fascinada conmigo, me deseabas y temías ese deseo. Me deseabas y todavía me deseas. Zireael. A mí. Mis manos. Mis caricias...
Al tocarla ella se alzó con ímpetu, tumbando la jarra, por suerte ya vacía. Lanzó la mano a la espada, pero se tranquilizó casi al instante. Estaba en la posada de El Gato Negro, debía de haber estado soñando, dormitando sobre la mesa. La mano que tocó sus cabellos era la de la corpulenta ama. A Ciri no le gustaban aquel tipo de confianzas, pero de la mujer irradiaba una amabilidad y una bondad que no se podían pagar con desprecios. Se dejó acariciar la cabeza, escuchó la sonora y melodiosa lengua con una sonrisa.
Estaba cansada.
—Tengo que irme —dijo por fin.
La mujer sonrió, habló cantarína. ¿Cómo será posible, pensó Ciri, quién será el responsable de que en todos los mundos, lugares y tiempos, en todas las lenguas y dialectos, esta única palabra siempre es comprensible? ¿Y siempre parecida?
—Sí. Tengo que ir a buscar a mamá. Mi mamá me está esperando.
La posadera la acompañó hasta la calle. Antes de que Ciri se subiera a la silla, la abrazó de pronto con fuerza, la apretó contra su abundante pecho.
—Hasta la vista. Gracias por la hospitalidad. Vamos, Kelpa.
Cabalgó directamente hacia el arqueado puente sobre el tranquilo río. Cuando los cascos de la yegua golpearon sobre las piedras, se dio la vuelta. La mujer seguía de pie frente a la posada.
Concentración, los puños en las sienes. En los oídos un zumbido como en el interior de una concha marina. Un relámpago. Y una violenta nada, blanda y negra.
—¡Bonne chance, ma filie! —gritó en su dirección Teresa Lapin junto al camino que llevaba de Melun a Auxerre—. ¡Suerte en tu viaje!
*****
Concentración, los puños junto a las sienes. Ruido en los oídos, como en el interior de una concha marina. Un relámpago. Y de forma brutal una blanda y negra nada. Lugares. Un lago. Una isla. La luna como si fuese un talero partido por la mitad, su brillo cae sobre el agua en una franja luminosa. En la franja una barca, en ella un hombre con una caña. En la terraza de una torre... ¿dos mujeres?
Condwiramurs no aguantó, gritó de la emoción, se cubrió de inmediato la boca con la mano. El Rey Pescador dejó caer la red con un chapoteo, blasfemó terriblemente y luego abrió la boca y también se quedó congelado. Nimue ni siquiera tembló. La superficie del lago, cruzada por un rayo de luz de luna, estalló como estalla una vidriera rota. Del estallido surgió un caballo negro. Con un jinete sobre su lomo. Nimue extendió la mano con serenidad, gritó un hechizo. El tapiz que estaba sobre un soporte ardió de pronto, se iluminó con una nube de lucecillas multicolores. Las lucecillas se reflejaron en el óvalo del espejo, bailotearon, se amontonaron sobre el cristal como abejas de colores y de pronto fluyeron en un espejismo irisado que se extendió en una niebla que provocó que todo se volviera tan claro como si fuera de día. La negra yegua se alzó de manos, relinchó con fuerza. Nimue extendió bruscamente las manos, gritó una fórmula. Condwiramurs, al ver la imagen que surgía en el aire y crecía, se concentró mucho. De inmediato la imagen se hizo más nítida. Se convirtió en un portal. Una puerta por la que se veía...