Había muchos carteles similares, de manera que podría afirmarse que por cada pared había uno. Abundaban sobre todo los del caballero señalando con el índice, pero a menudo había también una patética Madre Patria con el cabello canoso y revuelto, que tenía de fondo aldeas incendiadas y a recién nacidos ensartados en picas nilfgaardianas. Aparecían también imágenes de elfos con cuchillos en la boca chorreantes de sangre. Jarre se dio la vuelta para mirar y de repente cayó en la cuenta de que estaban solos: el lansquenete, el mercader y él. Lucio, Okultich, Klaproth, los campesinos seleccionados y Melfi habían desaparecido sin dejar rastro alguno.
—Vaya, vaya. —El lansquenete ratificó sus conjeturas mirándole inquisitivamente—. Tus compadres el ala ahuecaron en cuanto se les terció la ocasiona nos dieron esquinazo a la primera y se largaron barriendo el suelo con el rabo. ¿Y sabes lo que te voy a decir, muchacho? Está bien que se hayan vuestros caminos separado. No pugnes porque vuelvan a cruzarse de nuevo.
—Me da pena Melfi —murmuró Jarre—. En el fondo es un buen chico.
—Cada cual elige su propio destino. Y tú ven con nosotros. Te hemos de mostrar dónde está la caja de reclutamiento.
Entraron en una plaza, en cuyo centro, sobre un estrado de piedra, se alzaba la picota. Alrededor de la picota se aglomeraban ciudadanos y soldados sedientos de morbo. La cabeza del reo, que acababa de ser alcanzado por una pella de barro, escupía y lloraba. La muchedumbre vociferó de risa.
—¡Caramba! —exclamó el lansquenete— ¡Mira a quién tienen trabado en el cepo! ¡Pero si es Fuson! Curioso estoy por saber por qué habrá sido.
—Por la agricultura —se apresuró a aclararle un burgués gordo, vestido con una piel de lobo y un gorro de fieltro.
—¿Lo qué?
—Por la agricultura —repitió con énfasis el gordinflón—. Por haber sembrado.
—¡Ajá! Tan claro hablasteis, con perdón, como un buey sobre la era —se rió el lansquenete—. Yo a Fuson lo conozco: zapatero es, hijo de zapatero y nieto de zapatero. Jamás en la vida ni aró, ni sembró, ni cosechó. Tumbado me habéis, os digo, con eso de sembrar, hasta casi suelto el espíritu.
—¡Palabras mismas del comendador! —se encolerizó el burgués—. ¡Estará en la picota hasta el alba por haber sembrado! Algo sembró este malhechor, mas a cuenta de Nilfgaard y sus monedas de plata... Cierto que un cereal extraño, de ultramar procedente... ¡Me acordaré!... ¡Eso! ¡Derrotismo!
—¡Sí, sí! —exclamó el mercader de amuletos—. ¡Lo oí, se habló de ello! Los espías de Nilfgaard y los elfos están propagando epidemias, envenenando con diversas ponzoñas los pozos, las fuentes y los arroyos, y precisamente con estramonio, cicuta, lepra y derrotismo.
—Así es —afirmó meneando la cabeza el burgués con el abrigo de piel de lobo—. Ayer ahorcaron a dos elfos. Es cosa segura que por esos envenenamientos.
—Detrás de la esquina de ese callejón —señaló el lansquenete— hay una posada en la cual se negocia el reclutamiento. Hay una lona grande extendida, con las flores de lis de Temería que tú ya bien conoces, muchacho, así que darás con ella sin trabajos. ¡Cuídate! Y que nos concedan los dioses volver a toparnos en tiempos más felices. Guardaos vos también, señor mercader.
El comerciante carraspeó con fuerza.
—Nobles señores —dijo rebuscando en sus pequeños baúles y cofres—, permitidme que por vuestro auxilio... En señal de agradecimiento...
—No sus fatiguéis, buen hombre —repuso con una sonrisa el lansquenete—. Se ayudó y punto, faltaría más...
