—Así pues, por curiosidad —interrumpió Lucio clavando su mirada en Jarre a través del humo y las chispas—, ¿qué hace un novicio-chupatintas-librero-de-mierda como tú camino a Wyzima?
—Como vosotros —dijo el joven—, me voy al ejército.
—¿Y qué es...? —Los ojos de Lucio relucían, reflejando un brillo como los de un verdadero pez bajo la luz de una tea en la proa de un bote—. ¿Qué es lo que en el ejército anda buscando este docto novicio chupatintas? Porque, ¿no vas obligao a la recruta? ¿Eh? Y hasta el más tonto sabe que los santuarios exentos están de la leva. No tienen la obligación de aportar reclutas. Y hasta el más tonto sabe que cada juzgado sabe librar del servicio y reclamar para sí a su escribiente. ¿De qué se trata, pues, señor funcionario?
—Voy a alistarme como voluntario —declaró Jarre—. Me meto en esto yo solo, por voluntad propia, no por la recluta. En parte por motivos personales, pero principalmente por un sentimiento de deber patriótico.
El grupo estalló en una estruendosa, tronadora y polifónica carcajada.
—Habed cuidado, mozos —habló por fin Lucio—, cuántas contradicciones a veces en las personas hay. Dos naturalezas. Aquí habéis a un jovenzuelo, podría pensarse, instruido y versado, y por añadidura, de seguro que no sea tonto de nacimiento. Saber debieras qué es lo que de verdad en una guerra ocurre: alguien ataca a otro y al cabo lo mata. Y éste, como vosotros mismos habéis oído, sin exigencia alguna, por propia voluntad, por causa paterótica quiere unirse al bando que va perdiendo.
Nadie comentó nada. Jarre tampoco
—Esa obligación paterótica —siguió hablando Lucio—, de norma sólo propia de los enfermos mentales, puede que en fin sea adecuada para los educados en santuarios y tribunales. Mas aquí plática hubo de ciertos motivos personales. De sumo curioso ando por saber cuáles sean esos motivos personales.
—Son tan personales —le cortó Jarre— que no voy a hablar de ellos. Cuánto más que a vuesa merced tampoco os apremia hablar de vuestros propios motivos.
—Presta mucha atención a lo que te vaya a decir —dijo tras un momento de silencio Lucio—, si algún paleto me hubiera hablado así, le hubiera partido al punto la boca. Ya, pero si es un docto escribiente... A ése le perdono... Por esta vez. Y te respondo: yo también voy al ejército. Y también como voluntario.
—¿Cuán enfermo de la cabeza debe estar alguien como para unirse a los perdedores? —El propio Jarre se extrañó de dónde le había venido de repente tanta osadía—, ¿Desvalijando por el camino a los viajeros en los puentes?
—Él —prorrumpió entre carcajadas Melfi, adelantándose a Lucio— anda tol rato picao con nosotros por la celada del puentecillo. Va, Jarre, perdona, ¡pero si andábamos de guasa! ¡Una broma inocente! ¿Verdá, Lucio?
—Cierto. —Lucio bostezó y chasqueó con los dientes tan fuerte que incluso hubo eco—. Una broma inocente. Triste y sombría es la vida, lo mesmo que un becerro que llevan al matadero. Por eso sólo con bromas o estando de algazara puede uno alegrársela. ¿No opinas lo mismo, chupatintas?
—Sí. En principio.
—Eso está bien. —Lucio no apartaba de él sus brillantes ojos—, porque si no, menuda compaña pal viaje serías, y más te valdría entonces viajar solo hasta Wyzima. Y desde ya mismo.
Jarre calló. Lucio se estiró.
—Dije lo que tenía que decir. Así pues, muchachos, lo dejamos por hoy. Bromas hemos gastado, nos hemos solazado y hora es de reposar. Si al atardecer hemos de estar en Wyzima, habrá que ponerse en marcha en cuanto salga el solecito.
