Jarre siguió escribiendo.
La mañana estaba nubosa, mas el sol atravesaba las nubes y su altura recordaba con claridad las horas que pasando iban. Alzóse el viento, agitáronse y revolviéronse las enseñas como bandadas de aves que se dispusieran al vuelo. Y Nilfgaard quieta estaba como había estado, hasta que principiaron todos hasta a extrañarse de por qué el mariscal Menno Coehoorn no daba a los suyos orden de avanzar
...
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—¿Cuándo? —Menno Coehoorn alzó la cabeza de su mapa, plantó los ojos sobre sus comandantes—. ¿Cuándo, preguntáis, ordenaré comenzar?
Nadie habló. Menno examinó de un rápido vistazo a sus comandantes. Los más tensos y nerviosos parecían ser aquéllos que tenían que quedarse en el campo. Elan Trahe, comandante de la Séptima daerlana, y Kees van Lo, de la brigada Nausicaa. También estaba extraordinariamente nervioso Ouder de Wyngalt, edecán del mariscal, quien tenía las menores posibilidades de todos de tomar parte activa en la lucha.
Aquéllos que tenía que atacar los primeros tenían un aspecto tranquilo, qué digo, hasta aburrido. Marcus Braibant bostezaba. El teniente general Rhetz de Mellis-Stoke se hurgaba con su meñique en el oído y de vez en cuando se miraba el dedo como si de verdad se esperara encontrar en él algo digno de atención. El oberst Ramón Tyrconnel, joven caudillo de la división Ard Feainn, silboteaba en voz baja, con la vista clavada en un punto del horizonte sólo por él conocido. El oberst Liam aep Muir Moss de la división Deithwen examinaba su inseparable tomito de poesía. Tibor Eggebracht, de la división de lanzeros pesados Alba, se rascaba el cuello con la punta de su bastón de mando.
-Comenzaremos el ataque —dijo Coehoorn— cuando vuelvan las patrullas nocturnas. Me inquietan esas colinas al norte, señores oficiales. Antes de que ataquemos tengo que saber qué es lo que hay detrás de aquellas colinas.
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Lamarr Flaut tenía miedo. Tenía un miedo horroroso, el pánico le roía las tripas, le parecía que tenía en las entrañas al menos veinte anguilas resbaladizas, cubiertas de una mucosidad apestosa, que buscaban ansiosamente una apertura por la que pudieran salir a la libertad. Una hora antes, cuando la patrulla había recibido las órdenes y se había puesto en movimiento, Flaut, en lo más hondo de su espíritu, contaba con que el frío de la mañana expulsaría su inquietud, que el miedo lo ahogaría la rutina, el ritual cien veces ejercitado, el duro y severo ceremonial militar. Se equivocaba. Ahora, al cabo de una hora y después de haber recorrido unas cinco millas, lejos, comprometidamente lejos de los suyos, dentro, peligrosamente dentro del territorio enemigo, cerca, mortalmente cerca de un peligro desconocido, el miedo comenzó a mostrar de qué era capaz.
Se detuvieron al borde de un bosque de abetos, cautelosamente, sin salir de detrás de unos grandes enebros que crecían allí. Delante de ellos, tras un cinturón de pequeños abetos, se extendía una amplia hoya. La niebla serpenteaba por los tallos de hierba.
—Nadie —apuntó Flaut—. Ni un alma. Volvamos. Estamos ya demasiado lejos.
El sargento le miró de reojo. ¿Lejos? Habían avanzado apenas una milla. Y para colmo remoloneando como una tortuga coja.
—Merecería la pena —dijo— mirar aún tras aquella colina, señor teniente. De allá, me se parece, mejor tendremos perspectiva. Lejos, a ambos valles. Si acaso alguien anda por allá, no podremos no verlo. ¿Entonces? ¿Nos acercamos? No son más que unas pocas varas.
