Trató de recordar el aspecto del árbol visto desde fuera. Andaban en busca de algún lugar donde dormir cuando dieron con él. Habían trepado una loma, bordeando un terreno arenoso y desnudo que les había parecido sospechoso, y allí, en lo alto de la loma, entre unas hierbas cortas, habían encontrado al olmobuche. Por fuera era liso…
—¡Ja! —exclamó.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Veggy—. ¿Por qué jajajeas?
Veggy estaba enojado con todos. ¿Acaso él no era un hombre? ¿Acaso no tenían ellas que haberle evitado este peligro y esta indignidad?
—Nos lanzaremos todos contra esa pared al mismo tiempo —dijo Gren—. Quizá consigamos que el árbol ruede.
Veggy se burló en la obscuridad.
—¿Y de qué nos servirá eso?
—¡Haz lo que él dice, tú, gusanito! —La voz de Toy era iracunda…
Todos saltaron ante aquel latigazo. Ella, lo mismo que Veggy, no se imaginaba lo que Gren tenía en la cabeza, pero necesitaba mostrar que conservaba aun alguna autoridad.
—Empujad todos contra esa pared, pronto.
En la pegajosa inmundicia, se amontonaron confusamente, tocándose para saber si todos miraban al mismo lado.
—¿Listos? —preguntó Tor. ¡A empujar! ¡Otra vez! ¡Otra! ¡Empujad! ¡Empujad!
Los pies les resbalaban en la savia viscosa, pero empujaban. Toy gritaba animándolos.
El olmobuche rodó.
Todos se excitaron. Empujaron con alegría, gritando a coro. Y el olmobuche rodó otra vez. Y otra. Y luego rodó continuamente.
De pronto, ya no fue necesario empujar. Como Gren había supuesto, el tronco echó a rodar cuesta abajo. Los siete humanos se encontraron dando sal. tos mortales a una velocidad creciente.
—Estad prontos para echar a correr en cuanto tengáis una posibilidad —gritó Gren—. Si tenéis una posibilidad. El árbol puede partirse en dos al llegar al pie de la pendiente.
Al tocar la arena, el olmobuche aminoró la carrera, y cuando el declive se convirtió en terreno llano, se detuvo. El socio, la criatura de hojas que entretanto había estado persiguiéndolo, le dio alcance. Saltó sobre el árbol e insertó en el tronco los apéndices inferiores. Pero no tuvo tiempo de lucirlos.
Algo se movió bajo la arena.
Un tentáculo radicular blanco apareció en la superficie, y luego otro. Se agitaron ciegamente y abrazaron al olmobuche por la cintura. Mientras la criatura de hojas huía despavorida, un saucesino se elevó sobre el suelo. Todavía atrapados dentro del tronco, los humanos oyeron los quejidos del olmobuche.
—Preparaos para saltar —murmuró Gren.
Pocas criaturas resistían el abrazo constrictor de un saucesino. El olmobuche era una víctima indefensa. Comprimido por aquellos tentáculos que parecían cables de acero, crujió como la cuaderna de un barco que se parte en dos. Impotente, tironeado de aquí para allá, estalló en pedazos.
La luz del día se derramó sobre ellos, y el grupo saltó tratando de ponerse a salvo.
Sólo Driff no pudo saltar. Un extremo del tronco había caído sobre ella. Frenética, gritaba y forcejeaba, pero no conseguía soltarse. Los otros, que ya se precipitaban hacia las hierbas altas, se detuvieron a mirar atrás.
Toy y Poyly cambiaron una mirada y corrieron a rescatar a Driff.
—¡Volved, estúpidas! —gritó Gren—. ¡Os atrapará también a vosotras!
Pero Toy y Poyly siguieron corriendo a donde estaba Driff. Aterrorizado, Gren corrió detrás de ellas.
—¡Venid! —gritaba.
Ya estaban a tres metros de donde se erguía el gran cuerpo del saucesino. En la cabeza mocha le brillaba el hongo, el hongo obscuro y rugoso que habían visto antes. Era horripilante. Gren no comprendía cómo los otros se atrevían a mirarlo. Tironeaba del brazo de Toy, pegándole y gritándole que volviese, que salvara su alma.