*****
La noche era muy fría. A pesar del cansancio Jarre no podía conciliar el sueño, envuelto como un ovillo bajo su capa, con las rodillas casi rozándole la barbilla. Cuando por fin se quedó dormido, durmió mal, porque le acometían sueños que le desvelaban sin cesar. No se acordaba de la gran mayoría, salvo de dos. En el primer sueño, un brujo que conocía, Geralt de Rivia, se encontraba bajo unos largos carámbanos que pendían de una roca, inmóvil, cubierto y sepultado muy deprisa por una fuerte ventisca de nieve. En el otro sueño aparecía Ciri sobre un caballo negro, agarrada a las crines galopaba por una avenida de deformes alisos que intentaban capturarla con sus retorcidas ramas.
¡Ah! Y justo antes del amanecer soñó con Triss Merigold. Después de su estancia en el santuario del año anterior, el chico había soñado varias veces con la hechicera. Aquellos sueños excitaban tanto a Jarre que acababa haciendo cosas por las cuales luego sentía mucha vergüenza.
Ahora, como es obvio, no le ocurrió nada vergonzoso. Como era normal para aquellas fechas, hacía demasiado frío.
Muy de mañana, de hecho casi no había salido el sol, los siete se pusieron en camino. Milton y Ograbek, los hijos de siervo de la leva campesina, añadían una nota de ánimo con una canción militar:
¡Adelante, valeroso guerrero!
Tu armadura retumbe como el trueno.
Huye, doncella, que besarte quiero.
¿Quién me lo impide? ¡Dame ese beso!
Que con mi vida la patria defiendo.
Lucio, Okultich, Klaproth y el tonelero que se había unido a ellos, Melfi, se contaban chistes y anécdotas, en su opinión extremadamente divertidos.
—...Y pregunta el nilfgaardiano: ¿qué es esto que tanto apesta? Y va el elfo y le dice: mierda. ¡Jaaa, ja, jaa, ja!
—¡Je, je, je, jeeeee!
—¡Ja, ja, ja, ja! ¿Y sabéis este otro? Van un nilfgaardiano, un elfo y un enano. Miran y pasa un ratón volando...
Cuanto más avanzaba el día, más viajeros se iban encontrando por el camino, carretas de campesinos, carruajes de alguaciles, pelotones del ejército que marchaban. Algunos carromatos estaban cargados de mercancías, tras éstos caminaba la banda de Lucio con la nariz prácticamente pegada al suelo, como un perro perdiguero, recogiendo cualquier cosa que se cayera: una zanahoria por aquí, una patatita por allá, un nabo, a veces incluso alguna cebolla. Parte del botín la guardaban con vistas a los momentos de penuria, la otra parte la devoraban con avidez, sin cesar de contar chistes.
—... Y el nilfgaardiano: ¡prrrrrrú! ¡Y se cagó hasta las orejas! ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja!
—¡Jaa, jaaa, jaa! Oh, dioses, no aguanto más... Se cagó... ¡Jaaaa, jaaa, ja!
—¡Je, jeeee, jeee!
Jarre estaba esperando cualquier ocasión o pretexto para separarse de ellos. No le gustaba Lucio ni le gustaba Okultich. Tampoco le gustaban las miradas que Lucio y Okultich echaban a los carromatos de los mercaderes que pasaban, a las carretas de los campesinos y a las mujeres y muchachas que iban sentadas sobre los carros. No le gustaba el tono burlón de Lucio cuando, sin venir a cuento, se ponía a hablar del para qué de su intención de alistarse como voluntario, en un momento en el que la derrota y la aniquilación total eran prácticamente seguras y evidentes.
Olía a tierra recién arada. A humo. En el valle, entre los regulares campos ajedrezados, las arboledas y los estanques que brillaban como espejitos, divisaron los tejados de unas casas. Hasta sus oídos llegaba a veces el lejano ladrido de algún perro, el mugido de un buey o el canto de un gallo.
—Se ve que ricas son estas aldeas —dijo Lucio ceceando y relamiéndose los labios—. Pequeñas, pero compuestas con primor.
