Gren se mostraba cada vez más huraño, a medida que el hongo lo dominaba con mayor firmeza. Dándose cuenta de cómo su propio ingenio los había llevado a todos a un callejón sin salida, la morilla cavilaba y cavilaba sin cesar; obsesionada por la necesidad de reproducirse, había aislado a Gren de toda comunicación con los otros.
Un tercer acontecimiento señaló el inexorable transcurso del tiempo. Durante una tormenta, Yattmur dio a luz un niño.
El niño se convirtió en la razón de la vida de Yattmur. Lo llamó Laren y estaba contenta.
En la ladera de una remota montaña de la tierra, Yattmur mecía en brazos al pequeño; y le cantaba, aunque el niño dormía.
Los rayos del sol crepuscular bañaban las vertientes más altas de la montaña; abajo, las faldas se perdían en la noche. Toda aquella zona obscura era iluminada de cuando en cuando por resplandores rojizos, cuando la montaña misma, en una pétrea imitación de los seres vivos, se lanzaba hacia las alturas en busca de luz.
Pero aun en los sitios de mayor obscuridad, ésta no era absoluta. Así como no es absoluta la muerte —la química de la vida lo transforma todo para crear nueva vida—, así también la obscuridad se revelaba a veces como un grado menor de la luz, un territorio donde se arrastraban algunas criaturas, las que habían tenido que irse de las regiones más pobladas y luminosas.
Entre esos exiliados se contaban los plumacueros, y una pareja de estas aves retozaba sobre la cabeza de la madre, recreándose en un vuelo acrobático, bajando de improviso con las alas replegadas, o extendiéndolas para flotar arriba en una corriente de aire templado. El niño despertó y la madre le señaló las criaturas voladoras.
—Allá van, Laren, allá, allá abajo en el valle y… míralas, ¡allí están! Han regresado al sol, allá, allá tan arriba.
El pequeño arrugó la nariz, complaciéndola. Las aves de plumaje coriáceo se zambullían y emergían centelleando a la luz antes de hundirse en la trama de sombras, para volver a remontarse como desde un mar, a veces hasta el dosel de nubes bajas. Aquellas nubes, aureoladas de bronce, eran, como las montanas mismas, parte del paisaje, y lanzaban reflejos de luz al mundo ensombrecido de abajo, esparciéndolos como gotas de lluvia hasta motear los campos yermos con un oro amarillo y fugitivo.
En medio de esta cruza de claridad y penumbra volaban los plumacueros, alimentándose de las esporas que flotaban aun allí en las nubes, lanzadas al aire por la enorme máquina propagadora desde la faz iluminada del planeta. Laren, el pequeño, gorgoteaba de contento y abría las manos; y Yattmur, la madre, también gorgoteaba, complacida con cada movimiento del niño.
Una de las voladoras caía ahora en vertical. Yattmur la observó, de pronto sorprendida, al advertir que caía como muerta. El plumacuero serpeó hacia abajo, seguido por la compañera, que aleteaba con fuerza al lado. Sólo por un momento Yattmur creyó que el ave iba a enderezarse; en seguida golpeó contra la ladera de la montaña.
Yattmur se incorporó. Vio al plumacuero, un bulto inmóvil, y revoloteando encima, la doliente pareja.
No sólo ella había presenciado esta caída fatal. Un poco más arriba, en la ladera, uno de los guatapanzas había echado a correr, llamando a gritos a los otros dos. Oyó las palabras —¡Venid y mirad y ved con ojos los pájaros de alas caídas! —claras en el aire claro, y oyó el chapoteo de los pasos que trotaban bajando la pendiente. Con aire maternal, siguió observando, estrechando a Laren, lamentando como siempre cualquier incidente que pudiera perturbarla.
Alguien más andaba en busca del pájaro caído. Yattmur atisbó más abajo, a cierta distancia, un grupo de figuras que salió con rapidez de atrás de un espolón de roca. Contó ocho; vestidas de blanco, con narices picudas y grandes orejas, las siluetas se recortaban nítidas contra la penumbra azulina del valle. Arrastraban un trineo.