Toy no le hizo caso. A pocos palmos de aquellas raíces blancas, constrictoras, ella y Poyly forcejeaban tratando de liberar a Driff. Tenía una pierna apretada entre dos planchas de madera. Al fin una de las planchas se movió y pudieron sacar a Driff a la rastra. Llevándola entre las dos, corrieron hacia las hierbas altas donde los otros estaban acurrucados. Gren corrió con ellas.
Durante algunos minutos todos permanecieron tendidos allí, jadeantes. Pegajosos, cubiertos de inmundicias, eran casi irreconocibles.
La primera en incorporarse fue Toy. Se volvió hacia Gren y con una voz fría de cólera dijo: —Gren, te expulso del grupo. De ahora en adelante eres un proscripto.
Gren se levantó de un saltó, los ojos lagrimeantes, consciente de las miradas de todos. La proscripción era el más terrible de los castigos. En raras ocasiones se lo imponían a alguna mujer; pero a un hombre, era un hecho casi inaudito.
—¡No puedes hacerlo! —gritó—. ¿Por qué razón? No tienes ninguna.
—Tú me pegaste —dijo Toy—. Yo soy el jefe y tú me pegaste. Trataste de impedir que rescatáramos a Driff, hubieras dejado que se muriera. Y siempre quieres salirte con la tuya. Yo no puedo mandarte, así que tendrás que irte.
Los otros, todos menos Driff, estaban ahora de pie, boquiabiertos y ansiosos.
—¡Son mentiras! ¡Mentiras!
—No, es la verdad.
De pronto Toy flaqueó y se volvió hacia los cinco rostros que la miraban ansiosos.
—¿No es la verdad?
Driff, abrazándose la pierna herida, aseguró con vehemencia que era la verdad. Shree, amiga de Driff, estuvo de acuerdo. Veggy y May se limitaron a asentir con un movimiento de cabeza; se sentían culpables por no haber acudido también a rescatar a Driff, como compensación, apoyaban a Toy. Inesperadamente, la única voz discrepante fue la de Poyly, la mejor amiga de Toy.
—No interesa si lo que dices es o no verdad —declaró Poyly. Si no hubiera sido por Gren habríamos muerto dentro del olmobuche. El nos salvó allí, y tendríamos que estarle agradecidas.
—No —dijo Toy—, nos salvó el saucesino.
—Si no hubiera sido por Gren…
—No te metas en esto, Poyly. Tú viste que me pegaba. Tiene que irse del grupo. He dicho que tiene que ser expulsado.
Las dos mujeres se enfrentaron con furia, las manos en los cuchillos, las mejillas encendidas.
—Gren es nuestro hombre. ¡No podemos dejarlo ir! —dijo Poyly. Estás diciendo disparates, Toy.
—Todavía tenemos a Veggy. ¿O lo has olvidado?
—Veggy no es más que un niño hombre, ¡y tú lo sabes!
Veggy saltó, enfurecido.
—Tengo edad suficiente como para hacértelo a ti, Poyly, gordita —gritó, mientras brincaba alrededor exhibiéndose—. ¡Mira cómo estoy hecho, valgo tanto como Gren!
Pero ellas lo abofetearon y continuaron riñendo. Imitándolas, también los otros se pusieron a discutir. Sólo callaron cuando Gren estalló en lágrimas de cólera.
—¡Estáis todas locas! —gritó entre sollozos—. Yo sé cómo salir de la Tierra de Nadie, y vosotras no lo sabéis. ¿Cómo podríais ir sin mí?
—Podemos hacer cualquier cosa sin ti —dijo Toy, pero agregó—: ¿Cuál es tu plan?
Gren se rió con amargura.
—¡Valiente jefe eres, Toy! Ni siquiera sabes dónde estamos. Ni siquiera te has dado cuenta de que estamos en el linde de la Tierra de Nadie. Mira, puedes ver nuestra selva desde aquí.
