Lo que realmente la había trastornado, sospechaba, era su pregunta de saber si ella era su madre.
Desde hacía un cierto tiempo ya, Duncan sabía que él era algo especial. Había lugares en el elaborado complejo de aquel Alcázar Bene Gesserit donde no se le permitía la entrada. Había hallado formas particulares de eludir tales prohibiciones, y había mirado a menudo a través de gruesos cristales y ventanas abiertas a guardias y enormes extensiones de terreno despejado que podían ser cubiertos desde blindadas torretas de vigilancia estratégicamente situadas. El propio Miles Teg le había enseñado la importancia de aquella disposición de defensa.
Gammu, era llamado ahora el planeta. En otro tiempo había sido conocido como Giedi Prime, pero alguien llamado Gurney Halleck lo había cambiado. Todo aquello era historia antigua. Aburrido. Aún quedaba un débil olor de aceite rancio en el polvo del planeta, recuerdo de sus días predanianos. Milenios de plantaciones especiales estaban cambiando aquello, explicaban sus maestros. Podía ver parte de todo ello desde el Alcázar. Bosques de coníferas y otros árboles les rodeaban allí.
Observando aún disimuladamente a las dos Reverendas Madres, Duncan efectuó una serie de volteretas. Flexionó sus sorprendentes músculos mientras se movía de la forma en que Teg le había enseñado.
Teg le había instruido también en defensas planetarias.
Gammu estaba rodeado por un anillo de monitores orbitales cuyas tripulaciones no podían tener a sus familias ahí arriba consigo. Las familias permanecían aquí abajo en Gammu, rehenes de la vigilancia de aquellos guardianes orbitales. En algún lugar entre las naves en el espacio, había no–naves indetectables cuyas tripulaciones estaban compuestas enteramente por gente del Bashar y Hermanas Bene Gesserit.
—No hubiera aceptado esta responsabilidad sin estar completamente seguro de todas las instalaciones de defensa —había explicado Teg.
Duncan se había dado cuenta de que
él
era «esta responsabilidad». El Alcázar estaba allí para protegerle a él. Los monitores orbitales de Teg, incluidas las no–naves, protegían el Alcázar.
Todo aquello formaba parte de una educación militar cuyos elementos Duncan encontraba de alguna forma familiares. Aprendiendo cómo defender un —al parecer— vulnerable planeta de ataques originados en el espacio,
sabía
cuándo esas defensas estaban correctamente situadas. Era algo extremadamente complicado en su conjunto, pero los elementos eran identificables y podían ser comprendidos. Estaba, por ejemplo, el control constante de la atmósfera y del suero sanguíneo de los habitantes de Gammu. Los doctores Suk pagados por la Bene Gesserit estaban por todas partes.
—Las enfermedades son armas —decía Teg—. Nuestra defensa contra las enfermedades debe ser cuidadosamente ajustada.
Frecuentemente, Teg despotricaba contra las defensas pasivas. Las llamaba «el producto de una mentalidad de sitio que desde hace mucho se sabe crea debilidades mortales».
Cuando acudía a la instrucción militar de Teg, Duncan escuchaba atentamente. Patrin y los informes de la biblioteca confirmaban que el Bashar Mentat Miles Teg había sido un famoso líder militar para la Bene Gesserit. Patrin se refería a menudo a su servicio juntos, y siempre Teg era el héroe.
—La movilidad es la clave del éxito militar —decía Teg—. Si te hallas atado a un fuerte, aunque este fuerte sea todo un planeta, eres definitivamente vulnerable.
A Teg no le importaba mucho Gammu.
—Veo que ya sabes que este lugar era llamado antiguamente Giedi Prime. Los Harkonnen que gobernaron aquí nos enseñaron unas cuantas cosas. Tenemos una mejor idea, gracias a ellos, de lo terriblemente brutales que pueden llegar a convertirse los hombres.
Mientras recordaba esto, Duncan observó que las dos Reverendas Madres que observaban desde el parapeto estaban discutiendo, obviamente sobre él.
¿Soy la responsabilidad de la nueva?
A Duncan no le gustaba ser observado, y esperaba que la nueva le concediera algo de tiempo para sí mismo. No parecía de las duras. No como Schwangyu.
Mientras proseguía sus ejercicios, Duncan los acompasó al ritmo de una letanía particular:
¡Maldita Schwangyu! ¡Maldita Schwangyu!
Había odiado a Schwangyu desde la edad de nueve años… hacía cuatro años ya. Ella no sabía de su odio, pensó. Probablemente había olvidado incluso el incidente donde su odio había prendido.
Apenas nueve años, y había conseguido deslizarse por entre los guardias interiores hasta un túnel que conducía a una de las torretas de defensa. Olía a hongos en el túnel. Las luces eran débiles. Humedad. Miró a través de las ranuras para las armas de la torreta antes de ser descubierto y devuelto a toda prisa al interior del Alcázar.