Ella y Gren llamaban a estos seres los monteorejas, y se cuidaban de ellos, pues eran rápidos y llevaban armas, aunque nunca habían hostilizado a los humanos.
Por un momento la escena permaneció invariable: tres guatapanzas trotando ladera abajo, ocho monteorejas trepando ladera arriba, y el pájaro sobreviviente volando en círculos, indeciso entre seguir llorando o escapar. Los monteorejas iban armados de arcos y flechas; minúsculos a la distancia pero claros, levantaron las armas, y de súbito Yattmur empezó a temer por la suerte de aquellos tres gordos bobalicones que habían venido con ella desde tan lejos. Estrechando con fuerza a Laren, se levantó y los llamó a voces: —¡Eh, panzas! ¡Volved!
Mientras gritaba, el primer monteoreja disparó ferozmente una flecha. Cruzó el aire veloz y exacta… y el plumacuero sobreviviente cayó en espiral. El guatapanza que iba adelante se encorvó, dando gritos. El ave, aún batiendo débilmente las alas, lo golpeo entre los omóplatos. El hombre se tambaleó y se desplomó de bruces, mientras el pájaro aleteaba sin fuerzas alrededor.
El grupo de los guatapanzas se encontró con el de los monteorejas.
Yattmur dio media vuelta y echó a correr. Entró como una tromba en la caverna humeante donde vivían ella, Gren y el niño.
—¡Gren! ¡Ven, por favor! Van a matar a los guatapanzas. Ahí afuera, esos espantosos orejudos blancos están atacándolos. ¿Qué podernos hacer?
Gren yacía recostado contra una columna de roca, las manos entrelazadas sobre el vientre. Cuando Yattmur entró, le clavó una mirada muerta y en seguida bajó los ojos. La palidez que le afilaba las facciones, contrastaba con el color pardo como hígado fresco que tenía alrededor del cuello y la cabeza y que le enmarcaba la cara con repliegues viscosos.
—¿Vas a hacer algo? —lo urgió Yattmur—. ¿Qué te ocurre estos días?
—Los guatapanzas son un estorbo —dijo Gren.
Sin embargo, se incorporó. Yattmur le tendió una mano —que él tornó con apatía —y lo arrastró hasta la boca de la caverna.
—Me he encariñado con esas miserables criaturas —dijo, casi entre dientes.
Escudriñaron allá abajo, la ladera escarpada, donde las figuras se movían contra una brumosa cortina de sombra.
Los tres guatapanzas iban cuesta arriba, arrastrando a uno de los plumacueros, junto a ellos iban los monteorejas, tirando del trineo, en el que yacía el otro plumacuero. Los dos grupos caminaban conversando amablemente, con abundantes ademanes por parte de los guatapanzas.
—Bueno ¿qué me dices? —exclamó Yattmur.
Era una procesión extraña. Los monteorejas, vistos de perfil, tenían unos morros puntiagudos; avanzaban de una manera irregular: a veces se dejaban caer hacia adelante para trepar luego en cuatro patas. El lenguaje que hablaban llegaba a los oídos de Yattmur como cortos ladridos, aunque estaban demasiado lejos para que pudiese entender lo que decían… suponiendo que fuese algo inteligible.
—¿Qué me dices, Gren? —insistió Yattmur.
Gren no dijo nada; continuaba mirando al pequeño grupo que se encaminaba directamente a la caverna que él mismo había elegido para los guatapanzas. Cuando pasaron por delante del bosquecillo de las zancudas, notó que lo señalaban y se reían. Gren no se inmutó.
Yattmur lo miró, compadecida de pronto, al comprobar cómo había cambiado él en los últimos días.
—Hablas tan poco y pareces tan enfermo, amor mío. Hemos venido juntos tan lejos, tú y yo solos los dos para amarnos, y sin embargo es como si te hubieras alejado de mí. En mi corazón sólo hay amor para ti, y en mis labios sólo ternura. Pero el amor y la ternura se pierden ahora en ti, ¡oh Gren, mi Gren!
