Gren nunca la había oído hablar así. Se quedó mirándola sin saber qué responder, hasta que la irritación lo ayudó.
—Me odias, Yattmur —dijo—. De lo contrario no hablarías de ese modo. ¿Te he hecho algún daño, yo? ¿Acaso no te protejo, no te amo? Sabemos que los guatapanzas son estúpidos, y nosotros somos diferentes, así que no podemos ser estúpidos. Dices esas cosas para herirme.
Yattmur ignoró estos despropósitos. Dijo sombríamente, como si él no hubiera hablado: —Ahora cabalgamos en esta zancuda, pero no sabemos a dónde va. Confundimos los deseos de ella con los nuestros.
—Está yendo al continente, eso es claro —le dijo Gren, furioso.
—¿Sí? ¿Por qué no miras un poco alrededor?
Señaló con la mano y Gren miró.
El continente estaba a la vista. Al principio iban hacia él. Pero luego la zancuda había entrado en una corriente por la que ahora avanzaba, en una línea paralela a la costa. Enfurecido, Gren continuó mirando durante un largo rato, hasta que ya no pudo dudar de lo que estaba sucediendo.
—¡Estás contenta! —dijo entre dientes.
Yattmur no respondió. Se inclinó por encima del reborde y metió la mano en el agua, pero la retiró con rapidez. Una corriente cálida los había arrastrado a la isla. Esta, por la que ahora avanzaba la zancuda, era en cambio de aguas frías, y la planta los llevaba al origen de la corriente. Algo de ese frío le llegó a Yattmur al corazón.
Las aguas glaciales fluían arrastrando el témpano de hielo. La zancuda continuaba avanzando sin pausa a lo largo de la corriente. En cierto momento, la cápsula se sumergió en parte y los cinco pasajeros se empaparon; pero aun entonces la marcha de la zancuda no cambió.
No iba sola. Otras zancudas llegaban de otras islas cercanas a la costa, y todas marchaban en la misma dirección. Había llegado para ellas la época migratoria, cuando partían en busca de sementeras desconocidas. Algunas caían, derribadas y aplastadas por los témpanos; otras continuaban.
De cuando en cuando, en aquella percha que tenía algo de balsa, se unían a los humanos algunas zarparrastras, parecidas a las que vieran en la isla. Grises de frío, aquellas manos tuberosas se izaban desde el agua, buscando, a tientas un sitio abrigado, escurriéndose furtivamente de un rincón a otro. Una se subió al hombro de Gren, quien con un movimiento de asco la arrojó lejos al mar.
Los guatapanzas se quejaban poco de esos visitantes fríos que les trepaban por el cuerpo. Cuando Gren comprendió que no llegarían a tierra tan pronto como pensaba, les había racionado la comida, y todos estaban ahora callados y apáticos. El frío no mejoraba la situación. El sol parecía a punto de hundirse en el mar y un viento helado soplaba casi de continuo. En una ocasión, un diluvio de granizo cayó desde un cielo negro, y poco faltó para que los despellejara pues los sorprendió a todos descuidados.
Hasta a los menos imaginativos tenía que parecerles que estaban viajando hacia la nada. Los frecuentes bancos de niebla que flotaban en torno favorecían esa impresión; y cuando las nieblas se levantaban veían allá adelante, en el horizonte, una línea de obscuridad que amenazaba y amenazaba y no se disipaba nunca. Pero llegó por fin el momento en que la zancuda cambió de rumbo.
Acurrucados muy juntos en el centro de la cápsula, Gren y Yattmur fueron despertados por el parloteo de los tres guatapanzas.
—¡La acuosa humedad del mundo acuoso nos deja fríos a nosotros los guatapanzas llevados por largas piernas chorreantes! ¡Cantamos grandes gritos de alegría, porque o nos secamos o morimos! Nada es tan precioso como ser un pequeño guatapanza seco y caliente, y el mundo seco y caliente viene ahora hacia nosotros.
