—Eeeeh...
—Una palabrilla...
—Eeh...
—Así te parta un rayo, tonto de mierda —dijo la muchacha.
Y desapareció. Junto con el caballo.
Aarhenius Krantz cerró la boca. Siguió de pie durante un instante junto a la balaustrada, con la vista clavada en la noche, en el lago y en las luces de Wyzima que se reflejaban a lo lejos. Luego se ató los pantalones y volvió a su telescopio. El cometa cruzaba el cielo a toda velocidad. Había que observarlo, no dejarlo fuera del campo de visión de la lente y el ojo. Seguirlo, mientras no desaparezca en lo profundo del cosmos. Era una ocasión, y un erudito no puede perder una ocasión.
*****
O puede que pruebe otra cosa, pensó, con la vista clavada en las dos lunas sobre el brezal, ahora visibles como dos hoces, una pequeña, otra grande y menos afilada. Puedo imaginarme no lugares ni rostros, pensó, sino querer... Desear mucho, con mucha fuerza, desde las mismas entrañas...
¿Qué me va a perjudicar el probarlo?
Geralt. Quiero ir con Geralt. Quiero muchísimo ir con Geralt.
—¡Pero no! —gritó—. ¡Desde luego he caído bien, ni aposta!
Kelpa le respondió con un relincho que quería significar que pensaba lo mismo, echando vapor por los ollares y rompiendo los amontonamientos de la nieve con los cascos. Un vendaval silbaba y aullaba, cegaba, finos pedacitos de nieve hendían sus mejillas y sus manos. El frío atravesaba de parte a parte, mordía las extremidades como un lobo. Ciri tiritaba, encogía los hombros y cubría la nuca dentro de la protección de un mísero cuello que no servía de nada.
A izquierda y derecha se alzaban unas cumbres majestuosamente amenazadoras, grises monumentos de roca cuyas cimas se perdían allá muy alto, entre la niebla y la tormenta de nieve. El fondo del valle lo cruzaba un río rápido, muy rabioso. Lleno de astillas y fragmentos de hielo. Todo su alrededor estaba blanco. Y frío. Éstos son todos mis talentos, pensó Ciri, sintiendo cómo se le enfriaba la nariz. Éste es todo mi poder. ¡Vaya una Señora de los Mundos que estoy hecha, desde luego! Quería ir con Geralt, acabé en medio de alguna puñetera sierra, del invierno y la tormenta.
—¡Venga, Kelpa, muévete o te quedas tiesa! —Tiró de las riendas con unos dedos que iban entumeciéndose a causa del frío—. ¡Venga, venga, morena! Ya sé que no es el sitio que queríamos, ahora nos sacaré de aquí, ahora volveremos a nuestro cálido brezal. Pero tengo que concentrarme, y eso puede durar. ¡Por eso muévete! ¡Venga, en camino!
Kelpa echó vapor por los ollares.
*****
El vendaval rugía, la nieve golpeaba el rostro, se deshacía en las pestañas. Una helada ventisca aullaba y silbaba.
—¡Mirad! —gritó Angouléme, por encima del viento—. ¡Mirad allá! Huellas hay. ¡Alguien fue por allá!
—¿Qué dices? —Geralt desplazó la bufanda con la que se había rodeado la cabeza para evitar que se le congelaran las orejas—. ¿Qué dices, Angouléme?
—¡Huellas! ¡Huellas de caballo!
—¿Y qué hace aquí un caballo? —Cahir también tuvo que gritar, y el río Sansretour, parecía, tronaba y resonaba cada vez más—. ¿Cómo pudo llegar un caballo hasta aquí?
—¡Miradlo vosotros mismos!
—Ciertamente —aseveró el vampiro, el único de la compañía que no revelaba síntomas de congelamiento, a todas luces poco sensible tanto a bajas como a altas temperaturas—. Huellas. ¿Pero de caballo?
—No es posible que sea un caballo. —Cahir se masajeó con fuerza la mejilla y las narices—. No en este desierto. Estas huellas las ha dejado de seguro alguna fiera silvestre. Lo más seguro un muflón.
—¡Tú eres el muflón! —gritó Angouléme—, ¡Si digo caballo, quiere decir caballo!
