Los cascos aplastaron las conchas de la orilla. La niebla estaba suspendida sobre el lago, pero también se veía que aquello era un despoblado, no había ni rastro de barcas, ni redes, ni un alma. Habrá que buscar en algún otro lugar, pensó Heinrich von Schwelborn. Y si no, qué se le va a hacer. Comeremos lo que tengamos en las albardas, aunque sea cecina, y en Malbork nos confesaremos, el capellán nos dará la absolución y adiós al pecado.
Ya estaba a punto de dar la orden cuando en su cabeza, bajo el yelmo, sonó un zumbido, y Hasso Planck lanzó un agudo grito. Von Schwelborn le miró y se quedó pálido. Y se persignó. Vio dos caballos, uno blanco y otro negro. Al cabo de un instante vio con espanto que el caballo blanco tenía en su frente un cuerno trenzado en espiral. Vio también que en el caballo negro iba montada una muchacha de cabellos grises peinados de forma que le cubrían la mejilla. Las visiones parecían no tocar ni la tierra ni el agua, daba la sensación de que colgaban sobre la niebla que se retorcía por encima de la superficie del lago.
El caballo negro relinchó.
—Uuups… —dijo claramente la muchacha de los cabellos grises—. ¡Iré lokke, iré tedd! Squaess'me.
—Santa Úrsula, patrona nuestra... —balbuceó Hasso, pálido como la muerte. Los ballesteros se quedaron congelados con las bocas abiertas, se cubrieron haciendo la señal de la cruz.
Von Schwelborn también se santiguó, después de lo cual, con mano temblorosa, sacó la espada de la vaina que llevaba bajo el faldón de la silla.
—¡Heilige Maña, Mutter Gottes! —gritó—¡Steh mirbe i!
El caballero Heinrich no trajo aquel día vergüenza a sus valerosos antepasados Von Schwelborn, entre ellos a Dyktrow von Schwelborn, el cual se había batido bravamente en la batalla de Camietta y que fue uno de los pocos que no huyó cuando los sarracenos lanzaron a un demonio negro sobre los cruzados. Habiendo espoleado al caballo y recordando a su indomable predecesor, Heinrich von Schwelborn se lanzó contra la aparición entre las almejas que saltaban bajo los cascos.
—¡Por la Orden y por San Jorge!
El unicornio blanco, como una verdadera figura heráldica, se puso a dos patas, la yegua negra bailó, la muchacha se asustó, se veía al primer golpe de vista. Heinrich von Schwelborn cargaba. Quién sabe en qué habría acabado todo si de pronto no se hubiera alzado del lago la niebla haciendo estallar la imagen de aquel extraño grupo, que se deshizo en fragmentos multicolores como si fuera una vidriera golpeada por una piedra. Y todo desapareció. Todo. El unicornio, el caballo negro, la extraña muchacha... El alazán de Heinrich von Schwelborn entró en el lago con un chapoteo, se detuvo, meneó la testa, bufó, mordió el bocado.
Dominando con dificultad al caballo que se le iba para un costado, Hasso Planck se acercó al caballero. Von Schwelborn aspiraba y espiraba, no pestañeaba, y tenía los ojos desorbitados como un pescado de ayuno.
—Por los huesos de la santa Úrsula, la santa Cordelia y todas las once mil vírgenes mártires de Colonia... —logró sacar de su pecho Hasso Planck—. ¿Qué es lo que fue, edler Herr Ritter? ¿Un milagro? ¿Una aparición?
—¡Teufelswerk! —jadeó Von Schwelborn, que sólo ahora palideció y se echó a temblar—. ¡Schwarze Magie! auberey! Cosa maldita, pagana y demoníaca.
—Mejor vayámonos de aquí, señor. Cuanto antes... No estamos lejos de Pelplin, lleguémonos al alcance de las campanas de la iglesia...
Junto al mismo bosque, en una elevación, el caballero Heinrich se dio la vuelta y miró por última vez. El viento había disuelto la niebla, en las zonas que no estaban protegidas por la pared del bosque la superficie del lago se quebraba y arrugaba. Sobre el agua giraba una gran águila pescadora.
