Los libros rodaban con un susurro, el fuerte olor a polvo viejo taladraba la nariz. Fringilla gritó. El brujo no lo oyó, porque apoyó los muslos en sus orejas. Arrojó de sí la
Historia de las guerras
y el
Almacén de todas las ciencias necesarias para la vida
, que le estaban molestando. Peleando lleno de impaciencia con los botoncillos y ganchos de la parte superior del vestido, se movió del sur al norte, leyendo sin quererlo los títulos en las cubiertas, lomos, frontispicios y primeras páginas. Bajo el talle de Fringilla:
El perfecto agricultor.
Bajo sus axilas, no lejos de un pequeño, hermoso y arrogantemente firme pecho:
De los alcaldes inútiles y porfiados
. Bajo el codo:
Economía o simple descripción de cómo se forja, dispensa y aprovecha la riqueza
.
Notas sobre la inexcusable muerte
, leyó, con los labios ya en el cuello de ella y las manos en la cercanía de
Los alcaldes...
Fringilla expulsaba unos sonidos difíciles de clasificar: no eran gritos, ni gemidos, ni suspiros.
Las estanterías temblaban, los montoncillos de libros se sacudían y caían, acumulándose como si fueran piedras durante un violento terremoto. Fringilla gritó. Un mirlo blanco cayó con un estampido de una de las estanterías, se trataba de una primera edición de
De larvis scenicis et figuris comicis
, detrás de él cayó el
Compendio de órdenes generales para la caballería
, arrastrando consigo la
Heráldica
de Jan de Attre, adornada con hermosos grabados. El brujo gimió, derribando nuevos tomos con una patada al estirar la pierna. Fringilla lanzó de nuevo un grito, fuerte y agudo, golpeó con el tacón las
Reflexiones o meditaciones para todos los días del año
, una interesante obra anónima que, sin saber cómo, apareció sobre la espalda de Geralt. Geralt tembló y leyó por encima del hombro de ella, enterándose lo quisiera o no de que las
Notas...
las había escrito el doctor Albertus Rivus, las había editado la Academia Cintrensis y las había impreso el maestro tipógrafo Johann Froben Júnior, en el segundo año del reinado de SM el rey Corbett. Continuó un silencio roto sólo por el susurro de los libros que se desplazaban y las páginas al darse la vuelta.
¿Qué hacer, pensó Fringilla, tocando con un perezoso movimiento de la mano el costado de Geralt y el duro pico de las
Reflexiones sobre la naturaleza de las cosas.
¿Proponerlo? ¿O esperar a que él lo proponga? Pero que no me tenga por frívola y desvergonzada...
¿Pero qué pasará entonces si no lo propone?
—Ven y vamos a buscar alguna cama —propuso el brujo con voz un poco ronca—. No se debe tratar así a los libros.
*****
Encontramos entonces una cama, pensó Geralt, poniendo a Sardinilla al galope por el paseo del parque. Encontramos una cama en sus habitaciones, en su alcoba. Hicimos el amor como locos, ávidamente, vorazmente, codiciosamente, como después de años de celibato, como para acumular, como si hubiéramos de volver de nuevo al celibato. Nos dijimos muchas cosas. Nos dijimos el uno al otro verdades muy triviales. Nos dijimos el uno al otro mentiras muy hermosas. Pero esas mentiras, aunque eran mentiras, no estaban pensadas para engañar.
Con un fuerte galope dirigió a Sardinilla directamente hacia un macizo dé rosas cubierto por la nieve y obligó a la yegua a saltar.
Hicimos el amor. Y hablamos. Y nuestras mentiras fueron cada vez más hermosas. Y cada vez más falsas.
Dos meses. Desde octubre a Yule.
Dos meses de amor rabioso, ávido, violento.
