—Un momento —Jarre se giró inseguro para mirar—, porque sin embargo me parece que yo tengo otra unidad...
—¿Cóoomo?
—Disculpe, señor oficial. —Jarre se sonrojó—. Lo que únicamente pretendo es evitar una eventual equivocación... Puesto que el señor comisario claramente... claramente me destinó a la unidad Tupuma, así pues yo...
—Estás en casa, muchacho —estalló en carcajadas el sargento, que se quedó más bien desarmado con lo de «oficial»—. Ésta es precisamente tu unidad. Bienvenido a Tu Puta Madre la Infantería.
*****
—¿Y porqué así —repitió Rocco Hildebrandt—, y de qué modo tenemos que pagar a vuesa merced dicho tributo? Puesto que todo lo que se os debía ya quedó pagado.
—Vaya, mirailo, un canijo listo. —Sentado cómodamente sobre la silla de montar de un caballo robado, Lucio sonrió hacia sus compinches—. ¡Ya quedó pagado! Y piensa que acabao. Igualito eres que aquel pavo que no más se preocupaba por los domingos, y al final le retorcieron el pescuezo un sábado.
Okultich, Klaproth, Milton y Ograbek prorrumpieron en carcajadas al unísono. Pues la broma era oportuna. Y la diversión prometía acabar siendo todavía mejor. Rocco, percibiendo la repugnante y pegajosa mirada de los salteadores, se dio la vuelta. De pie junto al umbral de la choza estaban Incarvilia Hildebrandt, su esposa, y las hijas de ambos, Aloe y Yasmin.
Lucio y su cuadrilla miraban a las mujeres hobbits, sonriendo lascivamente. Sí, sin ningún género de dudas, la diversión prometía ser excelente. Hasta el seto que se encontraba al otro lado del camino se acercó una sobrina de Hildebrandt, Impatientia Vanderbeck, a la cual llamaban cariñosamente Impi. Se trataba de una chica verdaderamente guapa. La sonrisa de los bandidos se tornó todavía más lasciva y estremecedora.
—Venga, enano —apremió Lucio—. Entrega a las tropas reales tu parné, comida, caballos, y saca a las vacas del establo. No vamos a andarnos aquí paraos hasta que se ponga el sol. Hemos hoy que visitar aún unas cuantas aldeas.
—¿Por qué hemos de pagar y entregaros lo que es nuestro? —La voz de Rocco Hildebrandt tembló levemente, pero todavía se oía en ella la obstinación y la tenacidad—. Habláis que es para el ejército, para la nuestra defensa. ¿Y contra el hambre, os pregunto, quién nos defiende? Ya hemos pagado por los cuarteles de invierno, y la contribución para el ejército, y el tributo por cada persona, y el gravamen por las tierras, y las tasas del ducado, y el impuesto de los carros, y las gabelas, ¡y el diablo sabe qué más cosas todavía! Por si esto fuera poco, son cuatro de esta aldea, y a tal número hay que añadir a mi propio hijo, que los carros en los convoyes militares andan ya conduciendo. Y no otro sino un cuñado mío, Milo Vanderbeck, apodado Rusty, es cirujano de campaña, persona de importancia en el ejército. Esto significa que ya hemos cumplido con creces nuestras obligaciones de campesinos... ¿De qué modo podemos pues pagar? ¿El qué y para qué? ¿Y por qué?
Lucio miraba continuamente a la esposa del mediano, Incarvilia Hildebrandt de la casa de Biberveldt. A sus mofletudas hijas, Aloe y Yasmin. A la monísima Impi Vanderbeck, que parecía una muñequita con su vestidito verde. A Sam Hofmeyer y su abuelo, el anciano Holofernes. A la abuelita Petunia, que estaba golpeando obstinadamente un surco con la azada. Al resto de medianos del caserío, fundamentalmente a las mujeres y a los adolescentes, que observaban medrosamente desde sus casa anejas y desde detrás de las empalizadas.