—Aquí, en este valle —se apresuró a aclarar Okultich— viven y labran la tierra los medianos. En sus aldeas to es airoso y bien compuesto. Un pueblo hacendoso, de mujeres chicas.
—Putos no humanos —gargajeó Klaproth—. ¡No más que kobolds todos! Éstos aquí viviendo de perlas, y la gente de verdad pasando necesidad y miseria por su culpa. A éstos la guerra ni les aflige.
—Por el momento... —Lucio estiró la boca con una desagradable sonrisa—. Acordarsus, muchachos, de esta aldegüela. Esa linde entre abedules cabe el mismo bosque. Recordarlo todo bien. Si alguna vez me entran apetitos de volver por acá de visita, no quisiera extraviarme.
Jarre volvió la cabeza. Aparentó que no le había escuchado y que sólo miraba el camino delante de él.
Reemprendieron la marcha. Milton y Ograbek, los hijos de agricultor de la leva campesina, entonaron una nueva canción. Menos guerrera. Como si fuera un poco más pesimista. Como si pudiera ser, tras las alusiones anteriores de Lucio, tomada como señal de mal agüero.
Agora escuche la gente de la Muerte su
maldad. Ya anciano o mozo valiente, no
esquivarás su crueldad. Sin piedad, guadaña
letal, rebana la nuez al mortal.
—Éste —juzgó lúgubremente Okultich— debe tener plata. Que me ahorquen si no tiene plata.
El sujeto por el cual Okultich había hecho una apuesta tan fea era un mercader ambulante al que habían dado alcance, y que caminaba junto a un carromato de dos ruedas tirado por un asno.
—El dinero llama al dinero —dijo ceceando Lucio—, y el burrillo también vale algo. Avivar el paso, muchachos.
—Melfi —Jarre tiró de la manga al tonelero—, ¡abre los ojos! ¿No ves lo que se está tramando aquí?
—Pero si no más son bromas, Jarre. —Melfi le rechazó—. No más que una broma...
El carro del comerciante, de cerca se distinguía claramente, constituía al mismo tiempo el puesto de venta, el cual se podía ensamblar y tener montado en apenas unos instantes. Toda aquella construcción de la que tiraba el asno estaba recubierta de modo pintoresco por vivos e incisivos letreros, cuyos mensajes anunciaban la oferta del mercader: bálsamos y raíces de escabiosa medicinales, talismanes y amuletos protectores, elixires, filtros y cataplasmas mágicos, productos de limpieza, y además de esto, detectores de metales, metales nobles y trufas, así como también señuelos infalibles para peces, patos y doncellas.
El mercader, un hombre delgado y profundamente encorvado por el peso de los años, miró hacia atrás, los vio, echó una maldición y fustigó al asno. Pero el asno, como cualquier asno, ni a tiros iba más deprisa.
—Apresurémonos en darle alcance —intervino de repente Okultich—, y hallaremos de seguro en ese carrito alguna cosilla...
—¡Venga, muchachos! —ordenó Lucio—. ¡Zas! ¡Zas! Acabemos con este trabajito antes de que más testigos aborden el camino.
Jarre, sin cansarse él mismo de admirar su propio coraje, con unos cuantos pasos rápidos se adelantó a la banda y, dándose la vuelta, se interpuso entre el mercader y ellos.
—¡No! —pronunció con dificultad, como si le estuvieran apretando la garganta—. ¡No lo permitiré...!
Lucio entreabrió despacio su capote, mostrando a la vista una daga que llevaba metida en la cintura, ciertamente afilada como una cuchilla.
—¡Vamos, aparta, chupatintas! —ceceó con odio—. Si en algo estimas el gaznate. Pensé que aventuras buscabas con nuestra compaña, mas no, veo que tu santuario ha hecho de ti un simple mojigato, tanto que apestas demasiado a incienso bendecido. Échate fuera ahora mesmo del camino, porque de lo contrario...