Lo rodeó con el brazo libre, sólo para sentir que él se apartaba. Gren dijo, sin embargo, con palabras que parecían envueltas en hielo: —Ayúdame, Yattmur. Ten paciencia. Estoy enfermo.
De pronto volvió a preocuparla el otro problema.
—Ya mejorarás —dijo—. Pero ¿qué estarán haciendo esos monteorejas salvajes? ¿Es acaso posible que sean amistosos?
—Será mejor que vayas a ver —dijo Gren, con la misma voz helada.
Se desprendió de la mano de Yattmur, entró de nuevo en la caverna y se recostó, en la misma postura de antes, con las manos entrelazadas sobre el vientre. Yattmur se sentó a la entrada de la caverna, indecisa. Los guatapanzas y los monteorejas habían desaparecido en la otra caverna. Ella se quedó allí un rato, desamparada, mientras las nubes se amontonaban en el cielo. De repente empezó a llover, una lluvia que se transformó en nieve. Laren lloró y ella le dio un pecho para que mamase.
Poco a poco los pensamientos de la muchacha crecieron allí afuera, eclipsando la lluvia. Imágenes vagas pendían del aire todo alrededor, imágenes que aunque no parecían lógicas se encadenaban para ella como partes de un razonamiento. Los días tranquilos en la tribu de pastores eran una diminuta flor roja, y con un casi imperceptible cambio de énfasis, la flor también era ella, porque aquellos días tranquilos habían sido ella: nunca se había visto a sí misma como un fenómeno distinto de los fenómenos del mundo. Y cuando ahora trataba de hacerlo, sólo podía verse de un modo distante y vago, en medio de una multitud de cuerpos, o como una parte de un baile, o como la joven a quien le tocaba llevar los cubos al Agua Larga.
Ahora los días de la flor roja habían pasado, aunque un nuevo capullo se le abría en los pechos. La multitud de cuerpos había desaparecido y con ellos se perdió también el símbolo amarillo del chal. ¡El chal tan hermoso! El sol perpetuo allá arriba como un baño de calor, los cuerpos inocentes, una felicidad que se ignoraba a sí misma… esas eran las hebras del chal amarillo que veía con los ojos de la imaginación. Se vio claramente a sí misma mientras tiraba lejos el chal para seguir al vagabundo que tenía el mérito de lo desconocido.
Lo desconocido era una gran hoja marchita en la que algo se agazapaba. Ella había seguido a la hoja —la diminuta figura de ella misma se acercaba y se volvía un poco más puntiaguda —mientras el chal y los pétalos rojos se dispersaban alegremente en el viento del tiempo, que soplaba siempre en la misma dirección. Ahora la hoja se hacía carne, rodaba con ella. Y la figura de ella crecía, y en ella pululaban multitudes, una tierra de leche y partes públicas de miel. Y en la flor roja no había habido nunca nada parecido a la música de la hoja de carne.
Pero ya todo se desvanecía. La montaña llegaba, marchando. La montaña y la flor eran antagónicas. La montaña avanzaba eternamente, en una sola ladera escarpada que no tenía principio ni fin, aunque la base reposara en una niebla negra y la cima en una nube negra. La niebla y la nube negra del ensueño le tendían manos por todas partes, con la pródiga avaricia del mal; y mientras tanto, mediante otro de esos imperceptibles cambios de énfasis, la ladera se convertía no sólo en la vida presente, sino en toda la vida. En la mente no hay paradojas, sólo hay momentos; y en el momento de la ladera, parecía como si todas las flores brillantes y los chales y la carne no hubiesen sido jamás.
El trueno resolló sobre la montaña real, despertando a Yattmur, dispersando las imágenes.