Y señaló con el índice dramáticamente.
Al escapar precipitadamente del olmobuche, casi no habían reparado en el nuevo escenario. Era indudable que Gren tenía razón. Como había dicho, estaban en el linde de la Tierra de Nadie.
Detrás de ellos, los árboles contrahechos y achaparrados de la región crecían más apretados, como si cerraran filas. Había allí árboles erizados de púas, espinos y bambúes, y hierbas altas de bordes afilados, capaces de amputar limpiamente un brazo humano. Todos estaban entrelazados entre sí por una verdadera muralla de zarzas. Pretender meterse en esa espesura impenetrable era un suicidio. Todas las plantas montaban guardia como tropas que esperan a un enemigo común.
Y el aspecto del enemigo común no era tampoco tranquilizador.
El gran baniano, avanzando hasta donde los recursos alimenticios se lo permitían, asomaba alto y tenebroso por encima de los parias de la Tierra de Nadie. Las ramas más adelantadas sostenían una techumbre de hojas anormalmente espesa que pendía sobre el enemigo como una ola siempre a punto de romper, privándolo de tanta luz solar como era posible.
Para auxiliar al baniano estaban las criaturas que vivían en los recovecos de la espesura, los trampones, los ajabazos (esos títeres de caja de sorpresas), los bayascones, los mortíferos baboseros y otros más. Patrullaban como cancerberos eternos los perímetros del árbol poderoso.
La selva, tan acogedora para los humanos en teoría, ahora, desde allí, sólo les mostraba las garras.
Gren observó las caras de los otros mientras contemplaban aquella doble muralla de vegetación hostil. Allí nada se movía; la levísima brisa que soplaba desde el mar agitaba a duras penas una hoja acorazada; pero a ellos el miedo les contraía las entrañas.
—Ya lo veis —dijo Gren—. ¡Dejadme aquí! ¡A ver cómo atravesáis esa barrera! ¡Quiero verlo!
Ahora él tenía la iniciativa y la aprovechaba.
Él grupo lo miró, miró la barrera, volvió a mirar a Gren.
—Tú no sabes cómo atravesarla —le dijo Veggy, titubeando.
Gren hizo una mueca burlona.
—Conozco una forma —dijo.
—¿Piensas que los termitones querrían ayudarte? —preguntó Poyly.
—No.
—¿Entonces?
Gren los miró, desafiante. Luego miró a Toy cara a cara.
—Mostraré el camino, si queréis seguirme. Toy no tiene cabeza. Yo sí. No quiero ser un proscripto. Seré Vuestro guía, en lugar de Toy. Hacedme vuestro jefe y los salvaré a todos.
—¡Bah, tú, un niño hombre! —dijo Toy. Hablas demasiado. Siempre te estás jactando.
Pero alrededor de ella los otros cuchicheaban.
—Las mujeres son jefes, no los hombres —dijo Shree, con una duda en la voz.
—Toy es un mal jefe —vociferó Gren.
—No, no es verdad —dijo Driff—, es más valiente que tú.
Los demás aprobaron en murmullos la opinión de Driff, incluso Poyly. Si bien confiaban en Toy sólo hasta cierto punto, no creían mucho en Gren. Poyly se acercó a él y le dijo en voz baja: —Tú conoces la ley y sabes cómo son las cosas entre nosotros. Si no nos dices cómo podemos salvarnos, te expulsarán.
—¿Y si lo digo? —El tono truculento de Gren se debilitó, pues Poyly era una niña hermosa.
—En ese caso tú podrías quedarte con nosotros, como es justo. Pero no se te ocurra sustituir a Toy. Eso no es justo.
—Yo diré lo que es justo y lo que no es justo.
—Eso tampoco es justo.
—Tú eres justa, Poyly. No discutas conmigo.
—Yo no quiero que te expulsen. Estoy de tu parte.
—Entonces ¡mirad! —dijo Gren, y se volvió hacia los otros.
Sacó del cinturón aquel extraño trozo de vidrio que ya había exhibido antes. Lo mostró en la palma de la mano.