Las herraduras de Sardinilla golpearon las losas del patio del castillo de Beauclair. Atravesó los pasillos rápida y silenciosamente. Nadie le vio y nadie le oyó. Ni los soldados con sus alabardas, que mataban el aburrimiento de la guardia a base de pláticas y cotilleos, ni los lacayos y pajes que dormitaban. No temblaron siquiera las llamas de las velas cuando pasó al lado de los candelabros.
Se hallaba cerca de la cocina del palacio. Pero no entró en ella, no se unió al grupo, que estaba dentro dando cuenta de un barrilete y una fritanga. Se quedó en la oscuridad, escuchó.
Estaba hablando Angouléme.
—Esta ciudad está hechizada, joder, toíto Toussaint. No sé qué hechizo hay en to el valle éste. Y sobre to en este palacio. Me asombraba el Jaskier, me asombraba el brujo, pero ahora a mí misma como que se me hace una nube y me aprieta pabajo... Puf, me pillé a mí misma... Ah, qué sos voy a contar. Sos digo, vámonos de aquí. Vámonos de aquí cuanto antes.
—Suéltaselo a Geralt —dijo Milva—. Suéltaselo a él.
—Sí, habla con él —dijo Cahir con bastante sarcasmo—. En uno de esos cortos instantes en que se le pueda pillar. Entre la cama de la hechicera y la caza de monstruos. Entre una de las dos tareas que realiza desde hace dos meses para olvidar.
—A ti mismo —bufó Angouléme— sólo se te puede pillar en el parque, ande juegas al escondite con las señoras baronesas. Eh, no hay por qué, los andurriales éstos están hechizados, to este Toussaint. Regis por las noches se esfuma, la tiíta tiene su barón aviruelado...
—¡A cerrar el pico, jodia mocosa! ¡Y no me trates de tía!
—¡Venga, venga! —Regis se interpuso, conciliador—. Muchachas, haya paz. Milva, Angouléme. Haya concordia. La concordia edifica, la discordia arruina. Como suele decir su señoría la condesa de Jaskier, señora de este país, palacio, pan, manteca y pepinillos. ¿A quién le sirvo vino?
Milva lanzó un pesado suspiro.
—¡Llevamos ya demasiado aquí! Demasiado, os digo, sentados en la mierda. Nos vamos a atontolinar con ello.
—Bien dicho —dijo Cahir—. Muy bien dicho.
Geralt retrocedió con cuidado. Sin ruido. Como un murciélago. Atravesó los pasillos rápida y silenciosamente. Nadie le vio ni le oyó. Ni los soldados, ni los lacayos, ni los pajes. Ni siquiera temblaron las llamas de las velas cuando pasó junto a los candelabros. Las ratas le oyeron, alzaron sus morrillos bigotudos, se pusieron de patas. Pero no se espantaron. Le conocían.
Pasaba por allí a menudo.
En la alcoba olía a hechizos y encantamientos, a ámbar, a rosas y a mujer durmiendo. Pero Fringilla no dormía.
Él se sentó en la cama, retiró la colcha, la vista le hechizaba y le hacía perder el control.
—Por fin has llegado —dijo ella, estirándose—. Desnúdate y ven aquí deprisa. Muy, pero que muy deprisa.
*****
Ella atravesó los pasillos rápida y silenciosamente. Nadie la vio ni la escuchó. Ni los soldados, que cotilleaban perezosamente en el cuerpo de guardia, ni los adormilados lacayos, ni los pajes. No temblaron ni siquiera las llamas de las velas cuando pasó junto a los candelabros. Las ratas la oyeron, alzaron sus hociquillos bigotudos, se pusieron de patas, la siguieron con sus negros ojos redondos. No se espantaron. La conocían. Pasaba por allí a menudo.