Fastidiado, Gren abrió los ojos buscando la causa de toda aquella excitación.
Y en verdad, las patas de la zancuda eran de nuevo visibles. Se había desviado de la corriente fría y ahora vadeaba el agua hacia la costa, sin alterar ni un momento el ritmo de la marcha. La costa, cubierta de una selva espesa, estaba acercándose.
—¡Yattmur! ¡Estamos salvados! ¡Al fin vamos a llegar a tierra! —Era la primera vez que Gren le hablaba desde hacía mucho tiempo.
Yattmur se puso de pie. Los guatapanzas se pusieron de pie. Los cinco, por una vez unidos, se abrazaron con alivio. Belleza revoloteaba en las alturas gritando: —¡Recordad la Liga de Resistencia Muda en el 45! ¡Reclamad vuestros derechos! No escuchéis lo que dice el otro bando… son puras mentiras, propaganda. ¡No os dejéis atrapar entre la burocracia de Delhi y las burdas intrigas de los comunistas! ¡Vetad la Mano de Obra Simia!.
—¡Pronto seremos buenos chicos secos! —gritaban los guatapanzas.
—Encenderemos un fuego cuando lleguemos —dijo Gren.
Yattmur se alegró al verlo de mejor talante, pero un recelo repentino la llevó a preguntar:
—¿Cómo haremos para bajar allí?
Gren le clavó una mirada de cólera, la cólera de tener que admitir que el optimismo era infundado. Al notar que él tardaba en contestarle, Yattmur supuso que estaría consultando al hongo.
—La zancuda va en busca de un sitio donde depositar sus semillas —dijo Gren por último—. Cuando lo encuentre, se hundirá en la tierra. Entonces nosotros saltaremos. No necesitas preocuparte; yo estoy al mando.
Yattmur no comprendía la dureza del tono.
—Pero es que tú no estás al mando, Gren. Esta criatura va a donde quiere y nosotros estamos a merced de ella. Eso es lo que me preocupa.
—Te preocupas porque eres estúpida —dijo él.
Aunque herida, Yattmur decidió encontrar algún consuelo en aquellas circunstancias.
—Todos tendremos menos preocupaciones cuando lleguemos a tierra —dijo—. Tal vez entonces me trates un poco mejor.
La costa, sin embargo, no parecía extenderles una invitación excesivamente cordial. Mientras la contemplaban esperanzados, una pareja de grandes aves negras se elevó desde la selva. Desplegando las alas, se elevaron, volaron en círculo, y luego se dejaron caer pesadamente hacia la zancuda.
—¡Cuerpo a tierra! —gritó Gren, esgrimiendo el cuchillo.
—¡Boicotead todos los productos de manufactura chimpancé! —clamó Belleza—. ¡Vetad en vuestra fábrica la Mano de Obra Simia! ¡Apoyad el plan AntiTripartito de Imbroglio!
La zancuda vadeaba ahora las aguas poco profundas de la costa.
Con un ruido atronador y esparciendo una vaharada de olor a podredumbre, las alas negras, veloces como el relámpago, volaron por encima de la zancuda. Un instante después, Belleza, arrebatada de una órbita plácida, era llevada por garras poderosas rumbo a la costa. Mientras se alejaba resonó el grito patético: —¡Luchad hoy para salvar el futuro! ¡Salvad el mundo para la democracia!
La zancuda ya ganaba la orilla; el agua le chorreaba por las pantorrillas esbeltas. Otras cuatro o cinco de su especie llegaban con ella, o estaban a punto de llegar. La vivacidad de los movimientos, como si las animara en verdad un propósito humano, contrastaba con la lobreguez de los alrededores. Aquella sensación de vida fecunda y palpitante que impregnaba la tierra natal de Gren y Yattmur, faltaba aquí por completo. De aquel mundo de invernáculo, no quedaba nada más que una sombra. Con el sol flotando sobre el horizonte como un ojo sanguinolento violado sobre una piedra, una luz crepuscular lo invadía todo. Arriba en el cielo, crecía la obscuridad.
