A Alcides Fierabrás se le ruborizaron los lugares que no estaban cubiertos por la barba. Gilka bufó.
—Vaya, vaya, señor apoderado, si se quiere apoderar, pues ha de estarse más aquí, y no andar lustrando la silla con el culo en la oficina de Beauclair. Pienso yo que...
—No me interesan —le interrumpió Fierabrás— vuestros pensamientos. Hablar del monstruo.
—Y que ya lo dije, coño. Todo lo que pasó.
—¿No hubo víctimas? ¿Nadie fue atacado?
—No. Un año ha que desapareció un bracero sin dejar rastro. Hay quien dice que fue el moustruo quien lo agarrara y se lo arrastrara al abismo. Mas otros dicen que qué cojones de moustruo ni que ocho cuartos, sino que al tal bracero de su mesma gana hizo un yo me largo y ello a causa de otros y de los elementos. Pues él, fijarsus, jugaba a los güesos con ansia y para colmo le infló la tripa a una molinera y la tal molinera se fue al juez y el juez por su parte le mandó al bracero pasarle una pensión...
—¿No atacó el monstruo a nadie más? —Geralt interrumpió nervioso la prédica—, ¿Nadie más lo ha visto?
—No.
Una de las mozas, al servirle el vino local a Geralt, le pasó un pecho por la oreja, después de lo cual maulló invitadora.
—Vamos —dijo Geralt rápido—. No hay por qué platicar ni darle vueltas. Llevadme a las bodegas.
El amuleto de Fringilla, triste era el afirmarlo, no cumplía con las esperanzas puestas en él. El que aquella crisoprasa labrada y envuelta en plata sustituiría a su medallón brujeril del lobo, Geralt no lo había creído ni por un instante. Fringilla al fin y al cabo tampoco lo había prometido. Sin embargo, le había asegurado —muy segura de ello— que cuando se integrara con la psique del que lo llevaba, el amuleto sería capaz de realizar muy distintas cosas, entre ellas, avisar del peligro. Sin embargo, o bien el hechizo de Fringilla no había tenido éxito o bien Geralt y el amuleto diferían en lo que consideraban o no como peligro. La crisoprasa apenas tembló perceptiblemente cuando, al ir hacia el sótano, cortaron el paso a un enorme gato cano que desfilaba por el patio con la cola en alto. El gato, al cabo, debía de haber recibido alguna señal del amuleto, porque bufó, maullando agudamente. Cuando el brujo entró en el sótano, el medallón comenzó a vibrar acá y allá de forma enervante, y ello en bóvedas secas, ordenadas y limpias en las que la única amenaza era el vino guardado en unos grandes barriles. A alguien que, habiendo perdido el autocontrol, se tumbara con la boca abierta bajo los grifos, le amenazaba allí una tremenda borrachera. Y nada más.
Sin embargo, el medallón no tembló cuando Geralt dejó la parte de los subterráneos que estaba en uso y bajó por una sucesión de escaleras y galerías. El brujo ya hacía mucho que se había dado cuenta de que bajo la mayoría de los viñedos de Toussaint había antiquísimas minas. De seguro que había sido así que, cuando las viñas que se habían plantado comenzaron a crecer y a asegurar mejores beneficios, se había terminado con la explotación del mineral y se habían abandonado las minas, adaptando en parte sus corredores y túneles para bodegas y sótanos. Los castillos de Pomerol y Zurbarrán estaban construidos sobre una antigua mina de pizarra. Abundaban allí las galerías y agujeros, bastaba un simple momento de descuido para caer al fondo de alguna complicada fractura. Parte de los agujeros estaban velados por tablas podridas cubiertas de polvo de pizarra y casi no se diferenciaban del suelo. Un paso descuidado sobre algo así era peligroso, de modo que el medallón tenía que advertir de ello. No advertía. Tampoco advirtió cuando de un montón de rocas de pizarra a unos diez pasos por delante de Geralt surgió una forma difusa que arañó con sus uñas el suelo, sacó la sin hueso con rabia y aulló horrendamente, después de lo cual con un silbido y un chirrido echó a correr por el túnel y se escondió en uno de los nichos que se abrían en la pared.
