—Regresemos —propuso Gren—. Vamos a nadar un rato.
Mientras hablaba, la morilla se abatió sobre él, apretujándolo por dentro. Gren se tambaleó y forcejeó; en seguida se desplomó sobre un matorral, deshecho de dolor.
—¡Gren! ¡Gren! ¿Qué te pasa? —balbuceó Yattmur, corriendo hacia él, abrazándole los hombros.
—Yo… Yo… Yo…
Las palabras no le llegaban a la boca. Un tinte azulado se le extendía desde los labios por la cara. Tenía los miembros rígidos. La morilla lo estaba castigando, paralizándole el sistema nervioso.
—He sido demasiado tolerante contigo, Gren. ¡No eres más que un vegetal! Quiero hacerte una advertencia. En adelante seré más imperiosa y tú serás más obediente. No espero que seas capaz de pensar, pero al menos puedes observar para que yo pueda pensar. Estamos a punto de hacer un descubrimiento valioso acerca de estas plantas, y te echas atrás como un estúpido. ¿Quieres pudrirte eternamente en esta roca? Ahora quédate quieto y observa, de lo contrarío te torturaré con calambres, como éste.
Atormentado por un dolor insoportable, Gren rodó por el suelo, la cara aplastada contra las hierbas y el suelo polvoriento. Yattmur lo levantó y lo llamó, consternada.
—¡Es ese hongo mágico! —dijo, mirando con horror la costra dura y reluciente que rodeaba el cuello de Gren. Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Gren, amor mío, vámonos de aquí. Se está levantando otra niebla. Tenemos que volver con los otros.
Gren meneó la cabeza. De nuevo el cuerpo le pertenecía, al menos por el momento; los calambres habían cesado, dejándole los miembros blandos como gelatina.
—La morilla quiere que me quede —dijo con voz apagada. Tenía lágrimas de debilidad en los ojos—. Ve tú con los demás.
Acongojada, Yattmur se puso de pie. Se retorcía las manos de furia e impotencia.
—Volveré pronto —dijo.
Alguien tenía que ocuparse de los guatapanzas. Eran demasiado estúpidos hasta para comer solos, si no había alguien cerca. Mientras bajaba la pendiente murmuró en voz alta: —Oh espíritus del sol, destruid a ese hongo mágico cruel e insidioso antes que mate a mi amado.
Por desgracia los espíritus del sol parecían particularmente débiles. Un viento desapacible soplaba desde las aguas, arrastrando una niebla que velaba la luz. Muy cerca de la isla navegaba un témpano de hielo; se lo oía crujir y crepitar, aunque ya había desaparecido como un fantasma tragado por la niebla.
Oculto a medias entre los matorrales, Gren seguía tendido en el suelo, observando. Allá arriba revoloteaba Belleza, apenas visible en la bruma cada vez más obscura, voceando a intervalos alguna consigna.
Una tercera zancuda se había lanzado hacia las alturas, con el acostumbrado chirrido. Gren vio cómo subía, con más lentitud que las anteriores, ahora que el sol se había ocultado. El continente ya no era visible. Una mariposa pasó revoloteando y desapareció; Gren se sintió abandonado en un montículo ignoto, encerrado en un universo de acuosa obscuridad.
A lo lejos, gemía el témpano, con una voz que reverberaba sombría sobre el mar. Estaba solo, separado de los suyos por el hongo. En un tiempo el hongo lo había colmado de esperanzas y de sueños de conquista; ahora sólo le producía náuseas; pero no sabía cómo librarse de él.
—Allá va otra —dijo la morilla, interrumpiendo deliberadamente estos pensamientos.
Una cuarta zancuda acababa de saltar de la roca cercana. La cápsula pendía del turbio muro de niebla como la cabeza de un decapitado. Una ráfaga la empujó, haciéndola chocar con la más próxima. Las protuberancias, ciliadas como de estrella de mar, se unieron unas con otras, y las dos cápsulas quedaron juntas, meciéndose apaciblemente sobre las largas piernas.