—¿Por qué, preguntas? —siseó, inclinándose sobre su silla de montar y mirando fijamente los aterrorizados ojos del mediano—. Voy a decirte por qué: porque eres un mediano sarnoso, ajeno y raro, quien te despelleje, repugnante aborto humano, complacerá a los dioses. A ti, ser abominable, el que vivo te queme, una buena obra estará haciendo y encima paterótica. Y también porque me muero de ganas por prender fuego a este nido tuyo y dejarlo espoblao. Y porque estas polluelas chicas tuyas me ponen cachondo y follar me las voy a todas ellas una por una. Y porque somos cinco hombres fuertes y vosotros un puñao de retacos miedicas. ¿Sabes ahora ya por qué?
—Sí, ahora sí —respondió despacio Rocco Hildebrandt—. ¡Marchaos ahora mismo de aquí, Gentes Grandes! ¡Fuera! ¡Largo de aquí, sabandijas! ¡No os daremos nada!
Lucio se enderezó echando mano a la daga que colgaba junto a su silla de montar.
—¡Golpear! —gritó—. ¡Matar!
Con un movimiento tan rápido que incluso escapó a la vista, Rocco Hildebrandt se agachó hasta la carretilla y extrajo una ballesta oculta bajo las aneas, se apoyó la culata contra la mejilla y disparó a Lucio un dardo directo a su boca abierta, que emitía un alarido en ese momento. Incarvilia Hildebrandt, de la casa de Biberveldt, realizó un revés con la mano y una hoz salió despedida por el aire dando vueltas para acabar haciendo blanco certera y violentamente en la garganta de Milton. El hijo de siervo empezó a vomitar sangre y a dar vueltas como una cabra, montado sobre la grupa de su caballo, agitando cómicamente las piernas. Ograbek, emitiendo un aullido, cayó de bruces bajo las herraduras de su caballo: del vientre le sobresalían dos mangos de madera, el abuelo Holofernes le había clavado su podadera hasta la empuñadura. El fornido Klaproth se abalanzó con su garrote contra el anciano, pero salió despedido de la silla, soltando un gruñido antinatural, alcanzado directamente en el ojo por un plantador para semillas que le había clavado Impi Vanderbeck. Okultich hizo girar a su caballo e intentó huir, pero la abuelita Petunia saltó hacia él y le clavó la hoja de su azada en el muslo. Okultich pegó un grito de dolor, se cayó de la montura, pero la pierna se le quedó enganchada en el estribo. El caballo se desbocó y se lo llevó a rastras atravesando las cercas y sus afiladas estacas. El ladrón gritaba y clamaba según iba siendo arrastrado. Y como dos lobas se apresuraron a seguir su rastro la abuelita Petunia con su horca e Impi con un cuchillo curvo para injertar árboles. El abuelo Holofernes se sonó con fuerza la nariz. Todo aquel incidente, desde el alarido de Lucio hasta que el abuelo Holofernes se hubo sonado, transcurrió más o menos en el mismo tiempo que se tarda en decir la frase: «Los medianos son extraordinariamente rápidos y lanzan todo tipo de proyectiles sin errar el tiro».
Rocco se sentó sobre las escaleritas de su choza. Junto a él se acurrucó su esposa, Incarvilia Hildebrandt de la casa de Biberveldt. Sus hijas, Aloe y Yasmin, se fueron a ayudar a Sam Hofmeyer a rematar a los heridos y despojar a los muertos. Impi volvió, las mangas de su vestidito verde estaban manchadas con sangre hasta los codos. También regresó la abuelita Petunia, caminaba despacio, jadeando, soltando quejidos, apoyándose en la azada que aún chorreaba sangre y sujetándola por el anillo de la pala. ¡Ay, se nos está haciendo vieja la abuelita, ya está mayor!, pensó Hildebrandt.
—¿Dónde enterramos a los salteadores, don Rocco? —preguntó Sam Hofmeyer. Rocco Hildebrandt abrazó tiernamente a su mujer por la espalda, envolviéndola con los brazos, y contempló el cielo.
—En el bosque de abedules —respondió—. Junto a los anteriores.