—País sin Dios, pagano —murmuraba Heinrich von Schwelborn—. Mucho, mucho trabajo, mucho esfuerzo y energía nos espera antes de que la Orden Teutónica logre expulsar de aquí por fin al diablo.
*****
—Caballito —dijo Ciri con reproche y sarcasmo al mismo tiempo—. No quisiera ser pesada, pero tengo algo de prisa por llegar a mi mundo. Los míos me necesitan, lo sabes. Y nosotros primero nos encontramos en no sé qué lago y con un palurdo ridículo vestido de saco, luego a un grupo de peludos gritones con mazas, por fin a un loco con una cruz negra en la capa. ¡No son estos lugares ni estos tiempos! Te pido por favor que lo intentes mejor. Te lo pido de verdad.
Ihuarraquax relinchó, afirmó con su cuerno y le envió algo, un pensamiento muy sabio. Ciri no lo entendió del todo. No tuvo tiempo de reflexionar, puesto que el interior de su cráneo fue de nuevo anegado por una fría claridad, los oídos zumbaron, la espalda le hormigueó.
Y de nuevo la abrazó una oscura y blanda nada.
*****
Nimue, sonriendo contenta, tiró al hombre de la mano, ambos corrieron hacia el lago, haciendo regates entre los bajos abedules y alisos, entre pinos derribados. Al correr hacia la playa arenosa, Nimue arrojó las sandalias, se alzó el vestido, chapoteó con sus pies descalzos en el agua de la orilla. El hombre también se quitó las botas, pero no se atrevió a entrar en el agua. Se quitó la capa y la extendió sobre la arena. Nimue corrió hacia él, le echó las manos al cuello y se puso de puntillas, pero para poder besarla el hombre todavía tuvo que inclinarse mucho. A Nimue no la llamaban sin razón Pulgarcita, pero ahora, cuando tenía ya dieciocho años y era una adepta de las artes mágicas, el privilegio de llamarla así les pertenecía tan sólo a los amigos más cercanos. Y a algunos hombres.
El hombre, sin apartar los labios de los labios de Nimue, introdujo la mano bajo su escote. Luego todo fue muy rápido. Ambos se encontraron sobre la capa extendida en la arena, el vestido de Nimue se alzó por encima del talle, sus muslos rodearon con fuerza la pelvis del hombre y las manos se clavaron a su espalda. Cuando él la tomó, como de costumbre, con demasiada impaciencia, ella apretó los dientes, pero pronto le alcanzó en excitación, se puso a su altura, mantuvo el paso. Tenía experiencia. El hombre emitía ridículos sonidos. Por encima de sus hombros Nimue observaba los cúmulos que fluían por el cielo lentamente con sus fantásticas formas. Algo sonó, del mismo modo que suena una campana hundida en el océano. En los oídos de Nimue hubo un repentino zumbido. Magia, pensó, volviendo la cabeza, liberándose de la mejilla y los brazos del hombre que yacía sobre ella. Junto a la orilla del lago —suspendido sobre su superficie— había un unicornio blanco. Junto a ella un caballo negro. Y en la silla del caballo negro estaba sentada... Pero si yo conozco esta leyenda, le pasó por la cabeza a Nimue. ¡Conozco este cuento!
Era una niña, una niña pequeña, cuando oí por vez primera este cuento, lo contaba el abuelo Silbón, el cuentacuentos vagabundo... La brujilla Ciri... Con su cicatriz en la mejilla... La yegua negra Kelpa... El unicornio... El País de los Elfos... Los movimientos del hombre, quien no se había percatado en absoluto de la aparición, se hicieron más violentos, los sonidos emitidos por él, aún más ridículos.
—Uuups —dijo la muchacha sentada en la yegua mora—. ¡Otra equivocación! No es este lugar, no es este tiempo. Para colmo, como veo, completamente a deshora. Lo siento.
La imagen se borró y estalló, estalló de la misma forma que cristal pintado, se quebró de pronto, se rompió en un irisado tumulto de luminiscencias, fulgores y brillos. Y luego todo desapareció.
—¡No! —gritó Nimue—. ¡No! ¡No desaparezcas! ¡No quiero!
Enderezó la rodilla y quiso librarse del hombre pero no pudo: era más fuerte y más pesado que ella. El hombre jadeaba y gemía.