Unas pocas varas, pensó Flaut. En terreno abierto, que se ve como una sartén. Las anguilas se retorcieron, buscaron con violencia una salida de sus tripas. Al menos una, Flaut lo sintió con claridad, iba por el buen camino.
He oído el tintineo de unas espuelas. El bufido de un caballo. Allí, entre aquellos jugosos y verdes pinos, en aquel banco de arena. ¿Qué se movía por allí? ¿Una silueta? ¿Nos están rodeando?
Corría por el campamento el rumor de que algunos días antes los condotieros de la Compañía Libre, habiendo atrapado en una emboscada a una partida de la brigada Vrihedd, apresaron con vida a un elfo. Se decía que lo habían castrado, que le habían arrancado la lengua, cortado todos los dedos de la mano… Y al final le sacaron los ojos.
Ahora, bromearon, no te vas a poder divertir con tu puta elfa. Y ni siquiera vas a poder mirar cómo se divierte con otros.
—¿Qué, señor? —habló el sargento con voz ronca—. ¿Nos acercamos a la colina?
Lamarr Flaut tragó saliva.
—No —dijo—. No podemos perder tiempo. Lo hemos comprobado: aquí no hay enemigos. Tenemos que dar nuestro informe al comandante. ¡Volvamos!
*****
Menno Coehoorn escuchó el parte, alzó la cabeza del mapa.
—A las armas —ordenó en pocas palabras—. Señor Braibant, señor de Mellis-Stoke. ¡Atacad!
—¡Viva el emperador! —gritaron Tyrconnel y Eggebracht. Menno los miró de forma extraña.
—A las armas —repitió—. Que el Gran Sol ilumine vuestra gloria.
*****
Milo Vanderbreck, mediano, médico de campo, conocido como Rusty, mantuvo en sus narices con ansia la embriagadora mezcla de olores del yodo, el amoniaco, el alcohol, el éter y los elixires mágicos que se albergaban bajo la lona de la tienda. Quería hacerse con aquel perfume ahora, cuando todavía estaba saludable, limpio, virgen, sin infección, clínicamente estéril. Sabía que no iba a durar mucho tiempo así.
Miró a la mesa de operaciones, igualmente de un blanco virginal, y al instrumental, a las decenas de herramientas que engendraban respeto y confianza con la impasible y amenazadora dignidad de su frío acero, con la impoluta limpieza de su brillo metálico, con el orden y la estética de su posición.
Delante del instrumental se removía su personal: tres mujeres. No, se corrigió mentalmente Rusty. Una mujer y dos muchachas. No. Una mujer vieja, aunque con aspecto hermoso y joven. Y dos niñas.
La maga y sanadora llamada Marti Sodergren. Y dos voluntarias. Shani, estudiante de Oxenfurt. Iola, sacerdotisa del santuario de Melitele en Ellander.
A Marti Sodergren la conozco, pensó Rusty, ya he trabajado más de una vez con esa belleza. Algo ninfómana, con tendencia a la histeria, pero eso no es nada, mientras funcione su magia. Los hechizos anestesiantes, desinfectantes y para detener las hemorragias.
Iola. Una sacerdotisa, o mejor dicho una adepta. Una muchacha de belleza común y corriente como una tela de lino, de manos grandes y fuertes de aldeana. El santuario evitó que las manos se mancharan con el feo légamo del sucio y pesado trabajo en el campo. Pero no consiguió enmascarar su origen
No, pensó Rusty, no tengo miedo por ella, en suma, lisas manos campesinas son de seguro manos dignas de confianza. Aparte de ello las muchachas de los santuarios pocas veces fallan, en los momentos desesperados no estallan sino que buscan apoyo en su religión, en sus creencias místicas.
Interesante: esto ayuda.
Miró a la pelirroja Shani, que estaba enhebrando diestramente el tillo quirúrgico en los ojos de las torcidas agujas.