La vida marina parecía haberse extinguido. No había algas monstruosas que festonearan la orilla, ni peces que encresparan las lagunas entre las rocas. La estremecedora serenidad del océano parecía acrecentar todavía más esta desolación; las zancudas, por instinto, habían elegido para emigrar una estación sin tempestades.
En la tierra había una quietud semejante. La selva crecía aún, pero era una selva adormecida por la penumbra y el frío, una selva que sólo vivía a medias, ahogada entre los azules y los grises del crepúsculo eterno. Mientras avanzaban esquivando los troncos achaparrados, los humanos veían el moho que moteaba las hojas. Sólo en un momento creyeron vislumbrar una pincelada de un amarillo brillante. En seguida una voz les gritó: —¡Votad hoy por el HRS, el camino de la democracia! —El mecanismo yacía como un juguete roto en el lugar en que los pájaros lo habían abandonado; un ala todavía asomaba entre las copas. Siguió gritando, donde ya no podían verla, mientras se alejaban tierra adentro.
—¿Cuándo nos detendremos? —preguntó Yattmur.
Gren no respondió; ni ella había esperado otra cosa. Tenía el rostro frío e inmóvil; ni siquiera la miró. Yattmur se clavó las uñas en las palmas para dominarse; sabía que la culpa no era de él.
Escogiendo con cautela el camino, las zancudas se desplazaban por el suelo de la selva; las hojas les rozaban las piernas y de tanto en tanto les sacudían los cuerpos. Marchaban siempre de espaldas al sol, dejándolo atrás, oculto bajo el follaje tumultuoso y áspero. Marchaban siempre hacia la obscuridad que señalaba el fin del mundo de la luz. En una ocasión, una bandada de aveveges se elevó de entre las copas de los árboles, batiendo las alas al sol; pero las zancudas no flaqueaban.
Aunque fascinados por lo que veían, y cada vez más temerosos, se resignaron al fin a comer otra parte de las raciones. Por último, también tuvieron que echarse a dormir, amontonados en el centro de la cápsula. Y Gren aún no había hablado.
Durmieron, y cuando despertaron, volviendo de mala gana a una vigilia que ahora asociaban con el frío, el paisaje había cambiado; pero no por cierto para mejor.
La zancuda iba cruzando un valle poco profundo. Abajo se extendía la obscuridad, aunque un rayo de sol iluminaba el cuerpo vegetal que los transportaba. La vegetación agreste cubría aún el suelo, una vegetación contrahecha que hacía pensar en un ciego reciente, que avanza vacilante con los brazos y los dedos extendidos, y el miedo pintado en la cara. Excepto una que otra hoja aquí y allá, las ramas estaban desnudas y se retorcían en formas grotescas mientras el árbol solitario que a lo largo de los siglos se había convertido en toda una selva luchaba por crecer allí, donde nunca había tenido la intención de crecer.
Los tres guatapanzas temblaban de miedo. No miraban para abajo sino hacia adelante.
—¡Oh panzas y colas! Aquí viene el lugar que devora la noche para siempre. ¿Por qué no habremos muerto hace mucho tiempo tristes y felices, cuando estábamos juntos y sudar juntos era jugoso y bueno hace mucho tiempo?
—¡Silencio vosotros, los tres! —les gritó Gren, blandiendo el palo. El valle le devolvió la voz en ecos cavernosos y confusos.
—Oh grande y pequeño pastor sin cola, tendrías que haber sido bondadoso y matarnos con matanza larga y cruel cuando aún podíamos sudar, en los tiempos en que todavía crecíamos con colas largas y felices. Ahora viene hacia aquí el negro fin del mundo para morder a los sin colas. ¡Ay la alegre luz del sol, ay pobres de nosotros!