La sensacional aventura del señor Malcolm Guthrie de Braemore ha alcanzado gran notoriedad en las páginas de cuantiosos periódicos, hasta el londinés Daily Mail le ha dedicado algunas líneas en su rúbrica Bizarre. Pero dado que por supuesto no todos nuestros lectores leen la prensa publicada al sur de Tweed, y si lo hacen, trátase entonces de diarios de mayor enjundia que el Daily Mail, recordamos qué es lo que ha acaecido. En el día 10 de marzo del corriente, el señor Malcolm Guthrie se encaminó con su caña de pescar al Loch Glascarnoch Allí se encontró el señor Guthrie con una joven muchacha de fea cicatriz en el rostro (¡sic!) que surgía de la niebla y la nada (¡sic!) en compañía de un unicornio blanco (¡sic!). La muchacha se dirigió al asombrado señor Guthrie en una lengua que el señor Guthrie tuvo la bondad de describir, citamos, como: «francés, creo, o algotro dialecto del Continente». Pero puesto que el señor Guthrie no sabe francés ni ningún dialecto del Continente, no pudieron conversar. La muchacha y el animal que la acompañaba desaparecieron, por citar de nuevo al señor Guthrie: «como un sueño, que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son». Nuestro comentario: el sueño del señor Guthrie fue de seguro tan dorado en color como el whiskey single malí que el señor Guthrie acostumbra, como nos hemos enterado, a beber a menudo y en cantidades que explican la vista de unicornios blancos, blancos ratones y monstruos del lago. Y la pregunta que queremos realizar es la siguiente: ¿qué es lo que pensaba hacer el señor Guthrie con una caña en el Loch Glascarnoch cuatro días antes del final de la veda?
Invemess Weekly del 18 de marzo de 1906
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Siguiendo al viento que comenzaba a arreciar, el cielo empezó a oscurecerse desde poniente, las olas de nubes que se acercaban iban borrando poco a poco las constelaciones. Se apagó el Dragón, se apagó la Dama del Invierno, se apagaron los Siete Cabritillos. Desapareció el Ojo, la constelación que brillaba más y durante más tiempo. La cúpula del cielo brilló a lo largo del horizonte con la breve claridad de un relámpago. Se le unió un trueno con un sordo estampido. El vendaval se acrecentó violentamente, lanzando a los ojos polvo y hojas secas.
El unicornio relinchó, envió una señal mental.
No hay tiempo que perder. Tenemos que escapar a toda prisa: es nuestra única esperanza. Escapar al lugar apropiado, al tiempo apropiado. Deprisa, Ojo de Estrella
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Soy la Señora de los Mundos. Soy de la Antigua Sangre.
Soy de la sangre de Lara Dorren, la hija de Shiadhal.
Ihuarraquax relinchó, apremiándola. Kelpa la secundó con un largo resoplido. Ciri se puso los guantes.
—Estoy lista —dijo.
Un rumor en los oídos. Un resplandor. Y después la oscuridad.
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Las maldiciones del Rey Pescador, mientras retorcía y tiraba de una cuerda desde su barca intentando liberar la red enredada en el fondo, quebraron el agua del lago y el silencio de la tarde. Los remos, que estaban sueltos, golpeteaban sordamente. Nimue carraspeó impaciente, Condwiramurs se volvió, abandonando la ventana, se inclinó de nuevo sobre los grabados. Había un cartón que atraía la vista más que los otros. Una muchacha con el cabello al aire, a lomos de una yegua mora con las patas delanteras alzadas. Junto a ella un unicornio blanco, también de manos, su crin al viento de forma parecida a los cabellos de la muchacha.
—Sólo de este fragmento de la leyenda, creo, no tuvieron los historiadores pretensiones de apoderarse —comentó la novicia—. Lo reconocieron por unanimidad como un invento y un adorno legendario, a veces como una metáfora delirante. Mientras que los artistas y los grabadores, para llevarles la contraria a los eruditos, tomaron gusto en el episodio. Mira aquí: todas las imágenes son de Ciri con el unicornio. ¿Qué tenemos aquí? Ciri y el unicornio en un acantilado sobre una playa. Y aquí: Ciri y el unicornio en un paisaje como de trance narcótico, de noche, bajo dos lunas.