El brujo maldijo. El artilugio mágico reaccionaba ante los gatos pelicanos, pero no con los gremlins. Habrá que hablar de esto con Fringilla, pensó, acercándose al agujero por el que había desaparecido la criatura.
El amuleto tembló con fuerza.
Justo a tiempo, pensó. Pero entonces reflexionó. Puede que el medallón no fuera tan estúpido al fin y al cabo. La táctica acostumbrada y preferida de los gremlins se basaba en la huida y la encerrona durante la que se cortaba al perseguidor con unas zarpas tan afiladas como hoces. El gremlin podía estar esperando allí, en la oscuridad, y el medallón lo señalaba. Esperó largo rato, conteniendo el aliento, aguzando el oído con cuidado. El amuleto yacía tranquilo e inerte sobre su pecho. Del agujero salía un hedor desagradable, podrido. Pero reinaba un silencio absoluto. Y ningún gremlin habría aguantado tanto tiempo en silencio. Sin pensárselo, se arrastró al agujero y continuó a cuatro patas, rozándose la espalda con la deformada roca. No avanzó mucho.
Algo crujió y chascó, el suelo cedió y el brujo cayó junto con algunas libras de arena y grava. Por suerte aquello duró poco, bajo sus pies no había un abismo sin fondo sino un simple agujero. Rodó como mierda por un canal de alcantarilla y chocó con un estruendo contra unos fragmentos de madera podrida. Agitó los cabellos y escupió arena, lanzó unas blasfemias terribles. El amuleto vibraba sin pausa, le golpeteaba en el pecho como un gorrión bajo la axila. El brujo se contuvo de arrancárselo y mandarlo al diablo. En primer lugar porque Fringilla se pondría furiosa. En segundo, la crisoprasa tenía al parecer otras cualidades hechiceriles. Geralt albergaba la esperanza de que aquéllas serían más fiables. Cuando intentó levantarse tentó con la mano la redondez de una calavera. Y comprendió que aquello sobre lo que yacía no era madera en absoluto.
Se levantó, distinguió con rapidez un montón de huesos. Todos eran humanos. Todos eran personas que, en el momento de su muerte, habían estado cubiertos de cadenas y casi con toda seguridad desnudos. Los huesos estaban golpeados y mordisqueados. Puede que cuando los mordieran aquellas personas ya no estuviesen vivas. Pero aquello no era seguro.
De aquella galería le sacó un corredor largo, recto como una flecha. La pared pizarrosa estaba bastante bien pulida, no parecía ya una mina. Salió de pronto a una enorme caverna cuyo techo estaba sumido en la oscuridad. El centro de la caverna lo ocupaba un gigantesco agujero, negro y sin fondo, sobre el que colgaba un puente de piedra con un aspecto peligrosamente elaborado.
Fluían gotas de agua por las paredes, su eco resonaba. Un viento frío y apestoso surgía del abismo. El amuleto estaba tranquilo. Geralt entró en el puente, atento y concentrado, intentando mantenerse lejos de las balaustradas a punto de deshacerse. Al otro lado del puente había otro corredor. En sus pulidas paredes advirtió unos oxidados soportes para antorchas. Había también allí nichos, en algunos de los cuales había estatuas de granito, sin embargo el agua que había caído durante años las había erosionado y desfigurado hasta convertirlas en muñecos sin forma. En las paredes colgaban también placas con relieves. Éstas, realizadas en un material más resistente, eran más legibles. Geralt reconoció una mujer con cuernos de media luna, una torre, una golondrina, un jabalí, un delfín, un unicornio.
Escuchó una voz.
Se detuvo, conteniendo el aliento.
El amuleto vibraba.