Se dio vuelta y miró hacia el interior de la caverna, para ver a Gren. No se había movido. El no la miró. Las imágenes del ensueño le habían ayudado a comprender y ella se dijo:
—Es la morilla mágica la causa de todos estos sinsabores. Laren y yo somos las víctimas, lo mismo que el pobre Gren. Se alimenta de Gren, y por eso él está enfermo. La tiene sobre la cabeza y dentro de la cabeza. De algún modo, yo tengo que arreglar cuentas con esa morilla.
Pero la comprensión no es lo mismo que el consuelo. Alzando al niño, se cubrió el pecho y se puso de pie.
—Voy a la cueva de los guatapanzas —dijo, casi segura de que no obtendría ninguna respuesta.
Gren le respondió: —No te puedes llevar a Laren bajo esa lluvia torrencial. Déjalo, yo lo cuidaré.
Yattmur cruzó la caverna hacia él. Aunque la luz era escasa, tuvo la impresión de que el hongo que le cubría el pelo y el cuello estaba más obscuro que antes. No cabía duda de que se estaba expandiendo, ahora le ocupaba parte de la frente. Una repugnancia súbita la contuvo en el momento mismo en que se disponía a entregarle el niño.
Gren alzó los ojos por debajo de la morilla, con una mirada que no era la mirada de Gren; una mirada que traicionaba esa mezcla fatal de estupidez y astucia que acecha en el fondo de toda maldad. Bruscamente, Yattmur apartó al niño de los brazos tendidos de Gren.
—Dámelo. No le pasará nada —dijo Gren—. Un humano joven puede aprender tanto.
Aunque los movimientos de Gren eran por lo general letárgicos, ahora se levantó con una agilidad felina. Ella se alejó de un salto, enfurecida, increpándolo entre dientes, sacando el cuchillo, con miedo en todo el cuerpo. Le mostraba los dientes como un animal.
—¡Apártate!
Gren, irritado, se echó a llorar.
—Dame el niño —repitió Gren.
—No, no eres tú el que habla. Tengo miedo de ti, Gren. ¡Vuelve a tu sitio! ¡Apártate! ¡Apártate!
Gren continuó adelantándose con una curiosa inseguridad, como si su sistema nervioso tuviera que responder a dos centros de mando rivales. Yattmur levantó el cuchillo, pero él no le hizo caso. Una mirada ciega le velaba los ojos como una cortina.
A último momento, Yattmur no resistió. Dejando caer el cuchillo, se volvió y se precipitó fuera de la caverna, estrechando con fuerza al pequeño.
Los truenos la perseguían retumbando mientras corría cuesta abajo. Estalló un rayo, tocando uno de los cables de la red travesera que desde un lugar cercano subía hacia las nubes. El cable chisporroteó y llameó, hasta que lo apagó la lluvia. Yattmur corría, corría hacia la caverna de los guatapanzas, sin atreverse a mirar atrás.
Sólo al llegar se dio cuenta de que no tenía ninguna idea de cómo la recibirían. Pero entonces ya era demasiado tarde. Cuando entró como una tromba desde la lluvia, los guatapanzas y los monteorejas saltaron para salirle al encuentro.
Gren se dejó caer sobre las manos y las rodillas entre las punzantes piedras de la boca de la caverna.
En las impresiones que tenía del mundo exterior dominaba el caos. Las imágenes asomaban en vaharadas, le serpeaban en la mente. Vio una pared de celdas minúsculas, pegajosa como un panal, que crecía alrededor. Aunque tenía mil manos, no podían derribar la pared; se pegoteaban en un jarabe espeso que las entorpecía. Ahora la pared de las celdas se alzaba por encima de él, cerrándose. Sólo quedaba en ella una abertura. Mirando por esa abertura, vio unas figuras diminutas a leguas y leguas de distancia. Una era Yattmur, de rodillas, gesticulando, llorando porque él no podía llegar hasta ella. En otras, reconoció a los guatapanzas. Luego identificó a Lily-yo, la mujer jefe del viejo grupo. Y otra —¡esa criatura que se retorcía como un gusano! —era él, él mismo, excluido de su propia ciudadela.