Milva, como de costumbre, prefirió la práctica a la teoría. Saltó de la silla, se inclinó, echando para atrás su gorro de zorro.
—La mocosa tiene razón —decidió al cabo—. Caballo es. Y hasta herrado, mas difícil es decirlo. El ventarrón lamió las güellas. Allá se fue, a la garganta.
—¡Ja! —Angouléme se restregó las manos con fuerza—. ¡Lo sabía! ¡Aquí, vive alguien! ¡En estos alrededores! ¿Seguimos el rastro? Puede que lleguemos a alguna choza calentita. ¿No nos dejarán calentarnos un poco? ¿No nos querrán hospedar?
—No creo —dijo Cahir con énfasis—. Lo más seguro es que nos reciban con una flecha de ballesta.
—Lo más razonable será seguir el plan y el río —aseguró Regis con su tono de sabelotodo—. No nos arriesgaremos a equivocarnos. Y abajo en el Sansretour se supone que hay una factoría de tramperos, allá nos hospedarán con mayor seguridad.
—¿Geralt? ¿Qué dices?
El brujo guardaba silencio, con la mirada fija en los copos de nieve que se retorcían en la ventisca.
—Seguiremos las huellas —decidió por fin.
—De verdad... —comenzó el vampiro, pero Geralt le detuvo de inmediato.
—¡Tras las huellas! ¡En camino, vamos!
Espolearon a los caballos, pero no fueron demasiado lejos. No entraron en la garganta más de un cuarto de milla.
—Sacabó —afirmó Angouléme, mirando la nieve virginal y suave—. Estuvo, ya no está. Como en un circo élfico.
—¿Y ahora qué, brujo? —Cahir se dio la vuelta en la silla—. Las huellas se han terminado. El viento las cubrió.
—No las cubrió —rechazó Milva—. Acá, en el barranco, la tormenta no alcanza.
—¿Entonces qué pasó con el caballo?
La arquera hizo un gesto de indiferencia, se encorvó en la silla, poniendo la cabeza entre los hombros.
—¿Dónde se ha metido el caballo? —Cahir no se resignó—. ¿Desapareció? ¿Echó a volar? ¿O no será que nos lo hayamos imaginado, Geralt? ¿Qué dices a ello?
El viento aullaba sobre la garganta, barriendo y removiendo la nieve.
—¿Por qué —preguntó el vampiro, mirando al brujo atentamente— nos has hecho seguir estas huellas, Geralt?
—No sé —reconoció al cabo—. Algo... Sentí algo. Algo me tocó. No importa qué. Tenías razón, Regis. Volvamos al Sansretour y sigamos el río, sin excursiones ni desvíos que puedan acabar mal. De acuerdo con lo que dijo Reynart, el verdadero invierno y el mal tiempo nos están esperando en el paso de Malheur. Cuando lleguemos allá debemos estar en plena posesión de nuestras fuerzas. No os quedéis así, volvamos.
—¿Sin aclarar qué pasó con ese extraño caballo?
—¿Y qué hay que aclarar aquí? —dijo con rabia el brujo—. Las huellas se han borrado y eso es todo. Al fin y al cabo, ¿no será que de verdad era un muflón?
Milva le lanzó una rara mirada, pero se contuvo de hacer ningún comentario. Cuando volvieron al río, ya no estaban tampoco allí las huellas misteriosas, se habían cubierto de nieve húmeda. Por la gris corriente del Sansretour navegaban en densa formación las placas de hielo, giraban y se retorcían helados fragmentos.
—Os diré algo —habló Angouléme—. Pero tenéis que prometer que no os vais a reír.
Se dieron la vuelta. Cubierta con un gorro de pompón calado hasta las orejas, con las mejillas y las narices enrojecidas por el frío, vestida con un informe zamarro, la muchacha tenía un aspecto gracioso, exactamente como un kobold pequeño y rechoncho.
—Os diré algo en lo tocante a esas huellas. Cuando andaba con el Ruiseñor, en la partida, pues decían que en invierno por las gargantas cabalgaba en un caballo hechizado el Rey de las Montañas, señor de los demonios del hielo. Encontrárselo cara a cara es la muerte segura. ¿Qué dices, Geralt? ¿Sería posible que...?
