—¿Es eso posible? —preguntó Gren.
—Me limito a repetir las antiguas leyendas. Las posibilidades no me incumben. En todo caso se llamaban el Pueblo Pastor. Los pastores expulsaron de aquí a los de la manada y fueron a su vez desplazados por los aulladores, la especie que según la leyenda nació del apareamiento de los pastores con los cuadrúpedos. Algunos aulladores sobreviven aún, pero la mayoría fue exterminada en la siguiente invasión, cuando aparecieron los cargadores. Los cargadores eran nómades, yo me he topado con algunos, y unas bestias salvajes. Luego llegó otra rama humana, los arableros, una raza con cierta limitada habilidad para el cultivo de la tierra, pero ninguna otra.
Los arableros fueron pronto desplazados por los pieles ásperas o bambunes, para darles el nombre que les corresponde.
Los pieles ásperas han habitado en esta región durante siglos, a veces más poderosos, a veces menos. En realidad, de acuerdo con los mitos, tomaron el arte de la cocina de los arableros, el transporte en trineos de los cargadores, el don del fuego de la manada, el don de la palabra de los pastores, y así sucesivamente. Qué hay de verdad en todo esto, no lo sé. Lo cierto es que los pieles ásperas se han adueñado de estas tierras.
Son arbitrarios y poco dignos de confianza. Algunas veces me obedecen, otras no. Por fortuna, los poderes de mi especie los atemorizan.
No me extrañaría que vosotros, humanos arborícolas… gente lonja me pareció oír que os llamaban los guatapanzas, anticipaseis la próxima ola de invasores. Si así fuera…
Una buena parte de este monólogo cayó en saco roto, pues tanto Gren como Yattmur tenían que poner atención para avanzar por el valle de piedra.
—¿Y esta gente que tienes como esclavos, quiénes son? —preguntó Gren, señalando al portador y a las mujeres.
—Como tú mismo tendrías que haberlo entendido, son especimenes de arableros. Nuestra protección los ha salvado de una muerte segura.
Los arableros, como ves, han involucionado. Quizá en otro momento pueda explicarte lo que quiero decir. Han involucionado hasta el máximo. Se transformarán en vegetales si la esterilidad no acaba antes con ellos. Perdieron el don de la palabra hace ya mucho tiempo. Perdieron, digo, aunque en realidad han ganado, pues han conseguido sobrevivir, renunciando a aquello que los separaba del mero nivel vegetativo.
Los cambios de esta naturaleza no son raros en las condiciones actuales del mundo, pero en ellos la involución trajo consigo una transformación más inusitada. Los arableros perdieron la noción del tiempo; al fin y al cabo, ya no hay nada que nos recuerde el transcurso diario o celeste del tiempo; y los arableros, al involucionar, lo olvidaron del todo. Para ellos el tiempo no era más que la vida de un individuo. Era, es, el único lapso que son capaces de reconocer: la duración de una existencia.
Así, pues, han desarrollado una vida coextensiva, y mientras tanto viven en el momento en que necesitan vivir.
Yattmur y Gren se miraron a través de la obscuridad, sin comprender.
—¿Quieres decir que estas mujeres pueden ir hacia adelante o hacia atrás en el tiempo? —preguntó Yattmur.
—No fue eso lo que yo dije; ni así lo dirían los arableros. La mente de los arableros no es como la mía y ni siquiera como la tuya, pero cuando por ejemplo llegamos al puente custodiado por los pieles ásperas de la antorcha, hice que una de las mujeres se adelantara en su propia duración para ver si cruzaríamos sin incidentes.
Volvió e informó que así sería. Seguimos avanzando y comprobamos que estaba en lo cierto, como de costumbre.
Por supuesto, sólo operan cuando hay algún peligro; este proceso es, más que nada, un medio de defensa. Por ejemplo, la primera vez que Yattmur nos trajo de comer, ordené a la mujer que se desplazara en la duración inmediata y averiguara sí nos había envenenado. Cuando volvió e informó que aún estábamos con vida, supe que podíamos comer.