No, aquello no era una ilusión, no era el susurro de la pizarra desmoronándose ni el eco del agua goteando. Era una voz humana. Geralt cerró los ojos, aguzó el oído. La localizó. La voz, el brujo se dejaría cortar el cuello, provenía de otro de los nichos, detrás de otra estatua deformada, aunque no tanto como para haber perdido unas redondas formas de mujer. Esta vez el medallón estuvo a la altura de las circunstancias. Brilló y Geralt advirtió de pronto un reflejo metálico en la pared. Abrazó a la deformada mujer en un poderoso abrazo, la hizo girar con fuerza. Algo chirrió, todo el nicho giró sobre un soporte de acero, dejando al descubierto unas escaleras retorcidas. De nuevo le alcanzó una voz que provenía de la cima de las escaleras. Geralt no se lo pensó largo rato.
Arriba encontró una puerta que se abrió sin resistencia e incluso sin chirrido. Detrás de la puerta había un pequeño cuarto abovedado. De las paredes surgían cuatro enormes tubos de latón que se abrían al final como si fueran trompas. En el centro, entre las salidas de las trompas, había un sillón y en el sillón estaba sentado un esqueleto. Sobre el cráneo, hundido hasta los dientes, tenía los restos de un birrete, estaba vestido con los harapos de lo que alguna vez fueran ricos ropajes, una cadena de oro al cuello, y en las piernas unas botas de cordobán muy mordisqueadas por las ratas con los pies al descubierto.
Una carcajada surgió de una de las trompas, tan fuerte e inesperada que el brujo hasta dio un salto. Luego alguien se sonó los mocos, un sonido que amplificado muchas veces por el tubo de latón sonó como el averno.
—Salud —surgió del tubo—. Vaya unos mocos tenéis, Skellen.
Geralt quitó el esqueleto del sillón, sin olvidarse de arrancarle la cadena de oro y metérsela en el bolsillo. Luego se sentó en el lugar de las escuchas. En el final de las trompas.
Uno de los espiados tenía voz de bajo, profunda y vibrante. Cuando hablaba, el tubo de latón hasta retumbaba.
—Vaya unos mocos tenéis, Skellen. ¿Dónde os habéis resfriado de tal modo? ¿Y cuándo?
—No vale la pena hablar de ello —dijo el acatarrado—. La maldita enfermedad se me ha pegado y sigue aquí, apenas ha desaparecido, vuelve de nuevo. Ni la magia ayuda.
—¿No sería mejor entonces cambiar de mago? —habló otra persona con una voz chirriante como una pluma vieja y oxidada—. El Vilgefortz ése, de momento, no puede vanagloriarse de muchos éxitos, desde luego. En mi opinión...
—Dejémoslo —le interrumpió alguien que hablaba con un curioso arrastrar de las sílabas—. No es por esto por lo que hemos organizado aquí este encuentro, en Toussaint. En el confín del mundo.
—¡En el puto culo del mundo!
—Este confín del mundo —dijo el acatarrado— es el único país que conozco que no posee un servicio secreto propio. El único rincón del imperio que no está plagado de agentes de Vattier de Rideaux. Este eternamente gozoso y embriagado condado es considerado una comedia y nadie lo trata en serio.
—Estos paisejos —dijo el que arrastraba las sílabas— siempre fueron un paraíso para los espías y el lugar preferido para sus encuentros. Por ello atraían también al contraespionaje y a los espías, a diversos mirones y escuchadores profesionales.
—Puede que así fuera antes. Pero no con el gobierno de las hembras, algo que dura ya en Toussaint casi cien años. Repito, estamos seguros aquí. Nadie nos encontrará ni espiará. Podemos, fingiendo ser mercaderes, hablar tranquilamente acerca de las cuestiones que son de tanto interés sobre todo para vuesas mercedes. Para vuesas fortunas privadas y privados latifundios.