—Todo —la interrumpió—. Todo es posible. En camino, compaña. Por delante tenemos el paso de Malheur.
*****
La nieve golpeaba y cortaba, el viento azotaba, entre los riscos silbaban y aullaban los demonios de los hielos.
De que el brezal al que llegó no era su conocido brezal, Ciri se dio cuenta al momento. No tuvo siquiera que esperar a la noche, estaba segura de que no vería aquí dos lunas. El bosque por cuyo borde caminó era tan salvaje e inextricable como aquél, pero saltaban a los ojos las diferencias. Aquí, por ejemplo, había más abedules y mucho menos robles. Allá no se oían ni veían pájaros, aquí eran multitud. Allí entre los brezos no había más que arena y musgo, aquí se extendía el licopodio en verdadera alfombra verde. Incluso las libélulas que revoloteaban entre los cascos de Kelpa eran aquí distintas. Como otras. Y luego...
El corazón le latió con más fuerza. Vio un caminillo, descuidado y poblado de maleza. Que conducía a lo profundo del bosque.
Ciri miró cuidadosamente a su alrededor y se aseguró de que el extraño camino no continuaba, que tenía allí su final. Que no conducía al bosque, sino que salía de él o lo atravesaba. Sin pensárselo mucho, golpeó en los flancos de la yegua con sus tacones y avanzó entre los árboles. Iré hacia el sur, pensó, si en el sur no encuentro nada, volveré e iré en dirección contraria, más allá del brezal.
Caminaba al paso bajo un baldaquín de troncos, mirando atentamente a su alrededor, intentando no dejar pasar nada importante. Gracias a ello no dejó pasar a un viejecillo que la miraba desde detrás de un roble. El viejecillo, muy bajito, pero al menos sin joroba, iba vestido con una camisa de lino y unos pantalones del mismo material. Llevaba en los pies unas enormes y ridículas alpargatas de líber. En una mano portaba un bastón nudoso, en la otra una cesta de mimbre. Ciri no podía ver claramente su rostro, oculto por un sombrero de paja desastrado y con un aro redondo, bajo el que surgía una nariz bronceada y una enmarañada barba gris.
—Sin miedo —dijo Ciri—. No te causaré mal alguno.
El de la barba gris se apoyó alternativamente de una alpargata a la otra y se quitó el sombrero. Tenía un rostro redondo, sembrado de manchas de la vejez, pero vigoroso y poco arrugado, unas cejas escasas, una barbilla pequeña y muy retirada. Los largos cabellos grises los llevaba atados a la altura del cuello en una coleta, mientras que la coronilla la tenía completamente calva, reluciente y amarilla como un melón. Vio que él miraba su espada, el pomo que sobresalía por encima de su hombro.
—No tengas miedo —repitió.
—Hey, hey —dijo él, balbuceando un tanto—. Hey, hey, señora mía. El Viejo del Bosque no tiene miedo. No es de los miedosos, oh no.
Sonrió. Tenía unos dientes grandes, muy echados hacia delante, a causa de un mal encaje de los maxilares y la mandíbula retrasada. Era a consecuencia de ello que balbuceaba.
—El Viejo del Bosque no teme a los peregrinos —repitió—. Ni a los ladrones. El Viejo del Bosque es pobre, menesteroso. El Viejo del Bosque es tranquilo, a nadie amenaza. ¡Hey!
Sonrió de nuevo. Cuando sonreía parecía no estar compuesto más que de dientes delanteros.
—¿Y tú, señora mía, no temes al Viejo del Bosque?
Ciri bufó.
—Pues hazte a la idea de que no. Tampoco soy de las miedosas.
—¡Hey, hey, hey! ¡Lo que dices!
Dio un paso hacia ella, apoyándose en el bastón. Kelpa bufó. Ciri tiró de las riendas.
—No le gustan los extraños —advirtió—, Y sabe morder.
—¡Hey, hey! El Viejo del Bosque lo sabe. ¡Yegua mala, remala! Y por curiosidad, ¿de dónde viene la señora? ¿Y adonde, por así decirlo, se encamina?