Shani. Niña de los malolientes callejones de la ciudad, que llegó a la universidad de Oxenfurt gracias a su propia ansia de saber y gracias al dinero pagado por sus padres a base de increíbles fatigas. Una estudiante. Empollona. Un hurón. ¿Qué es lo que sabe? ¿Enhebrar agujas? ¿Poner compresas? ¿Sujetar los ganchos? Ja, la pregunta es: ¿cuándo se desmayará la pelirroja, soltará el gancho y caerá de narices sobre la tripa abierta del operado?
Los humanos son tan poco resistentes, pensó. Les pedí que me dieran una elfa. O alguien de mi propia raza. Pero no. No confían en ellos.
En mí, al fin y al cabo, tampoco.
Soy un mediano. Un inhumano.
Un extraño.
—¡Shani!
—¿Sí, señor Vanderbreck?
—Rusty. Es decir, para ti, «don Rusty». ¿Qué es esto, Shani? ¿Y para qué sirve?
—¿Me estáis examinando, don Rusty?
—¡Responde, muchacha!
—¡Es un raspador! ¡Para retirar el periostio durante una amputación! ¡Para que el periostio no estalle bajo los dientes de la serreta, para poder serrar limpiamente! ¿Estáis satisfecho? ¿He aprobado?
—Más bajo, muchacha, más bajo.
Se pasó los dedos por el cabello.
Interesante. Somos cuatro médicos. ¡Y todos pelirrojos! ¿El hado o qué?
—Venid, por favor —se inclinó—, fuera de la tienda, muchachas.
Le obedecieron aunque las tres murmuraron. Cada una a su modo. Delante de la tienda estaba sentado un grupo de enfermeros aprovechando los últimos minutos de dulce pereza. Rusty les dirigió una severa mirada, olió para ver si estaban ya borrachos.
Un herrero, tremendo mozo, se removía alrededor de una mesa que recordaba a un potro de torturas, ordenando sus herramientas para extraer heridos de las armaduras, cotas de malla y abollados bacinetes.
—Allí —comenzó Rusty sin preámbulos, señalando el campo— va a empezar dentro de un momento una carnicería. Dentro de un momento más otro momento aparecerán los primeros heridos. Todos saben lo que tienen que hacer, todos conocen sus obligaciones y su lugar. Si todos tienen en cuenta lo que hay que tener en cuenta, nada irá mal. ¿Está claro?
Ninguna de las «muchachas» dijo nada.
—Allí —continuó Rusty, volviendo a señalarlo—, dentro de un momento comenzarán unas cien mil personas a mutilarse mutuamente. De modos muy elaborados. Nosotros, incluyendo los otros dos hospitales, somos una docena de médicos. Por nada del mundo vamos a conseguir ayudar a todos los que lo necesiten. Ni siquiera a un porcentaje mínimo de los que lo necesiten. Ni siquiera hay alguien que lo espere.
«Pero nosotros vamos a curar. Porque ésta es, perdón por la banalidad, la razón de nuestra existencia. Ayudar a quien lo necesita. Así que ayudaremos banalmente a tantos como consigamos ayudar.
Tampoco nadie dijo nada ahora. Rusty se dio la vuelta.
—No vamos a conseguir hacer más de lo que podamos —dijo con voz cálida y baja—. Pero todos haremos lo posible para que no sea menos que eso.
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—Cargan —afirmó el condestable Juan Natalis al tiempo que se limpiaba la mano sudorosa en la cadera—. Su majestad, Nilfgaard está cargando. ¡Vienen hacia nosotros!
El rey Foltest, controlando a su nervioso caballo, un rucio con adornos de lis en los jaeces, volvió hacia el condestable su hermoso perfil, digno de figurar en las monedas.
—Habrá entonces que recibirlos como se merecen. ¡Señor condestable! ¡Señores oficiales!
—¡Muerte a los Negros! —gritaron a coro el condotiero Adam «Adieu» Pangratt y el conde de Ruyter. El condestable los miró, luego se enderezó y tomó aliento.
—¡A las armas!
Desde lejos les llegaban los sordos sonidos de los atabales y timbales, zumbaron los cromornos, los olifantes y las chirimías. La tierra tembló, golpeada por miles de cascos.