—¿Quizá un ungüento milagroso contra las heridas de bala? —El mercader rebuscaba algo en el fondo de un baúl—. ¿Tal vez un remedio universal e infalible contra la bronquitis, la podagra, la parálisis, así como contra la caspa y la escrófula? ¿O a lo mejor un bálsamo de resina para las picaduras de abeja, las mordeduras de víbora y de vampiro? ¿O puede que un talismán que escuda contra el mal de ojo?
—¿No tendréis por ventura —le inquirió en serio el otro lansquenete— algo que proteja contra los efectos de la mala comida?
—¡Tengo! —exclamó radiante el mercader—. Helo aquí, el más eficaz antídoto elaborado a partir de raíces mágicas, con hierbas aromáticas condimentado. Bastan tres gotas después de cada comida. Tomad, por favor, nobles señores.
—Gracias. ¡Guárdese, pues, vuesa merced! Y tú también, muchacho. ¡Suerte!
—Honrados, corteses y afables —juzgó el mercader cuando los soldados desaparecieron entre la multitud—. No todos los días se encuentra gente como ésa. ¡Ni tampoco como tú, mi joven señor! ¿Qué te puedo dar entonces? ¿Un amuleto pararrayos? ¿Bezoar? ¿Guijarros de tortuga eficaces contra los hechizos de encantadoras? ¡Ajá! También tengo diente de muerto para fumigar, tengo un trozo de mierda seca de diablo, bueno es llevarla en el zapato diestro...
Jarre apartó la mirada de unas personas empeñadas en limpiar de las paredes de una casa la pintada: ¡NO A LA PUTA GUERRA!
—Dejadme —dijo—. Llegó mi turno...
—¡Ah! —exclamó el mercader, sacando de un cofre un pequeño medallón de latón con forma de corazón—. Esto debería serte adecuado, muchacho, porque es objeto justamente para jóvenes. Se trata de una extraordinaria rareza y sólo uno tengo. Es un amuleto mágico. Hace que a quien lo porte no le olvide nunca su amada, por más que el tiempo y muchas millas los separen. Mira, se abre por aquí, en el interior hay un trocito de papiro fino. Sobre ese papiro, con una tinta mágica de color rojo que tengo, basta con escribir el nombre de la amada y ella no te olvidará, no se mudará su corazón, no te traicionará ni te dejará. ¿Y bien?
—¡Hm! —Jarre se ruborizó ligeramente—. Es que yo no sé si ella...
—¿Qué nombre debo escribir? —El mercader sumergió un palito en la tinta mágica.
—Ciri. Es decir: Cirilla.
—Listo. Toma.
—¡Jarre! ¡Por todos los diablos! ¿Pero qué haces aquí?
Jarre se dio la vuelta impulsivamente. Tenía la esperanza, pensó, de que iba a dejar atrás todo mi pasado, de que ahora todo iba a ser nuevo y casi sin cesar me tropiezo con viejos conocidos.
—Don Dennis Cranmer...
Un enano vestido con un pesado abrigo de piel, coraza, guardabrazos de acero y un gorro de piel de zorro con su cola lanzó una penetrante mirada al muchacho, al mercader y después nuevamente al muchacho.
—¿Qué estás haciendo aquí, Jarre? —preguntó con severidad, frunciendo sus cejas, barba y bigotes.
Por un momento el chico pensó en mentir y para hacerlo más verosímil mezclar al bondadoso mercader en la versión falseada. Pero casi al instante desechó la idea, Dermis Cranmer, que había servido una vez en la guardia del ducado de Ellander, gozaba de la reputación de ser un enano difícil de engañar. Y no valía la pena probarlo.
—Quiero alistarme en el ejército.
Ya sabía cuál iba a ser su siguiente pregunta.
—¿Te ha dado permiso Nenneke?
No tuvo ni que responderle.
—Te fugaste. —Dennis Cranmer balanceó la barba—. Simplemente te has fugado del santuario. Y Nenneke y las sacerdotisas andarán allí tirándose de los pelos...