—Es una larga historia. ¿Adonde lleva este camino?
—¡Hey, hey! ¿No lo sabe la señora?
—No respondas a una pregunta con una pregunta, si no te importa. ¿Adonde llegaría por este camino? ¿Qué lugar es éste? ¿Y qué... qué época?
El vejete de nuevo sacó los dientes, los movió como una nutria.
—Hey, hey —balbuceó—. Lo que dices. ¿Qué época, pregunta la señora? ¡Oy, de lejos, se ve, de lejos vino la señora hasta el Viejo del Bosque!
—De muy lejos, cierto —afirmó ella con indiferencia—. De otros...
—Tiempos y lugares —terminó él—. El Viejo lo sabe. El Viejo se lo imagina.
—¿El qué? —preguntó excitada—. ¿El qué te has imaginado? ¿Qué sabes?
—El Viejo del Bosque sabe mucho.
—¡Habla!
—¿La señora está hambrienta? —Sacó los dientes—. ¿Sedienta? ¿Fatigada? Si se quiere, el Viejo del Bosque la llevará a su cabaña, alimentará, dará de beber. Y la alojará.
Hacía mucho tiempo que Ciri no había tenido ni tiempo ni cabeza para pensar en el descanso y la comida. Ahora, las palabras del extraño viejo hicieron que se le encogieran las tripas, se le hiciera un nudo en los intestinos y la lengua le desapareciera allá lejos. El vejete la observó desde por debajo del círculo de su sombrero.
—El Viejo del Bosque —balbuceó— tiene en la choza comida. Tiene agua de la fuente. Tiene hasta paja para la yegua, ¡yegua mala que quería morder al buen Viejo! ¡Hey! Todo hay en la choza del Viejo del Bosque. Y hablar de lugares y tiempos se podrá... No es lejos, no. ¿Usará de ello la señora peregrina? ¿No desatenderá la hospitalidad de este menesteroso Viejo pobrejo?
Ciri tragó saliva.
—Guíame.
El Viejo del Bosque se dio la vuelta y se encaminó por un sendero apenas visible entre la espesura, midiendo el camino con enérgicos golpes de su bastón. Ciri le iba siguiendo, inclinando la cabeza ante las ramas y tirando del bocado de Kelpa, que ciertamente se había empeñado en morder al viejo o al menos en comerse su sombrero. Pese a las aseveraciones, no estaba cerca en absoluto. Cuando llegaron al lugar, a un claro, el sol estaba ya casi en su cénit.
La choza del Viejo resultó ser una chabola pintoresca sobre unos palos, con un tejado que evidentemente había sido reparado a menudo y con ayuda de lo primero que se tenía a mano. Las paredes de la choza estaban cubiertas con pieles que parecían de cerdo. Delante de la choza había una construcción de madera en forma de cadalso, una mesa baja y un tronco con un hacha clavada en él. Detrás de la choza había un hogar de piedra y barro sobre el que había unas grandes ollas ennegrecidas.
—Ésta es la casa del Viejo del Bosque. —El anciano señaló con su bastón, no sin cierto orgullo—. Aquí vive el Viejo del Bosque. Aquí duerme. Aquí prepara la comida. Si hay qué preparar. Arduo, pero arduo es hallar comida en despoblado. ¿La señora peregrina gusta de las gachas de harina?
—Gusta. —Ciri de nuevo tragó saliva—. De todo gusta.
—¿Con carnecilla? ¿Con manteca? ¿Con torreznos?
—Mmm.
—Pues no se ve —el Viejo le lanzó una mirada apreciativa— que la señora haya probado últimamente de la carne y los torreznos, oh, no. Delgaducha señora, delgaducha. ¡Piel y huesos! ¡Hey, hey! ¿Y qué es eso? ¿Detrás de la señora?
Ciri se dio la vuelta, dejándose atrapar por el truco más viejo y primitivo del mundo. Un terrible golpe del nudoso bastón le acertó directamente en la sien. Sus reflejos bastaron sólo para alzar la mano, la mano amortiguó en parte un golpe capaz de romper el cráneo como un huevo. Pero igualmente se encontró Ciri en la tierra, aturdida, atontada y completamente desorientada.