—¡Desprecio lo privado, desde luego! —se emocionó el chirriante—. ¡Y no por lo privado estoy aquí! Sólo y exclusivamente me preocupa el bienestar del imperio. ¡Y el bienestar del imperio, señores, es una dinastía fuerte! Perjuicio sin embargo y gran mal para el imperio será si en el trono se sienta alguna fruta mezclada y podrida de mala sangre, descendiente de los conejos del norte, enfermos física y moralmente. ¡No, señores! ¡Ante tal cosa yo, De Wett de los De Wettos, por el Gran Sol, no me quedaré mirando sin hacer nada! Cuanto más que la mi hija ya tenía casi prometido...
—¿Tu hija, De Wett? —bramó el de la voz vibrante, de bajo—. ¿Y qué tengo yo que decir? ¿Yo, que apoyé a aquel cachorro de Emhyr entonces en lucha contra el usurpador? ¡Al cabo fue de mi residencia que se lanzaron los cadetes a asaltar el palacio! Entonces, el mozuelo miraba con gusto a mi Eilan, le sonreía, le hacía cumplidos, y de tapadillo, lo sé, le apretaba las tetas. Y ahora qué... ¿otra emperatriz? ¿Una afrenta así? ¿Un insulto tal? ¡Un emperador del imperio eterno que pone a una vagabunda de Cintra por encima de las hijas de las antiguas familias! ¿Qué? ¿Se sienta en el trono por merced mía y se atreve a denigrar a mi Eilan? ¡No, no lo permitiré!
—¡Ni yo! —gritó otra voz, alta y exaltada—. ¡A mí también me causó ofensa! ¡Por esa vagabunda cintriana repudió a mi mujer!
—Por suerte —intervino el arrastrador de sílabas—, a la vagabunda se la mandó al otro mundo. Por lo que se entiende de la relación del señor Skellen.
—He escuchado esta relación con mucha atención —dijo el chirriante— y he llegado a la conclusión de que no cabe de ella más que concluir que la vagabunda desapareció. Y si desapareció, entonces puede aparecer de nuevo. Desde el año pasado ella ha desaparecido y aparecido varias veces. Ciertamente, señor Skellen, mucho nos habéis decepcionado, desde luego. ¡Vos y ese hechicero, Vilgefortz!
—¡No es hora de darle vueltas a esto, Joachim! No es hora de acusarse mutuamente y echar las culpas, crear una grieta en nuestra unidad. Tenemos que estar firmemente unidos. Y decididos. No importa si la cintriana vive o no. El emperador, que ya una vez humilló a las viejas familias, ¡lo seguirá haciendo! ¿No está la cintriana? ¡A cambio dentro de algunos meses es capaz de presentamos como emperatriz a una zerrikana o una de Zangwebar! ¡No, por el Gran Sol, no lo permitiremos!
—¡No lo permitiremos, desde luego! ¡Bien hablas, Ardal! La familia de los Emreis ha defraudado nuestras esperanzas, cada minuto que Emhyr esté en el trono es perjudicial para el imperio, desde luego. Y hay a quien poner en el trono. El joven Voorhis...
Se escuchó un sonoro estornudo, al que siguió el sonido de sonarse los mocos.
—Una monarquía constitucional —dijo el estornudador—. Ya es hora de que haya una monarquía constitucional, un sistema progresista. Y luego la democracia... El poder del pueblo...
—El emperador Voorhis —repitió con énfasis la voz profunda—. El emperador Voorhis, Stefan Skellen. El cual se casará con mi Eilan o con alguna de las hijas de Joachim. Y entonces yo como gran canciller de la corona, De Wett como mariscal de campo. Vos por vuestra parte, Stefan, como conde y ministro del interior. A no ser que como partidario de no sé qué pueblo ni dueblo renunciéis a cargos y títulos. ¿No?
—Dejemos en paz los procesos históricos —dijo conciliador el acatarrado—. A éstos de cualquier modo no los detendrá nadie. En lo que respecta al día de hoy, vuesa merced gran canciller Aep Dahy, si tengo alguna reserva hacia la persona del duque Voorhis es principalmente porque se trata de persona de carácter férreo, orgulloso y estirado, al que no es fácil influir.