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—Ahora —habló Andy Biberveldt, mediano, sargento del pelotón, estirando los pelos de su pequeña oreja terminada en punta—. En cualquier momento...
Tara Hildebrandt, Didi «El Lúpulos» Hofmeier y el resto de los que estaban reunidos alrededor de los carromatos menearon la cabeza.
Kilos también escuchaban el sordo y monótono estampido de los cascos que llegaba desde el bosque y la colina. Percibían el temblor de la tierra.
Un rugido se alzó de improviso, saltó a un tono más alto.
—La primera salva de los arqueros. —Andy Biberveldt tenía experiencia, había visto, o mejor dicho, escuchado, más de una batalla—. Habrá otra.
Tenía razón.
—¡Ahora ya se están enfrentando!
—Mej... or queee... nos metaaa... mos bajjj... o los carros —propuso William Hardbottom, llamado el Tartaja, retorciéndose intranquilo—. Hummm... os digo...
Biberveldt y los otros medianos le miraron con piedad. ¿Bajo los carros? ¿Para qué? Los separaba del lugar de la battalla cerca de un cuarto de legua. E incluso si alguna patrulla llegaba acá, a la retaguardia, a los carros, ¿le salvaría a alguien el esconderse bajo los carros?
Crecieron el ronquido y el estampido.
—Ahora —apreció Andy Biberveldt. Y otra vez tenía razón.
Desde la distancia de un cuarto de legua, desde detrás de la colina y el bosque, por encima de los rugidos y los chasquidos del hierro chocando contra el hierro, alcanzó a los carreteros un sonido claro, macabro, que ponía los pelos de punta.
Un cloqueo. El salvaje, terrible y desesperado cloqueo y relincho de unos animales mutilados.
—La caballería... —Biberlveldt se lamió los labios—. La caballería se clavó en las picas...
—Ma... sss... —balbuceó un pálido Tartaja— no sé qué les haaa... yan hecho los caballos, hiii... jjjooos... de puta.
*****
Jarre borró con una esponjina por no se sabe qué vez la frase escrita. Entornó los ojos al acordarse de aquel día. El momento en que chocaron los dos ejércitos. En el que ambos ejércitos, como dogos rabiosos, se lanzaron el uno al cuello del otro, enlazados en mortal abrazo.
Buscó palabras con las que se pudiera describir aquello.
En vano.
*****
La hoja de la caballería se clavó con ímpetu en el tetrágono. Como un gigantesco puñal dando una cuchillada, la división Alba aplastó todo lo que protegía el cuerpo vivo de la infantería temería: picas, lanzas, alabardas, jabalinas, pavesas y escudos. Como un puñal, la división Alba se clavó en el cuerpo vivo y derramó la sangre. Sangre en la que ahora pateaban y se resbalaban los caballos. Pero la hoja del puñal, aunque profundamente clavada, no alcanzo al corazón ni a ninguno de los órganos vitales. La hoja de la división Alba, en vez de rajar y descuartizar el tetrágono temerio, se clavó y se quedó atorada. Sujeta en la masa de infantes, elástica y densa como la pez.
Al principio aquello no parecía amenazador. La cabeza y los flancos de la hoja los constituían las tropas de élite con armadura pesada, en sus escudos y armaduras rebotaban como el martillo del herrero las hojas y piquetas de los lansquenetes, no había tampoco forma de alcanzar a los caballos cubiertos de hierro. Y aunque de vez en cuando alguno de los armados caía del caballo o junto con él, las espadas, hachas, mazas y clavas de los caballeros producían entre los infantes atacantes una verdadera mortandad. Rodeada por la chusma, la hoja tembló y comenzó a introducirse aún más profundamente.
—¡Alba! —El subteniente Devlin aep Meara escuchó los gritos del oberst Eggebracht, que se alzaban por encima de los tintineos, bramidos, gritos y relinchos—. ¡Adelante, Alba! ¡Que viva el emperador!