Gren no consiguió acallar la letanía de lamentos. Allá adelante, amontonada como estratos de pizarra, se extendía la obscuridad.
Una pequeña colina se alzaba acrecentando aquella negrura moteada. Se erguía resuelta ante ellos, soportando el peso de la noche sobre los hombros quebrados. En los niveles superiores, donde el sol la alcanzaba, tenía una pincelada de oro, el último color de desafío en ese mundo. Del otro lado, sólo había obscuridad. Ya iban subiendo las primeras pendientes. La zancuda se afanaba trepando hacia la luz. En distintos sitios del valle podían verse cinco zancudas más, una muy próxima, las otras cuatro casi perdidas en las tinieblas.
La zancuda trepaba con dificultad. Pero trepaba, trepaba hacia la luz del sol, sin detenerse.
Hasta en el valle de las sombras había penetrado la selva. En una lucha desesperada se había abierto paso en la obscuridad, para poder lanzar una postrera ola de verdor sobre la última franja de tierra iluminada. Allí, sobre aquellas laderas que miraban hacia el inmóvil sol poniente, proyectaba las ramas mohosas para que crecieran exuberantes, como desde hacía tiempo en otros sitios.
—Tal vez la zancuda se detenga aquí —dijo Yattmur—. ¿Te parece que lo hará, Gren?
—No lo sé. ¿Por qué he de saberlo?
—Tiene que detenerse aquí. ¿Hasta cuándo seguirá andando?
—No lo sé, te digo. No lo sé.
—¿Y tu morilla?
—Tampoco lo sabe. Déjame en paz. Espera a ver qué ocurre.
Hasta los guatapanzas estaban silenciosos; con temor y también con esperanza contemplaban el fantástico escenario.
Sin dar muestras de que fuera a detenerse, la zancuda continuó trepando, jadeando cuesta arriba. Las largas piernas buscaban un camino seguro entre el follaje, y los humanos comprendieron al fin que si en verdad iba a parar en algún sitio no sería allí en aquel último bastión de luz y calor. Ya estaban en la cresta de la colina y aún no se detenía la zancuda, aquel autómata vegetal al que de pronto habían empezado a aborrecer.
—¡Voy a saltar! —gritó Gren, levantándose.
Yattmur alcanzó a verle una mirada salvaje y se preguntó si sería él quien había hablado, o la morilla, y le abrazó los muslos, diciéndole a gritos que se mataría si saltaba. Gren alzó el palo y se contuvo: la zancuda, sin detenerse, empezaba a descender por la ladera obscura de la colina.
El sol brilló sobre ellos apenas un momento. Lo último que vieron fue un mundo tocado con oro en el aire inmóvil, un suelo de follaje negro y otra zancuda que asomaba por la izquierda. De repente, la colina alzó el hombro, y la zancuda se lanzó traqueteando cuesta abajo, hacia el mundo de la noche. Todos gritaron, con una sola voz, una voz que resonó en tierras invisibles y se perdió a lo lejos.
Para Yattmur sólo cabía una interpretación: habían salido del mundo e iban hacia la muerte.
Aturdida, hundió la cara en el flanco mullido y peludo del guatapanza más cercano, hasta que el traqueteo continuado y regular de la zancuda la convenció de que no se había alejado por completo de las cosas reales.
Gren dijo, a medida que recibía el mensaje que le transmitía la morilla:
—Este mundo está enclavado aquí, una mitad siempre mira al sol… ahora vamos hacia el lado de la noche, y cruzamos la línea de sombra… hacia la obscuridad perpetua…
Los dientes le castañeteaban. Yattmur se estrechó contra él y por primera vez abrió los ojos, tratando de verle la cara.
La vio flotar en la obscuridad, una cara espectral que sin embargo la reconfortó. Gren la abrazó, y así permanecieron, acurrucados, mejilla contra mejilla. Al calor de los brazos de Gren, Yattmur se reanimó lo suficiente como para echar una mirada furtiva en tomo.