Asimismo, cuando os vi por primera vez en compañía de los pieles ásperas y… ¿cómo los llamáis?, los guatapanzas, la mandé a ver si nos atacaríais. Esto demuestra que hasta una raza miserable como los arableros tiene alguna utilidad.
Avanzaban lentamente por las laderas del pie de la montaña, a través de una penumbra de color verde obscuro, alimentada por la luz del sol que se reflejaba en las nubes. A veces veían unas luces que avanzaban por la izquierda; los pieles ásperas todavía venían siguiéndolos, y ahora llevaban varias antorchas.
Mientras el sodal hablaba, Gren observaba con una curiosidad nueva a las dos arableras que encabezaban el grupo.
Iban desnudas, y advirtió el escaso desarrollo de los caracteres sexuales. El pelo, escaso en la cabeza, era inexistente en el pubis. Tenían las caderas estrechas, y los pechos chatos y caídos, aun cuando (si era posible atribuirles alguna edad) no parecían viejas.
Caminaban sin entusiasmo ni vacilaciones, y nunca se volvían para mirar atrás. Una de ellas llevaba sobre la cabeza la calabaza de la morilla.
Con un estremecimiento de horror y estupefacción, Gren trató de imaginar la extraña visión del mundo que tendrían esas dos mujeres. ¿Qué significaría para ellas la vida, qué cosas pensarían, cuando la duración de la existencia no era una serie consecutiva sino concurrente?
—Pero ¿son felices estos arableros? —le preguntó al sodal.
El trapacarráceo soltó una carcajada ronca.
—Nunca se me había ocurrido preguntármelo.
—Pregúntales ahora.
Con una impaciente sacudida de la cola, el sodal dijo: —Todos vosotros, los humanos y las especies similares, tenéis la maldición de la curiosidad. Es una característica horrible que no os llevará a ninguna parte. ¿Por qué he de hablarles, sólo para satisfacer tu curiosidad?
Además, la capacidad de desplazarse en el tiempo va acompañada por una nulidad absoluta de la inteligencia; para no distinguir el pasado del presente y el futuro se necesita una enorme concentración de ignorancia. Los arableros desconocen el lenguaje; si les metes en la cabeza la idea del verbo, les cortas las alas. Si hablan, son incapaces de desplazarse. Si se desplazan, no pueden hablar.
Por esa razón siempre he necesitado llevar conmigo dos mujeres; mujeres de preferencia, pues son todavía más ignorantes que los hombres. A una de ellas le han enseñado unas cuantas palabras para que yo le diga que haga esto y aquello; ella se lo transmite por gestos a la amiga, la que puede desplazarse cuando hay algún peligro. Todo esto ha sido urdido de una manera un tanto burda, pero me ha ahorrado muchos sinsabores durante mis viajes.
—¿Y qué pasa con el pobre infeliz que te acarrea? —preguntó Yattmur.
El sodal soltó un vibrante gruñido de desdén.
—¡Una bestia holgazana, nada más que una bestia holgazana! Lo he montado desde que era casi niño, y ya está casi agotado. ¡Arre, monstruo haragán! Date prisa, o no llegaremos nunca.
Muchas cosas más les contó el sodal. A algunas, Gren y Yattmur reaccionaban con una furia contenida. A otras no prestaban oídos. El sodal peroraba incesantemente, pero con una voz que era sólo un eco más en la obscuridad, en medio del estrépito de los relámpagos y los truenos.
Caía una lluvia tan torrencial que la llanura se había convertido en un pantano, pero ellos no se detenían. Las nubes flotaban en una luz verdosa; pese a lo difícil que era avanzar por aquel suelo fangoso, notaron que hacía un poco más de calor. Sin embargo, la lluvia no cesaba. Como en aquel campo abierto no había ningún refugio, continuaban adelante, terca y penosamente. Era como si caminaran por una olla de sopa arremolinada.