—Dejé una carta —refunfuñó Jarre—. Señor Cranmer, yo no podía... Yo tenía que... Uno no puede quedarse sentado sin hacer nada mientras en las fronteras el enemigo... En un momento de amenaza para la patria... Y además ella... Ciri... Madre Nenneke por nada quería dar su visto bueno, a pesar de que ella ya había mandado al ejército a tres cuartas partes de las muchachas del santuario, a mí no me lo permitió... Y yo no podía...
—Así que te fugaste. —El enano frunció severamente las cejas—, ¡Por mil demonios sacramentales! ¡Debería atarte a un palo y mandarte de vuelta a Ellander por estafeta de correos! ¡Ordenar que te encerraran bajo llave en una cueva hasta que las sacerdotisas vinieran a recogerte! Debería...
Resopló con ira.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste algo, Jarre? ¿Cuánto hace que no te has llevado al gaznate un plato de comida caliente?
—¿Caliente de verdad? Tres... No, hace cuatro días.
—Ven.
*****
—Come más despacio, hijo —le increpó Zoltan Chivay, uno de los camaradas de Dennis Cranmer—. No es sano engullir tan deprisa, sin masticar como es debido. ¿Adonde vas con tanta prisa? Créeme, nadie te va a quitar el puchero.
Jarre no estaba tan seguro de ello. En el salón principal del mesón La Escudilla del Greñudo se estaba celebrando precisamente un duelo de puñetazos. Dos enanos rechonchos y anchos como estufas se estaban zurrando a puño cerrado con tanto afán que hasta incluso retumbaban, entre el clamor de sus compañeros del Tercio de Voluntarios y el aplauso de las prostitutas del lugar. El suelo crujía, derribaban los muebles y la vajilla, y las gotas de sangre que se escapaban por sus narices destrozadas se esparcían alrededor como si fueran lluvia. Jarre sólo estaba esperando a que en algún momento alguno de los combatientes se abalanzara sobre su mesa reservada para los oficiales, tirando al suelo su plato de madera con los codillos de cerdo, la escudilla de guisantes hervidos y las jarras de barro. Engulló rápido un trozo de tocino que había mordido, dando por sentado que cualquier cosa tragada ya era suya.
—No he entendido casi nada, Dennis. —El otro enano, llamado Sheldon Skaggs, ni siquiera volvió la cabeza cuando uno de los púgiles por poco le golpea metiendo un gancho—. Si el mozo es un sacerdote, ¿de qué modo se va a alistar? La sangre de los sacerdotes no ha de ser derramada.
—Es un escolar del santuario, no un sacerdote.
—Nunca, joder, he podido entender a estos putos humanos supersticiosos. Mas no conviene burlarse de las creencias ajenas... Resulta, sin embargo, que aquí este mozalbete, a pesar de haber sido educado en el santuario, no está en contra del derramamiento de sangre. Especialmente la de Nilfgaard. ¿Qué, muchacho?
—Déjale comer en paz, Skaggs.
—De buena gana os responderé... —Jarre se tragó un bocado de carne y se metió en la boca un puñado de guisantes—. La cosa es así: se puede derramar sangre en una guerra justa. En defensa de causas superiores. Por eso me enrolé... La madre patria nos llama a...
—Vosotros mismos lo veis —Sheldon Skaggs pasó la mirada por sus compañeros—, cuán cierta es la afirmación de que los humanos son una raza próxima y afín a la nuestra, que procedemos de la misma cepa tanto ellos como nosotros. La mejor prueba de ello, ¡oh!, está sentada ante nosotros y se está zampando unos guisantes. En otras palabras: entre los jóvenes enanos hallaréis multum de los mismos tontos fanáticos.
—Especialmente tras la desgracia que padecimos en Mayenna —puntualizó fríamente Zoltan Chivay—. Después de una batalla perdida siempre aumenta el alistamiento de voluntarios. Cesará el arrebato en cuanto se extienda la noticia de que el ejército de Menno Coehoorn anda remontando el río Ina, dejando atrás tierra y agua.