Nimue guardaba silencio.
—En una palabra —Condwiramurs tiró los cartones sobre la mesa—, por todos lados Ciri y el unicornio. Ciri y el unicornio en el laberinto de los mundos, Ciri y el unicornio en el abismo de los tiempos...
—Ciri y el unicornio —la interrumpió Nimue, mirando por la ventana, hacia el lago, a la barca y al Rey Pescador que se removía en ella—. Ciri y el unicornio surgen de la nada como fantasmas, cuelgan sobre las serenas aguas de un lago... ¿O puede que sea todo el tiempo el mismo lago, un lago que une los tiempos y lugares como si fuera una bisagra, todo el tiempo distinto y sin embargo siempre el mismo?
—¿Cómo?
—Los fantasmas. —Nimue no la miraba a ella—. Los visitantes de otras dimensiones, de otros niveles, de otros lugares, otros tiempos. Visiones que cambian la vida de alguien. Cambian también tu vida, tu destino... Sin saberlo. Para ellos simplemente es... un lugar más. No es este lugar, ni este tiempo... Otra vez, no se sabe cuántas ya, no es este lugar ni este tiempo...
—Nimue —la interrumpió Condwiramurs con una sonrisa forzada—. Yo soy la soñadora, te recuerdo, yo soy la de los sueños y la oniroscopia. Y tú sin venir a cuento te pones a profetizar. Como eso de lo que hablas, visiones... en sueños.
El Rey Pescador, a juzgar por la violenta subida de tensión de su voz y sus palabrotas, no conseguía desenganchar el anzuelo, el sedal se había roto. Nimue guardaba silencio, mirando el grabado. Ciri y el unicornio.
—Es verdad que lo que te he hablado —dijo por fin, muy tranquila— lo he visto en sueños. Lo vi en sueños muchas veces. Y una vez despierta.
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En algunas circunstancias el viaje de Czluchow a Malbork, como es sabido, puede costar hasta cinco días. Y dado que las cartas del komtur de Czluchow a Winiych van Kniprode, gran maestre de la Orden, tenían que llegar sin falta a su destinatario no más tarde que el día del Corpus Christi, el caballero Heinrich von Schwelborn no lo dudó y se lanzó al día siguiente del domingo de Exaudí Domine para poder cabalgar tranquilamente y sin peligro de retrasarse.
Langsam aber sicher.
Mucho le gustaba la actitud del caballero a su escolta, formada por seis ballesteros a caballo dirigidos por Hasso Planck, hijo de un pastelero de Colonia. Los ballesteros y Planck estaban más bien acostumbrados a aquellos caballeros que maldecían, gritaban, apremiaban y ordenaban cabalgar a muerte, y luego, cuando no llegaban a tiempo, echaban toda la culpa a sus pobres siervos, mintiendo de formas indignas para un caballero y para colmo de una orden militar. No hacía frío, aunque estaba nublado. De vez en cuando caía un chirimiri, la niebla ondulaba por los barrancos. Las colinas recubiertas de densa vegetación le recordaban al caballero Heinrich a su Turingia natal, a su madre y el hecho de que hacía más de un mes que no gozaba de hembra. Los ballesteros que iban en la retaguardia cantaban con pasión baladas de Walther von der Vogelweide. Hasso Planck daba cabezadas en su silla.
Wer guter Fraue Liebe hat Der schamt sich aller Missetat...
El camino seguía apacible y quién sabe, puede que hubiera sido tranquilo hasta el final si no hubiera sido porque hacia el mediodía el caballero Heinrich vio relucir abajo de la senda un plácido lago. Y como el día siguiente era viernes y convenía aprovisionarse con pitanzas de ajamo, el caballero ordenó acercarse al agua y mirar si se encontraba algún aposento de pescadores. El lago era grande, había en él hasta una isla. Nadie sabía cómo se llamaba, pero de seguro que se llamaba Santo. En este país pagano —como haciendo burla— uno de cada dos lagos se llamaba Santo.