Había en el palacio de Beauclair un corredor, y al final de él una habitación de cuya existencia nadie sabía. Ni la actual señora del castillo, la condesa Anarietta, ni la primera dama del castillo, su tatatarabuela, la condesa Ademaría. Ni el famoso Pedro Faramond, el arquitecto que reformó de cabo a rabo el edificio, ni los maestros albañiles que trabajaron según el proyecto de Faramond. Bah, ni siquiera sabía de la existencia del corredor y la habitación el propio chambelán Le Goff, del que se pensaba que sabía todo sobre Beauclair.
El corredor y la habitación, enmascarados por una potente ilusión, sólo eran conocidos por los primigenios constructores del palacio, los elfos. Y luego, cuando ya no hubo elfos, y Toussaint se convirtió en condado, por un pequeño grupo de hechiceros ligados a la casa condal. Entre ellos Artorius Vigo, maestro de los arcanos mágicos, gran experto en ilusiones. Y su joven sobrina Fringilla, que poseía un talento especial para las ilusiones. Habiendo recorrido rápida y silenciosamente los pasillos del palacio de Beauclair, Fringilla Vigo se detuvo ante un fragmento de muro entre dos columnas adornadas con hojas de acanto. Un hechizo pronunciado en voz baja y un gesto rápido hicieron que la pared —que era una ilusión— desapareciera, desvelando un corredor en apariencia ciego. Sin embargo, al final del corredor había una puerta escondida por una ilusión. Y detrás de la tal puerta una oscura habitación.
Al entrar, sin perder tiempo, Fringilla puso en marcha el telecomunicador. El espejo oval se enturbió y luego brilló, iluminando la estancia, extrayendo de la oscuridad los gobelinos antiquísimos, pesados por el polvo, que cubrían las paredes. En el espejo apareció una sala enorme, hundida en un sutil chiaroscuro, una mesa redonda y unas mujeres sentadas a ella. Nueve mujeres.
—Os escuchamos, señora Vigo —dijo Filippa Eilhart—. ¿Algo nuevo?
—Por desgracia nada —respondió Fringilla, carraspeando—. Desde la última telecomunicación, nada. Ni un intento de escaneo.
—Mala cosa —dijo Filippa—. No oculto que contaba con que descubriríais algo. Por favor, decidnos... ¿se ha calmado ya el brujo? ¿Conseguiréis retenerlo en Toussaint al menos hasta mayo?
Fringilla Vigo guardó silencio durante un momento. No tenía la más mínima intención de contarle a la logia que sólo durante la última semana el brujo la había llamado por dos veces Yennefer, y ello, en momentos en los que ella había tenido todo el derecho a esperar que usara su propio nombre. Pero por su parte la logia tenía también derecho a esperar la verdad. La sinceridad. Y unas conclusiones útiles.
—No —dijo por fin—. Hasta mayo creo que no. Pero haré todo lo que esté en mi poder para retenerlo el mayor tiempo posible.
Era Korred, engendro de la numerosa familia de los estrigiformes (vid.), con arreglo a las regiones igualmente llamado korrigan, rutterkin, rumpelshtils, retortijo o mesmer. No más algo se puede decir dellos: que no se puede ser peor. Tan diablesco es él y bandido y seboso, tan hijo de perra, que ni del su aspecto ni de las sus costumbres habremos de escribir, puesto que en verdad os digo: apena perder el tiempo en tal hijo de una puta.
Physiologus
*****
Por la sala de las columnas del castillo de Montecalvo se extendía un olor que era una mezcla del perfume de la madera de los antiguos recubrimientos, de las velas que se deshacían, de diez clases distintas de perfume. Diez mezclas de perfume especialmente elegidas usadas por las diez mujeres que estaban sentadas a la mesa redonda de roble en unos sillones con los brazos labrados en forma de cabeza de esfinge. Frente a ella, Fringilla Vigo veía a Triss Merigold, que llevaba un vestido azul celeste sujeto muy por debajo del cuello. Junto a Triss, manteniéndose en la sombra, estaba sentada Keira Metz. Sus enormes pendientes con citrinos de múltiples facetas rebrillaban de vez en cuando con miles de reflejos, atrapando la vista.