—Oooh, Nimue... ¡Oooh!
Nimue gritó y le clavó los dientes en el hombro.
Se tendieron sobre la capa, temblorosos y ardientes. Nimue miraba a la orilla del lago, a la espuma producida por el batir de las olas. A los juncos doblados por el viento. Al vacío descolorido y desesperado dejado por la leyenda recién esfumada. Por las narices de la novicia corrieron las lágrimas.
—Nimue... ¿ha pasado algo?
—Claro, ha pasado. —Se apretó contra él, pero seguía mirando al lago—. No digas nada. Abrázame y no digas nada.
El hombre sonrió con suficiencia.
—Sé lo que ha pasado —dijo jactancioso—. ¿Tembló la tierra?
Nimue sonrió tristemente.
—No sólo —dijo al cabo de un instante de silencio—. No sólo. Un relámpago. Oscuridad. El siguiente lugar.
*****
El siguiente lugar era un lugar hechizado, maligno y pavoroso. Ciri se encogió en la silla inconscientemente, estremecida tanto en el sentido literal como en el metafórico. Los cascos de Kelpa chocaron con ímpetu contra algo dolorosamente duro, plano e inabordable como una roca. Al cabo de mucho tiempo de agitarse en una blanda nada, la sensación de dureza era asombrosa y dolorosa hasta tal punto que la yegua relinchó y se echó con violencia hacia un lado, tocando en el suelo un staccato que hacía castañetear los dientes. El otro estremecimiento, el metafórico, se lo produjo el olfato. Ciri gimió y se cubrió la boca y la nariz con el guante. Sintió cómo los ojos se le llenaban al momento de lágrimas. A su alrededor se alzaba un hedor ácido, corrosivo, denso y pegajoso, una fetidez asfixiante y asquerosa que no se podía precisar, no recordaba a nada de lo que Ciri hubiera olido alguna vez. Era aquello —estaba segura sin embargo— el horror de la putrefacción, el cadavérico hedor de la última degradación y degeneración, el olor de la ruina y la destrucción, ante lo que se tenía la impresión de que lo que se estaba pudriendo no olía mejor cuando había estado vivo. Incluso en el momento de su mayor esplendor. Se dobló en un movimiento de vómito sobre el que no era capaz de ejercer control alguno. Kelpa bufaba y meneaba la testa, tensando los ollares. El unicornio, que se había materializado junto a ellos, se sentó sobre su trasero, saltó, coceó. El duro suelo respondió con un temblor y un sordo eco.
A su alrededor reinaba la noche, una noche oscura y sucia, envuelta en un pegajoso y apestoso harapo de oscuridad.
Ciri miró hacia arriba, buscando las estrellas, pero arriba no había nada, sólo un abismo, a veces iluminado por un vago resplandor rojizo, como de un lejano incendio.
—Uuups —dijo, y frunció el rostro, sintiendo cómo un vapor ácido y ceniciento se le aposentaba en los labios—. ¡Bue-eeee-ech! ¡No es este lugar, no es este tiempo! ¡De ningún modo lo es!
El unicornio brincó y meneó la testa, su cuerno dibujó un corto y violento arco. El suelo que rechinaba bajo los cascos de Kelpa era de roca, pero extraña, innaturalmente lisa, de la que emanaba un intenso hedor a hoguera y a sucias cenizas. Ciri estaba harta de aquella desagradable y enervante dureza. Dirigió la yegua hacia un reborde marcado por algo que alguna vez fueron árboles, pero ahora tan sólo esqueletos monstruosos y desnudos. Cadáveres cubiertos de jirones de tela, como si se trataran de restos de sudarios podridos.
El unicornio le advirtió con un relincho y una señal mental. Pero llegó tarde. Nada más pasar el extraño camino y los secos árboles comenzaba un montón de escombros, y más allá, bajo él, una pendiente que caía brutalmente hacia abajo, casi un precipicio. Ciri gritó, golpeó con los talones en los costados de la yegua que se resbalaba. Kelpa se revolvió, aplastando con sus cascos aquello de lo que estaba compuesta la escombrera. Y eran deshechos. En su mayoría algún tipo de extraña vajilla. Aquella vajilla se aplastaba bajo los cascos, no crujía, sino que estallaba de una forma asquerosamente blanda, pegajosa, como si fueran grandes vejigas de pez. Algo churrupeteó y gorgoteó, el repugnante olor a poco no derribó a Ciri de su silla. Kelpa, relinchando rabiosamente, pisoteó el basurero, abriéndose paso hacia la cima, hacia el camino. Ciri, ahogándose por el hedor, se aferró al cuello de la yegua.