—Sólo que ojalá el arrebato no empiece en el otro sentido —murmuró Cranmer—. No tengo yo lo que se dice confianza en los voluntarios. Resulta curioso que precisamente de cada dos desertores, uno sea voluntario.
—Cómo osáis... —Jarre por poco se atraganta—. Cómo podéis insinuar algo semejante, señor... Yo vengo aquí por motivos ideológicos... A una guerra justa y con razón... La madre patria...
Uno de los enanos que peleaba se había desplomado de un puñetazo, al muchacho le pareció que incluso se habían estremecido los cimientos del edificio, porque la nube de polvo de las rendijas del suelo que levantó llegaba hasta un brazo de altura. En esta ocasión, sin embargo, el derribado, en vez de reincorporarse de un salto y abalanzarse sobre el adversario, se quedó tendido en el suelo, moviendo torpe y descoordinadamente sus extremidades, de manera que más bien parecía un gigantesco escarabajo boca arriba. Dennis Cranmer se puso en pie.
—¡Asunto resuelto! —anunció con voz atronadora, mirando en derredor a toda la taberna—. El puesto de mando en la compañía, vacante tras la heroica muerte de Elkan Foster, caído en el campo del honor durante la batalla de Mayenna, lo va a ocupar... ¿Cómo te llamas, hijo, que se me ha olvidado?
—¡Blasco Grant! —El vencedor de la pelea decisoria escupió un diente al suelo.
—... lo ocupa Blasco Grant. ¿Hay todavía opiniones contrarias en lo tocante a los ascensos? ¿No hay? Está bien. ¡Tabernero! ¡Cervezas!
—¿De qué estábamos hablando?
—De la guerra justa. —Zoltan Chivay empezó a contar con los dedos—. De los voluntarios. De los desertores...
—¡Ah, eso! —le interrumpió Dennis—. Sabía que quería explicar algo y la cosa se refería a los voluntarios desertores y traidores. Acordaos del extinto cuerpo de Cintra al mando de Vissegerd. Y no van los muy hijos de puta y no cambian ni siquiera el estandarte. Lo sé por los condotieros de la Compañía Libre, de la bandera de Julia, la Dulce Casquivana. En Mayenna la bandera de Julia fue derrotada por los cintílanos. Iban a la vanguardia de la avanzadilla de Nilfgaard, bajo el mismo pendón con los leones...
—Los había llamado la madre patria —intervino lóbregamente Skaggs—. Y la emperatriz Cirilla.
—¡Chis, más bajo! —siseó Dennis.
—Cierto —dijo el cuarto enano, Yarpen Zigrin, que había permanecido en silencio hasta ese momento—. ¡Chitón! ¡Y más callado que el mismo silencio! Mas no por miedo a los espías, sino porque no se puede hablar de cosas sobre las que no se tie ni puta idea.
—Tú en cambio, Zigrin —sacó pecho Skaggs—, tienes idea, ¿no?
—Sí, ¿pasa algo? Y una cosa diré: nadie, ya sea Emhyr var Emreis, ya sean los magos rebeldes de Thanedd, ni incluso el mismo diablo, nadie conseguiría forzar a nada a esa muchacha. No conseguirán doblegarla. Lo sé. Porque la conozco. Toda esa historia del matrimonio con Emhyr no es más que una simple mentira. Un engaño con el que se han dejado embaucar los tontos más diversos... Otro es, os lo advierto, el destino de esa chiquilla. Completamente diferente.
—Hablas —gruño Skaggs— como si de verdad la conocieras, Zigrin.
—¡Déjalo! —le regañó de improviso Zoltan Chivay—. En eso del destino tiene razón. Yo también lo creo. Motivos tengo para ello.
—¡Bah! —replicó Sheldon Skaggs meneando la mano—. Para qué gastar saliva en vano. Chilla, Emhyr, el destino... Son cuestiones lejanas. Sin embargo, señores, más cerca nos pilla Menno Coehoorn y su grupo de ejércitos Centro.
—Ya—suspiró Zoltan Chivay—. Me parece a mí que no se nos va a escapar una gran batalla. Quizá la más grande que conocerá la historia.