—Continuad, por favor, señora Vigo —le apremió Filippa Eilhart—. Tenemos ganas de conocer el final de la historia. Y hacedlo a prestos pasos.
Filippa —excepcionalmente— no llevaba joya alguna a no ser por un enorme camafeo de sardónice sujeto a su vestido bermellón. Fringilla ya había oído el rumor, sabía quién le había regalado el camafeo y qué silueta era la que representaba. Sheala de Tancarville, que estaba sentada al lado de Filippa, iba vestida de negro, con los leves toques de los brillantes. Margarita Laux-Antille llevaba sobre atlas de color granate un grueso collar de oro sin piedras, mientras que Sabrina Glevissig, por su parte, llevaba en el collar, los pendientes y los anillos sus queridos ónices, que iban a juego con el color de sus ojos y de su vestimenta.
Las que más cerca estaban sentadas de Fringilla eran las dos elfas, Francesca Findabair e Ida Emean aep Sivney. La Margarita de Dolin tenía como siempre aspecto de reina, aunque ni su peinado ni su vestido color carmín imponían hoy excepcionalmente por su lujo, mientras que en la pequeña diadema y en el collar lanzaban rojos destellos no los rubíes, sino modestos aunque exquisitos granates. Ida Emean, por su parte, iba vestida con muselinas y tules de tonos "otoñales, telas tan delicadas y ligeras que incluso con la apenas perceptible corriente producida por el movimiento del aire impulsado por la calefacción central se movían y agitaban como anémonas.
Assire var Anahid, como de costumbre últimamente, despertaba el asombro con su modesta pero distinguida elegancia. En el escote no demasiado grande de un ajustado vestido verde oscuro, la hechicera nilfgaardiana llevaba una cadena de oro y un único cabosón de esmeralda en un marco de oro. Sus bien cuidadas uñas, pintadas con esmalte de un color verde muy oscuro, le añadían a la composición el sabor de la verdadera extravagancia hechiceril.
—Estamos esperando, señora Vigo —recordó Sheala de Tancar-ville—. El tiempo corre. Fringilla carraspeó.
—Llegó diciembre —continuó con la narración—. Llegó Yule, luego Año Nuevo. El brujo se había tranquilizado ya hasta el punto de que el nombre de Ciri no aparecía ya en cada conversación. Las excursiones en busca de monstruos que realizaba regularmente daban la impresión dé absorberlo del todo. Bueno, puede ser que no del todo...
Dejó que se extinguiera su voz. Le pareció que en los ojos azulados de Triss Merigold aparecía un brillo de odio. Pero podía tratarse sólo del reflejo de las crepitantes llamas de las velas. Filippa bufó, jugueteando con su camafeo.
—Sin tanta modestia, por favor, señora Vigo. Estamos en nuestro círculo. En un círculo de mujeres que saben para qué, aparte de para el placer, sirve el sexo. Todas lo usamos como herramienta cuando hace falta. Continuad, por favor.
—Incluso si durante el día guardaba las apariencias de ser reservado, altivo y orgulloso —continuó Fringilla—, por las noches estaba por completo en mi poder. Me lo contaba todo. Rendía un homenaje a mi feminidad que, para su edad, hay que reconocerlo, resultaba hasta generoso. Y luego se dormía. En mis brazos, con los labios en mis pechos. Buscando un sustituto del amor materno que nunca había hallado.
Esta vez, estaba segura, no había sido el reflejo de la luz de las velas. Pues estupendo, pensó, envidiadme. Envidiadme. Hay razón para ello.
—Estaba —repitió— por completo en mi poder.
*****
—Vuelve a la cama, Geralt. ¡Pero si todavía está gris del copón!
—Tengo una cita. Tenemos que ir a Pomerol.
—No quiero que vayas a Pomerol.
—He quedado. He dado mi palabra. El apoderado de la bodega me esperará a la puerta.