—¡Ajá! —dijo la morilla—. Sigue observando, hombre, y no te preocupes. Estas flores no son plantas independientes. Seis de ellas, con una estructura radicular común, constituyen una planta. Crecen de las seis garras de esos tubérculos que hemos visto, los zarparrastras. Observa y verás que las otras dos flores de este mismo grupo serán polinizadas dentro de poco.
Algo de la excitación de la morilla se había contagiado a Gren, reanimándolo mientras seguía encorvado entre las piedras frías; observando y esperando, ya que no podía hacer ninguna otra cosa, dejó pasar un tiempo infinito. Yattmur volvió, le echó encima una estera que habían trenzado los guatapanzas, y se tendió junto a él casi sin hablar.
Al fin la quinta zancuda fue polinizada y se lanzó crepitando hacia las alturas. Cuando el tallo se irguió, la cápsula se balanceó hasta toparse con otra; se unieron, y cabeceando sobre la pareja anterior, formaron una sola cápsula, sostenida por la gavilla de los cuatro tallos erguidos, meciéndose allá arriba, por encima de las cabezas de los humanos.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó Yattmur.
—Espera —susurró Gren.
Apenas había hablado, cuando la última cápsula fertilizada trepó hasta las demás. Trémula, pendía en la niebla esperando una ráfaga; la ráfaga llegó. Casi sin un sonido, los seis receptáculos se entrelazaron en un solo cuerpo. En el aire amortajado, parecía una criatura voladora.
—¿Podemos irnos ahora? —preguntó Yattmur.
Gren estaba tiritando.
—Dile a la muchacha que te traiga algo de comer —tañó la morilla—. Todavía no te irás.
—Pero ¿tendrás que quedarte aquí para siempre? —preguntó ella con impaciencia, cuando Gren le transmitió el mensaje.
Gren sacudió la cabeza. No lo sabía. Fastidiada, Yattmur desapareció en la niebla. Tardó un largo rato en volver, y para ese entonces la zancuda había dada un nuevo paso.
La niebla se había disipado ligeramente. Los rayos horizontales del sol iluminaron el cuerpo de la zancuda moteándolo de bronce. Como estimulada por este color nuevo, la zancuda movió uno de los seis tallos. El extremo inferior se soltó de golpe del sistema de raíces y se convirtió en una pierna. El movimiento se repitió en cada uno de los otros tallos. Uno por uno se desprendieron del suelo. Cuando el último también se soltó, la zancuda dio media vuelta y… oli, no era una ilusión óptica, las cápsulas semilleras echaron a andar sobre los zancos colina abajo, a paso lento pero firme.
—Síguela —tañó la morilla.
Incorporándose, Gren echó a andar detrás de la criatura; caminaba tan tieso como ella. Yattmur lo acompañó en silencio. En lo alto, el dorado pájaro mecánico también los seguía.
La zancuda tomó el camino por el que ellos bajaban a la playa. Al verla, los guatapanzas rompieron a chillar y corrieron a esconderse en los matorrales. Imperturbable, la zancuda continuó avanzando, pisando el suelo con delicadeza, hacia la arena.
Tampoco allí se detuvo. Entró a las zancadas en el mar hasta que sólo el cuerpo rechoncho y séxtuple de la cápsula quedó fuera del agua. Vieron cómo iba hacia la costa hasta que desapareció poco a poco engullida por la niebla. Belleza voló detrás, proclamando consignas, y volvió en silencio poco después.
—¡Has visto! —exclamó la morilla, haciendo tanto ruido en el cráneo que Gren se llevó las manos a la cabeza—. ¡Ahí tienes nuestra vía de escape, Gren! Estas zancudas crecen aquí, donde tienen espacio suficiente para desarrollarse y madurar, y luego van al continente a esparcir las semillas. Y si estos vegetales migratorios son capaces de llegar a la costa, ¡podrán llevarnos con ellos!