—Lo recogí del suelo cuando me cazó el árbol trampa —dijo—. Se llama mica o vidrio. Quizá proviene del mar. Quizá es lo que usan los termitones para hacer esas ventanas que dan al mar.
Toy se acercó a mirar, y Gren le apartó la mano.
—Si se lo pone al sol, hace un pequeño sol debajo. Cuando estaba en la jaula, me quemé la mano con él. Si no hubieseis llegado, hubiera podido salir de la jaula quemando los barrotes. Del mismo modo, quemando el camino, saldríamos de la Tierra de Nadie. Encendamos aquí algunas ramas secas y un poco de hierba y crecerá una llama. La brisa la llevará hacia la selva. A nada de todo esto le gusta el fuego… y por donde el fuego haya pasado, podremos pasar nosotros, y volver sanos y salvos a la selva.
Todos se miraron.
—Gren es muy inteligente —dijo Poyly—. Esa idea puede salvarnos.
—No dará resultado —dijo Toy tercamente.
En un arranque de cólera, Gren le arrojó la lente de vidrio.
—¡Mujer estúpida! ¡Tienes sapos en la cabeza! ¡Tendríamos que expulsarte! ¡Tendríamos que echarte por la fuerza!
Toy recogió la lente y dio un paso atrás.
—¡Gren, estás loco! —gritó—. No sabes lo que dices. Vete, antes que tengamos que matarte.
Gren se volvió enfurecido hacia Veggy.
—¡Ya ves cómo me trata, Veggy! No podemos tenerla como jefe. ¡o nos vamos los dos, o que ella se vaya!
—Toy nunca me hizo daño —dijo Veggy malhumorado, tratando de evitar una pelea—. A mí no me van a expulsar.
Toy entendió en seguida la situación y la aprovechó al vuelo.
—No puede haber discusiones en el grupo —gritó—, de lo contrario el grupo morirá. Así va el mundo. Gren o yo, uno de los dos tendrá que irse, y todos vosotros decidiréis quién. Que se vote. Quien quiera que me vaya yo y no Gren, que hable ahora.
—¡Eso es injusto! —gritó Poyly.
Durante un rato nadie habló. Todos esperaban, intranquilos.
—Gren tiene que irse —murmuró Driff.
Gren sacó un cuchillo. Veggy se levantó de un salto y sacó el suyo. May, detrás de él, hizo lo mismo. Pronto todos estuvieron armados contra Gren. La única que no se había movido era Poyly.
Gren tenía la cara larga de amargura.
—Devuélveme ese vidrio mío —dijo, extendiendo la mano hacia Toy.
—Es nuestro —dijo Toy—. Podremos hacer un pequeño sol sin tu ayuda. Vete antes que te matemos.
Gren observó por última vez los rostros de todos. Luego dio media vuelta y se alejó en silencio.
Estaba enceguecido por la derrota. No veía delante de él ningún futuro. Errar a solas por la selva era peligroso; aquí era doblemente peligroso. Si pudiera volver a los niveles medios de la selva, quizás encontrara allí otros grupos humanos; pero los humanos eran desconfiados y escaseaban, y aun suponiendo que lo aceptasen, la idea de entrar en un grupo desconocido no le atraía.
La Tierra de Nadie no era un lugar propicio para caminar abatido y a ciegas. A los cinco minutos de haber sido desterrado, ya había caído en las garras de una planta hostil.
El terreno escabroso descendía hasta el lecho seco de un arroyo. Por todas partes había peñascos más altos que Gren, y un manto de guijarros y cantos rodados cubría el suelo. Pocas plantas crecían allí, excepto unas hierbas filosas como navajas.
Mientras Gren erraba sin rumbo, algo le cayó en la cabeza, una cosa liviana e indolora.
Varias veces había visto Gren, horrorizado, aquel hongo obscuro parecido a un cerebro que se adhería a otras criaturas. Esta planta dicomiceta era una forma mutada de la morilla. A lo largo de los eones había ido aprendiendo nuevas formas de alimentarse y de propagarse.