—¿Qué está pasando aquí? ¿Eh?
Desde detrás de los rechonchos y frondosos sauces que flanqueaban el camino, el elemento más frecuente del paisaje del valle del río Ismena, surgieron dos extravagantes personajes.
Los dos caballeros lucían unos bigotes encerados y retorcidos en punta hacia arriba, coloridos pantalones bombachos guarnecidos con bullones, caftanes con cuello de pico adornados con cintas, y unas enormes y blandas boinas de terciopelo decoradas con un mechón de plumas. Además de los alfanjes y puñales que colgaban de sus anchos cinturones, ambos hombres portaban sobre sus espaldas un montante de casi un metro y medio de longitud, con una empuñadura un codo de larga y grandes gavilanes curvados. Los lansquenetes, dando un salto, se terminaron de abrochar los pantalones. A pesar de que ninguno hizo ademán de querer empuñar sus temibles mandobles, tanto Lucio como Okultich se volvieron dóciles al instante y el enorme Klaproth se desinfló como la vejiga de un cerdo llena de aire.
—Na... Nosotros... Aquí... —ceceó Lucio—. Na malo...
—¡No más bromas! —gruñó Melfi.
—Nadie ha recibido perjuicio —habló inesperadamente el encorvado mercader—. ¡Nadie!
—Nosotros —intervino rápidamente Jarre— nos encaminamos hacia Wyzima a alistarnos en el ejército. ¿Tal vez vuesas mercedes también se dirijan hacia allá, mis señores soldados?
—Cierto —replicó un lansquenete, cayendo al instante en la cuenta de qué iba la cosa—.También a Wyzima vamos. A quien le plazca puede venir con nosotros. Será más seguro.
—Más seguro, cierto —añadió significativamente el otro, midiendo a Lucio con una amplia mirada—. Es más, añadir conviene que hemos visto por aquí no ha mucho, en los alrededores de la bailía de Wyzima, a una patrulla a caballo. Mucho gustan ellos de colgar los pellejos, miserable destino de los salteadores, que les delata incluso su jeta.
—Y en extremo justo. —Lucio recuperó su aplomo y sonrió mostrando su dentadura mellada—. En extremo justo, vuesas mercedes, que contra los granujas haya ley y castigo, se trata de un orden necesario. Pongámonos, pues, en camino hacia Wyzima, al ejército, que nos llama el deber paterótico.
El lansquenete le miró prolongadamente y más bien con desdén. Se encogió de hombros, se colocó el montante sobre la espalda e inició la marcha por el camino. Tanto su compañero como Jarre y también el mercader con su asno y el carro se pusieron en movimiento siguiéndole, y por detrás, a una corta distancia, venía arrastrando los pies la chusma de Lucio.
—Os lo agradezco, señores soldados —dijo al cabo de un rato el mercader, metiéndole prisa al asno con la vara—. Y gracias a ti también, mi joven señor.
—No hay de qué —respondió agitando la mano el lansquenete—. Lo de costumbre.
—A muy diversas gentes reclutan para la milicia —afirmó su compañero mirando hacia atrás por encima del hombro—. Llega a una aldea o a una villa la orden de leva, de movilizar a un hombre por cada diez campos. A menudo lo primero que hacen es valerse de la ocasión para deshacerse de los truhanes, lo cual peor resulta, dado que después los caminos quedan llenos de salteadores. ¡Oh!, como ésos de ahí atrás. Mas en un santiamén, los soldados son adiestrados y aprenden a obedecer a palo limpio, a los más bellacos incúlcaseles disciplina militar cuando una y otra vez reciben como castigo pasar corriendo por un pasillo de garrotazos: el túnel de golpes...
—Yo —se apresuró a aclarar Jarre— voy a alistarme como voluntario, no forzoso.
—Lo cual se elogia, se elogia. —El lansquenete miró hacia él y retorció la puntita encerada de su bigote—. Mas veo que tú no de la misma calaña eres que aquellos otros. ¿Por qué con ellos formas sociedad?