Las rodillas metafóricas de la zancuda parecieron combarse un poco. Con lentitud, como si el reumatismo le agarrotara las largas coyunturas, movió las seis piernas, una por una con prolongadas pausas vegetales entre uno y otro movimiento.
Gren había tenido dificultades para convencer a los guatapanzas e instalarlos en la cápsula de semillas. Para ellos la isleta era el lugar en que tenían que quedarse, pese a la amenaza de los golpes; era absurdo querer cambiarla por una futura felicidad imaginaria.
—No podemos quedarnos aquí; probablemente pronto faltarán los alimentos —les dijo Gren, cuando vio que se tiraban al suelo, acobardados.
—Oh pastor, felices te obedecemos con nuestros síes. Cuando toda la comida se acabe aquí, entonces nos iremos contigo en una zancuda caminadora por el mundo acuoso. Ahora comemos preciosa comida con muchos dientes y no nos iremos de aquí hasta que se acabe.
—Entonces será demasiado tarde. Tenemos que irnos ahora, cuando se están yendo las zancudas.
Nuevas protestas, acompañadas por un incesante e inquieto palmoteo de las nalgas.
—Nunca antes hemos visto a las zancudas caminantes para dar un paseo con ellas cuando caminan con zancadas. ¿Dónde estaban entonces cuando nunca las veíamos? Terrible hombre pastor y dama lonja, la gente sin cola quiere ir con ellas. Nosotros no queremos. No nos importa no ver nunca a las zancudas caminantes caminando con zancadas.
Gren no se limitó durante mucho tiempo a los argumentos verbales; cuando recurrió al palo, los guatapanzas se dejaron persuadir rápidamente; admitieron que Gren tenía razón, y se resignaron, aunque de mala gana. Moqueando y resoplando, fueron arrastrados hasta un grupo de seis flores, cuyos botones acababan de abrirse. Habían crecido juntas en el borde de un risco poco elevado que miraba al mar.
Siguiendo instrucciones de la morilla, Yattmur y Gren habían pasado un tiempo juntando comida, que envolvieron en hojas y ataron con zarzas a las cápsulas semilleras de la zancuda. Todo estaba pronto para el viaje.
Los cuatro guatapanzas fueron obligados a trepar a cuatro receptáculos. Ordenándoles que se sujetaran bien, Gren fue de uno a otro, apretando con la mano el centro harinoso de cada capullo. Una por una, las cápsulas se lanzaron chirriando hacia el aire, acompañadas por un pasajero que colgaba muerto de miedo.
Sólo con la cuarta cápsula no anduvieron bien las cosas. La flor se inclinaba sobre el borde del acantilado. Cuando el resorte se desenroscó, el peso suplementario del guatapanza no le permitió erguirse y la encorvó a un lado, como un avestruz que se ha roto el cuello; con los talones suspendidos en el aire, el guatapanza chillaba y pataleaba.
¡Oh mamá! ¡Oh panza! ¡Auxilia a tu gordo y precioso hijito! —gritaba.
Nada ni nadie acudió a auxiliarlo. El guatapanza se soltó. En medio de una lluvia de provisiones se precipitó en las aguas del mar como un Icaro innoble, protestando siempre. La corriente lo arrastró. Vieron como la cabeza del desdichado se hundía bajo las aguas turbulentas.
Liberada de la carga, la zancuda se irguió de un salto, chocó contra las otras tres cápsulas ya erectas y se unió a ellas.
—Ahora nos toca a nosotros —dijo Gren, volviéndose hacia Yattmur.
Yattmur seguía con los ojos fijos en el mar. Gren la tomó del brazo y la empujó hacia las dos flores que no habían brotado aún. Sin mostrar ningún enojo, ella se soltó.
—¿Tendré que golpearte, como a un guatapanza? —preguntó Gren.
Ella no se rió. Gren tenía aún el palo.
Notando que Yattmur no se reía, apretó el palo con más fuerza. Obedientemente, Yattmur trepó al receptáculo verde de la zancuda.