Su escapada ocasionó una severa reprimenda de Schwangyu, una figura remota y amenazadora cuyas órdenes debían ser obedecidas. Así era como seguía pensando aún de ella, pese a que desde entonces había aprendido acerca de la Voz–de–Mando de la Bene Gesserit, esa sutilidad vocal que podía dominar la voluntad de un oyente no adiestrado.
Debe ser obedecida.
—Has ocasionado el castigo disciplinario de toda una unidad de guardia —dijo Schwangyu—. Todos ellos van a ser severamente castigados.
Aquella había sido la parte más terrible de la reprimenda. Duncan apreciaba a varios de los guardias, y ocasionalmente bromeaba con algunos, riendo y jugando con ellos. Su travesura, escapándose hasta la torreta, había causado daño a algunos de sus amigos.
Duncan sabía lo que significaba ser castigado.
¡Maldita Schwangyu! ¡Maldita Schwangyu…!
Después de la reprimenda de Schwangyu, Duncan corrió hacia su jefa de instructores del momento, la Reverenda Madre Tamalane, otra de las acartonadas viejas mujeres con unos modales fríos y reservados y un pelo como la nieve sobre un rostro estrecho y una piel como cuero viejo. Le pidió a Tamalane que le dijera cuál iba a ser el castigo de sus guardias.
Tamalane se hundió en una actitud sorprendentemente pensativa, y su voz sonó como arena rascando contra madera.
—¿Castigo? Bien, bien.
Estaban en la pequeña sala de profesores anexa a la gran sala de prácticas, donde Tamalane acudía cada tarde para preparar las lecciones del día siguiente. Era un lugar de burbujas y lectores de cintas y otros sofisticados medios para almacenaje y búsqueda de la información. Duncan lo prefería con mucho a la biblioteca, pero no se le permitía entrar en la sala de profesores sin ir acompañado. Era una estancia brillantemente iluminada por varios globos a suspensor. Ante su intrusión, Tamalane se había vuelto del lugar donde estaba preparando sus lecciones.
—Siempre hay algo de banquete sacrificial en nuestros castigos importantes —le dijo—. Los guardias, por supuesto, recibirán un castigo ejemplar.
—¿Banquete? —Duncan estaba desconcertado.
Tamalane acabó de darse la vuelta por completo en su silla giratoria y le miró directamente a los ojos. Sus acerados dientes resplandecieron a las brillantes luces.
—La historia raramente ha sido buena con aquellos que deben ser castigados —dijo.
Duncan retrocedió ante la palabra «historia». Era una de las señales de Tamalane. Iba a ofrecerle una lección, otra aburrida lección.
—Los castigos de la Bene Gesserit no pueden ser olvidados.
Duncan centró su atención en la vieja boca de Tamalane, con la brusca sensación de que la mujer estaba hablando de una dolorosa experiencia personal ¡Iba a aprender algo interesante!
—Nuestros castigos llevan consigo una inescapable lección —dijo Tamalane—. Es mucho más que el dolor.
Duncan se sentó en el suelo a sus pies. Desde aquel ángulo, Tamalane era una ominosa figura envuelta en negro.
—Nosotras no castigamos con la agonía definitiva —dijo—. Esta queda reservada al paso de la Reverenda Madre por la especia.
Duncan asintió. Las grabaciones de la biblioteca se referían a la «agonía de la especia», una misteriosa prueba que creaba a una Reverenda Madre.
—Los castigos importantes son dolorosos, sin embargo dijo—. Son también dolorosos emocionalmente. La emoción evocada por el castigo es siempre la emoción que juzgamos es la mayor debilidad del penitente, y así reforzamos el castigo.
Sus palabras llenaron a Duncan con un vago temor. ¿Qué iban a hacerles a sus guardias? No pudo hablar, pero no había necesidad. Tamalane no había terminado.
—El castigo acaba siempre con un postre —dijo, y palmeó sus manos contra sus rodillas.
Duncan frunció el ceño.
—¿Postre? Eso forma parte de un banquete. ¿Cómo puede un banquete ser un castigo?
—No se trata realmente de un banquete, sino de la idea de un banquete —dijo Tamalane. Una mano parecida a una garra describió un círculo en el aire—. Llega el postre, algo totalmente inesperado. El penitente piensa:
¡Ahhh, he sido perdonado al fin!
¿Comprendes?
Duncan agitó negativamente la cabeza, de lado a lado. No, no comprendía.
—Es la dulzura del momento —dijo ella—. Has pasado por todo un doloroso banquete, y llegas al final a algo que puedes saborear. ¡Pero! Mientras lo saboreas,
entonces
llega el momento más doloroso de todos, el reconocimiento, la
comprensión
de que aquel no es el placer al final del dolor. No, en absoluto. Es el dolor definitivo del gran castigo. Encierra la lección de la Bene Gesserit.
—¿Pero qué es lo que va a hacerles a esos guardias? —Duncan tuvo que esforzarse para pronunciar aquellas palabras.
—No puedo decir qué elementos específicos de castigo individual serán. No tengo necesidad de saberlo. Sólo puedo decirte que será algo diferente para cada uno de ellos.