Lo consiguieron. Saludaron la desagradable dureza del extraño camino con alegría y alivio. Ciri, temblando toda, miró hacia abajo, a la escombrera que terminaba en la oscura tabla de un lago que llenaba el fondo de un cráter. La superficie del lago estaba muerta y brillante, como si no fuera agua sino alquitrán sólido. Al otro lado del lago, detrás del basurero, de las montañas de cenizas y los hacinamientos de escorias, el cielo enrojecía a causa de los lejanos incendios, una rojez marcada por columnas de humo. El unicornio bufó. Ciri quiso limpiarse los ojos llorosos con las mangas, pero de pronto se dio cuenta de que toda la manga estaba cubierta de polvo. Con una capa de polvo estaban también cubiertos sus muslos, el arzón de la silla, la crin y el cuello de Kelpa. El hedor la ahogaba.
—Qué asco —murmuró—. Repugnante... Me da la sensación de que estoy toda pegajosa. Vámonos de aquí... Vámonos lo más deprisa posible, Caballito. El unicornio estiró las orejas, ronqueó.
Sólo tú puedes hacerlo. Actúa
.
—¿Yo? ¿Sola? ¿Sin tu ayuda?
El unicornio afirmó con su cuerno.
Ciri se rascó la cabeza, suspiró, cerró los ojos. Se concentró. Al principio había sólo incredulidad, resignación y miedo. Pero rápidamente fluyó en ella una fría claridad, la claridad del saber y el poder. No tenía ni idea de dónde surgían aquel saber y aquel poder, dónde tenían sus raíces y fuente. Pero sabía que podía. Que lo conseguiría si quisiera. Volvió otra vez la vista al lago paralizado y muerto, a la humeante acumulación de desechos, a los esqueletos de los árboles. Al cielo iluminado por el resplandor lejano de los incendios.
—Está bien —se inclinó y escupió— que no sea éste mi mundo. ¡Muy bien!
El unicornio relinchó significativamente. Ella entendió lo que había querido decir.
—E incluso si es el mío. —Se limpió los ojos, la boca y la nariz con un pañuelo—. Al mismo tiempo tampoco lo es, porque está alejado en el tiempo. Es el pasado o...
Se interrumpió.
—El pasado —repitió con voz sorda—. Creo de todo corazón que es el pasado.
La lluvia a mares, un verdadero diluvio que les recibió en el lugar siguiente, la saludaron como a una verdadera bendición. La lluvia era cálida y aromática, olía a verano, a hierba, a barro y a vegetación, la lluvia lavó de ellos la porquería, les limpió, les provocó una verdadera catarsis.
Como toda catarsis, a la larga, se volvió monótona, exagerada e insoportable. El agua que limpiaba al cabo del tiempo comenzó a mojar molestamente, a meterse por el cuello y a enfriarles. De modo que huyeron de aquel lugar lluvioso. Porque tampoco era aquél el lugar. Ni el tiempo.
El siguiente lugar era muy cálido, reinaba allí un calor intenso, de modo que Ciri, Kelpa y el unicornio se secaron y empezaron a echar vapor de agua como tres teteras. Se encontraban en un brezal asolado por el sol al borde de un bosque. De inmediato se podía uno dar cuenta de que se trataba de un gran bosque, una selva densa, salvaje e increíblemente espesa. En el corazón de Ciri palpitaba la esperanza: aquél podía ser el bosque de Brokilón, es decir, por fin un lugar conocido y correcto. Anduvieron lentamente por los límites del bosque. Ciri buscaba con la mirada algo que pudiera servir como pista. El unicornio ronqueó, alzó la cabeza y el cuerno bien alto, miró a su alrededor. Estaba intranquilo.