Se aferraron al reborde de la planta y sacudieron el pistilo de la flor. Un instante después, también ellos subían en espiral por el aire. Belleza revoloteaba alrededor de ellos, implorándoles que se opusieran a los intereses creados. Yattmur estaba terriblemente asustada. Cayó de bruces entre los estambres polinizados; casi no podía respirar a causa del perfume intenso de la flor, y el vértigo la paralizaba,.
Una mano tímida le tocó el hombro.
—Si el miedo te da hambre no comas de esta horrible flor zancuda; ¡prueba buen pescado sin patas andarinas que nosotros hombrecitos listos atrapamos en un charco!
Yattmur miró al guatapanza; la boca del hombre se movía, nerviosa, tenía ojos grandes de mirada suave, el pelo ridículo, teñido de rubio por el polen. No había en él ninguna dignidad: con una mano se rascaba la entrepierna, con la otra ofrecía pescado.
Yattmur se echó a llorar.
Desolado, el guatapanza se arrastró hacia ella y le pasó el brazo peludo alrededor del hombro.
—No le eches demasiadas lágrimas mojadas al pescado que no te hará daño —dijo.
—No es eso —dijo Yattmur—. Es que os hemos causado tantas desdichas, pobre gente…
—¡Oh nosotros pobres hombres panza todos perdidos! —comenzó, y sus dos compañeros corearon una endecha doliente—. ¡Es verdad que crueles nos traen muchas desdichas!
Gren había estado observando cómo las seis cápsulas se juntaban en una rechoncha unidad. Miró tratando de ver de qué modo las piernas de la zancuda se desprendían del sistema de raíces. El coro de lamentaciones lo distrajo.
El palo de Gren cayó con ruido sobre una espalda rolliza. El guatapanza que intentaba consolar a Yattmur se apartó, lloriqueando. También los otros se apartaron.
¡Dejadla en paz! —gritó Gren con furia, alzándose sobre las rodillas—. ¡Si volvéis a tocarla, panzacolas inmundos y peludos, os tiraré a las rocas!
Yattmur lo observó con los labios estirados en una mueca que mostraba los dientes. No dijo nada.
Nadie volvió a hablar hasta que al fin la zancuda empezó a agitarse con un movimiento deliberado.
Gren percibió el doble sentimiento de excitación y triunfo que experimentó la morilla cuando la zancuda dio el primer paso. Una por una, las seis piernas se movieron. Hizo una pausa manteniendo el equilibrio. Dio otro paso. Volvió a detenerse. Luego se movió de nuevo, esta vez con menos vacilación. Lentamente echó a andar a las zancadas, alejándose del risco a través de la isleta, y tomó el suave declive de la playa, el mismo camino que habían seguido las otras, hacia el lugar donde las corrientes marinas eran menos turbulentas. Belleza la siguió, volando en las alturas.
Sin titubeos, la zancuda vadeó el océano. Pronto las piernas quedaron totalmente sumergidas; el agua la rodeaba por todos los costados.
—¡Maravilloso! —exclamó Gren—. ¡Libres al fin de esa isla abominable!
—No nos hizo ningún daño. Allí no teníamos enemigos —replicó Yattmur—. Dijiste que querías quedarte allí.
—No podíamos quedarnos allí para siempre. —Desdeñoso, le respondía con los mismos argumentos que a los guatapanzas.
—Tu morilla mágica es demasiado codiciosa. Sólo piensa en cómo puede utilizarnos… a los panzas, a ti, a mí, a las zancudas. Pero las zancudas no crecieron para ella. No estaban para ella en la isla. Estaban en la isla antes que nosotros llegáramos. Crecen para ellas mismas, Gren. Y ahora no van a la costa por nosotros sino por ellas. Ahora cabalgamos en una y nos creemos inteligentes. Pero ¿hasta qué punto lo somos? También estas panzas pescadoras se creen inteligentes, y nosotros sabemos que son unos pobres infelices. ¿Y si también lo fuéramos nosotros?