Tamalane no dijo nada más. Se volvió de nuevo a las lecciones del día siguiente.
—Mañana —murmuró—, continuaremos enseñándote a identificar las fuentes de los distintos acentos del galach hablado. Nadie más, ni siquiera Teg o Patrin, respondió a sus preguntas acerca de los castigos. Incluso los guardias, cuando los vio después, se negaron a hablar de sus pruebas. Algunos reaccionaron secamente a sus intentos de aproximación, y ninguno quiso jugar más con él. No había perdón por parte de los castigados. Esto estaba claro.
¡Maldita Schwangyu! ¡Maldita Schwangyu!
Así era como había empezado su profundo odio hacia ella. Todas las viejas brujas lo compartían. ¿Sería esa nueva y más joven igual que las más viejas?
¡Maldita Schwangyu!
Cuando le preguntó a Schwangyu: «¿Por qué has tenido que castigarles?», Schwangyu se tomó un cierto tiempo antes de responder. Luego:
—Gammu es peligroso para ti —dijo—. Hay gente que desea hacerte daño.
Duncan no preguntó por qué. Aquella era otra área donde sus preguntas nunca eran respondidas. Ni siquiera Teg respondía, pese a que su propia presencia enfatizaba el hecho de ese peligro.
Y Miles Teg era un Mentat que tenía que conocer muchas respuestas. Duncan veía brillar a menudo los ojos del viejo mientras sus pensamientos volaban muy lejos. Pero no había ninguna respuesta Mentat a preguntas tales como:
—¿Por qué estamos aquí en Gammu?
—¿Contra quién me guardas?
—¿Quién quiere hacerme daño?
—¿Quiénes son mis padres?
El silencio respondía a tales preguntas, o algunas veces Teg gruñía:
—No puedo contestarte.
La biblioteca era inútil. Había descubierto esto cuando tenía tan sólo ocho años y su jefe instructor era una Reverenda Madre fracasada llamada Luran Geasa… no tan vieja como Schwangyu pero bien entrada en años, más de un centenar, al menos.
A su demanda, la biblioteca le ofrecía información acerca de Gammu/Giedi Prime, acerca de los Harkonnen y su caída, acerca de los diversos conflictos en los que Teg había tenido una actuación importante. Ninguna de esas batallas resultaba haber sido muy sangrienta; varios comentarios se referían a la «soberbia diplomacia» de Teg. Pero, con un dato conduciendo a otro, Duncan había llegado a saber acerca de la época del Dios Emperador y del sometimiento de su pueblo. Ese período atrajo la atención de Duncan durante semanas. Encontró un viejo mapa en las grabaciones, y lo proyectó en la pared–pantalla. Las sobreimpresiones del comentador le dijeron que aquel Alcázar había sido un Centro de Mando de las Habladoras Pez, abandonado durante la Dispersión.
¡Habladoras Pez!
Duncan deseó entonces haber vivido durante su tiempo, sirviendo como uno de los raros consejeros masculinos en el ejército de mujeres que había adorado al gran Dios Emperador.
¡Oh, haber vivido en Rakis durante aquellos días!
Teg se mostró sorprendentemente comunicativo acerca del Dios Emperador, llamándolo siempre «el Tirano». Una de las secciones reservadas de la biblioteca fue abierta, y la información acerca de Rakis brotó para Duncan.
—¿Podré ver alguna vez Rakis? —preguntó a Geasa.
—Estás siendo preparado para vivir allí.
La respuesta lo sorprendió. Todo lo que había aprendido acerca de aquel lejano planeta adquirió un nuevo enfoque.
—¿Por qué viviré allí?
—No puedo responder a eso.
Con renovado interés, volvió a sus estudios de aquel misterioso planeta y su miserable Iglesia de Shai-Hulud, el Dios Dividido.
Gusanos.
¡El Dios Emperador se había convertido en esos gusanos! La idea inundó a Duncan de maravilla. Quizá hubiera allí algo digno de ser adorado. El pensamiento tocó una fibra sensible en él. ¿Qué había conducido a un hombre a aceptar tan terrible metamorfosis?
Duncan sabía lo que sus guardias y todos los demás en el Alcázar pensaban acerca de Rakis y el núcleo de sacerdotes que había allí. Observaciones burlonas y risas se lo dijeron todo. Teg murmuró:
—Probablemente nunca sepamos la auténtica verdad de todo ello, pero te diré, jovencito, que esa no es religión para un soldado.
Schwangyu fue más lejos:
—Tienes que aprender sobre el Tirano, pero no tienes que creer en su religión. Es algo que está por debajo de ti, algo desdeñable.
En cada momento que le dejaban libre los estudios, Duncan examinaba todo lo que la biblioteca producía para él: el Libro Sagrado del Dios Dividido, la Biblia Custodiada, la Biblia Católica Naranja e incluso los Libros Apócrifos. Supo de la largo tiempo difunta Oficina de la Fe, y «La Perla que es el Sol de la Comprensión».