Cuando la tormenta amainó, ya habían empezado a subir otra vez. Yattmur insistió en detenerse a causa del pequeño. El sodal, que había disfrutado con la lluvia, accedió de mala gana. Al pie de una roca, consiguieron encender a duras penas un miserable y humeante fuego de pastos. El niño mamó. Ellos comieron frugalmente.
—Estamos llegando a la Bahía de la Bonanza —declaró Sodal Ye—. Desde esta próxima cadena de montañas la veréis, las placenteras aguas obscuras y saladas, y el largo rayo de sol que las atraviesa. Ah, qué maravilloso estar otra vez en el mar. Es una suerte para vosotros, los habitantes de la tierra, que seamos una raza tan abnegada; de lo contrario jamás cambiaríamos las aguas por este mundo de tinieblas. Y bien, la profecía es la carga que nos ha tocado y hemos de llevarla con buen ánimo…
Empezó a gritar a las mujeres ordenándoles que recogieran de prisa más hierba y raíces para alimentar el fuego. Lo habían instalado en lo alto de la roca. El infeliz portador estaba abajo en el hueco, de pie con los brazos por encima de la cabeza casi tocando las llamas, dejando que el humo lo envolviera mientras él trataba de calentarse.
Notando que Sodal Ye estaba distraído, Gren corrió hasta el portador y lo tomó por el hombro.
—¿Puedes entenderme? —le preguntó—. ¿Hablas en mi lengua, amigo?
El hombre no levantó la cabeza en ningún momento. Le colgaba sobre el pecho como si tuviera el cuello roto, y la volteaba lentamente mientras mascullaba algo ininteligible. Cuando un nuevo relámpago tembló sobre el mundo, Gren vio unas cicatrices en la columna vertebral del hombre, cerca del cuello, y comprendió de pronto que lo habían mutilado para que no pudiera alzar la cabeza.
Apoyando en el suelo una rodilla, Gren escrutó desde abajo el semblante hundido entre los hombros. Tuvo una visión de una boca contraída y un ojo reluciente como una brasa.
—¿Hasta dónde puedo confiar en este trapacarráceo, amigo? —preguntó.
La boca se crispó, como en una agonía larga y agotadora. Barbotó unas palabras espesas: —No bueno… Yo no bueno… romper, caer, morir como basura… ver, yo acabar… una vez más trepar… Ye de todos los pecados… Ye tú en cambio acarrear… tú en cambio espalda fuerte… tú acarrear Ye… él saber… yo acabar como basura…
Algo salpicó la mano de Gren en el momento en que daba un paso atrás; no pudo saber si eran lágrimas o saliva.
—Gracias, amigo, eso ya lo veremos —replicó. Se acercó a Yattmur que estaba limpiando a Laren y le dijo: —Sentía en los huesos que este pez charlatán no era de confiar. Tiene el plan de utilizarme como bestia de carga cuando el portador muera… o eso dice el hombre, y a esta altura ha de conocer los métodos trapacarráceos.
Antes que Yattmur pudiera responder, el sodal dejó escapar un rugido.
—¡Algo se acerca! —dijo—. Mujeres, montadme en seguida. Yattmur, apaga ese fuego. Gren, súbete aquí y mira qué puedes ver.
Encaramándose en el promontorio de roca, Gren escudriñó los alrededores mientras las mujeres empujaban a Sodal Ye y lo instalaban sobre la espalda del portador. Por encima de los jadeos de los arableros, Gren alcanzaba a oír los otros ruidos que habían alarmado al sodal: unos aullidos y ladridos distantes y persistentes que subían y bajaban de tono en un ritmo furioso. La sangre se le fue de la cara.
No muy lejos, vio con inquietud un grupo de unas diez luces dispersas en la llanura, pero no era de allí de donde venían los aullidos espeluznantes. De pronto atisbó unas figuras en movimiento; intentó distinguirlas mejor; el corazón le golpeaba en el pecho.
—Puedo verlos —informó—. Brillan… brillan en la obscuridad.
—Entonces son aulladores, sin duda; la especie humana animal de que he hablado antes. ¿Vienen para este lado?
—Así parece. ¿Qué haremos?
—Baja con Yattmur y callad. Los aulladores son como los pieles ásperas; pueden ser terribles si se los perturba. Haré que mi mujer se desplace y vea qué está por ocurrir.
—La pantomima de los gruñidos y los gestos fue representada, antes y después de que la mujer desapareciera y reapareciera. Mientras tanto los aullidos espeluznantes continuaban aumentando.
—La mujer se desplazó y nos vio subiendo cuesta arriba, de modo que no corremos peligro. Esperemos en silencio hasta que los aulladores se hayan alejado; entonces reanudaremos la marcha. Yattmur, haz callar a ese hijo tuyo.
Un tanto tranquilizados por las palabras del sodal esperaron junto a la roca.
Poco después los aulladores pasaron veloces, a no más de una pedrada de distancia, en fila. Los aullidos, destinados a atemorizar, subieron de tono y se extinguieron poco a poco mientras se alejaban. Era imposible saber si corrían, saltaban o brincaban. Pasaron en una carrera rauda y tumultuosa, como imágenes en el sueño de un maníaco.
Aunque resplandecían con una débil luz blancuzca, las formas eran poco definidas. ¿Burdos remedos de figuras humanas? En todo caso, pudieron ver con claridad que eran altos, y delgados como espectros, antes que se alejaran haciendo cabriolas por la llanura, dejando atrás como una estela aquellos aullidos pavorosos.
Gren descubrió que se había abrazado con fuerza a Yattmur y Laren, y que estaba temblando.
—¿Qué criaturas eran ésas? —preguntó Yattmur.
—Ya te dije, mujer, eran los aulladores —dijo el sodal—, la raza de la que he estado hablando, la que fue expulsada a las regiones de la Noche Eterna. Ese grupo volvía probablemente de una expedición de caza. También nosotros hemos de ponernos en camino. Cuanto más pronto lleguemos a esa montaña próxima, más contento estaré.
Reanudaron, pues, la marcha; Gren y Yattmur sin la paz mental de que antes habían disfrutado.
Gren se había habituado a echar miradas atrás, y fue el primero en advertir que las luces de las antorchas se estaban acercando. De tanto en tanto, un ladrido llegaba hasta él en el silencio como una rama que flotara a la deriva en el agua.
—Esos pieles ásperas nos están cercando —le dijo al sodal—. Han venido siguiéndonos durante casi todo el trayecto, y si no andamos con cuidado nos capturarán en esta colina.
—No es costumbre de ellos perseguir a nadie tan porfiados. Por lo general se olvidan en seguida de lo que se han propuesto. Algo ha de atraerlos allá, más adelante… un festín, posiblemente. De todos modos, son temerarios en la obscuridad; no correremos el riesgo de que nos ataquen. Daos prisa. ¡Arre, arablero holgazán, arre!
Pero las antorchas iban adelantándose. A medida que escalaban la interminable ladera, la luz filtrada aumentó paulatinamente, y por fin distinguieron un confuso montón de figuras alrededor de las antorchas. Todavía se encontraban a cierta distancia, pero era toda una muchedumbre la que venía detrás.
Las preocupaciones de los viajeros se multiplicaban. Yattmur notó la presencia de otras criaturas en el flanco derecho; se adelantaban cruzando oblicuamente el llano. Los ecos de los aullidos y ladridos se apagaban en la inmensidad. Ya no cabía duda de que una numerosa hueste de pieles ásperas venía persiguiéndolos.