Herejes de Dune (3 page)

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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Herejes de Dune
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—No os dejéis engañar por la gente de Teg —dijo Schwangyu—. Tienen ojos en sus nucas. La madre de nacimiento de Teg, ya lo sabéis, era una de nosotras. ¡Él le está enseñando a ese ghola cosas que sería mejor que no supiera nunca!

Capítulo II

Las explosiones son también compresiones de tiempo. Los cambios observables en el universo natural son todos ellos explosivos en algún grado y desde algún punto de vista; de otra manera no podríamos observarlos. La suave Continuidad del cambio, si es frenada lo suficiente, transcurre sin ser apreciada por los observadores cuyo lapso de atención temporal es demasiado corto. Por ello os digo que yo he visto cambios que nunca jamás habríais observado.

Leto II

La mujer de pie a la luz matutina del Planeta de la Casa Capitular, al otro lado de la mesa donde se sentaba la Reverenda Madre Superiora Alma Mavis Taraza, era alta y flexible. La larga aba que la envolvía en brillante negro desde los hombros hasta el suelo no ocultaba completamente la gracia con que su cuerpo expresaba cada movimiento.

Taraza se inclinó hacia adelante en su sillón y observó el Transmisor de Informes que proyectaba sus condensados glifos Bene Gesserit en el sobre de la mesa, únicamente para sus ojos.

«Darwi Odrade», identificó el transmisor a la mujer de pie, luego apareció una biografía esencial, que Taraza ya conocía en detalle. El transmisor servía para varios propósitos… proporcionaba una memoria segura a la Madre Superiora, permitía una pausa ocasional para pensar mientras fingía repasar los informes, y era un argumento definitivo en el caso de que surgiera algo negativo en alguna de sus entrevistas.

Odrade había dado a luz diecinueve hijos para la Bene Gesserit, observó Taraza mientras las informaciones se deslizaban pasando ante sus ojos. Cada hijo de un padre distinto. Aquello no tenía nada de extraño, pero incluso los ojos más escrutadores podían ver que aquel servicio esencial a la Hermandad no había engrosado en lo más mínimo la carne de Odrade. Sus rasgos exhibían una altivez natural en su larga nariz y en el complemento de las angulosas mejillas. Cada uno de sus rasgos llamaba la atención hacia abajo, hacia una puntiaguda barbilla. Su boca, sin embargo, era llena y prometía una pasión que ella retenía muy cuidadosamente.

Siempre podemos confiar en los genes de los Atreides,
pensó Taraza.

La cortina de una de las ventanas se agitó detrás de Odrade, y volvió la vista hacia ella. Estaban en la estancia matutina de Taraza, una habitación pequeña y elegantemente amueblada decorada en distintos tonos de verde. Solamente el blanco puro de la silla–perro de Taraza la separaba de su entorno. Los miradores estaban orientados al este, al jardín y al césped, con las lejanas montañas nevadas como telón de fondo del Planeta de la Casa Capitular.

Sin alzar la vista, Taraza dijo:

—Me alegré cuando tanto tú como Lucilla aceptasteis la misión. Eso hace mi tarea mucho más fácil.

—Me hubiera gustado conocer a esa Lucilla —dijo Odrade, mirando a la parte superior de la cabeza de Taraza. Odrade tenía una suave voz de contralto.

Taraza carraspeó.

—No es necesario. Lucilla es una de nuestras más hábiles Imprimadoras. Cada una de vosotras, por supuesto, recibisteis el idéntico condicionamiento liberal para prepararos para esto.

Había algo casi insultante en el tono casual de Taraza, y solamente los hábitos de una larga asociación hicieron que Odrade rechazara un inmediato resentimiento. Parcialmente era debido al empleo de la palabra «liberal», se dio cuenta. Los antepasados Atreides se alzaban en rebelión ante la palabra. Era como si sus acumuladas memorias femeninas atacaran ferozmente a las suposiciones inconscientes y los prejuicios no examinados que se ocultaban tras el concepto.

«Tan sólo los liberales piensan realmente. Tan sólo los liberales son intelectuales. Tan sólo los liberales comprenden las necesidades de sus semejantes.»

¡Cuánta perversidad yacía oculta en esa palabra!, pensó Odrade. Cuanto ego secreto exigiendo sentirse superior.

Odrade se recordó a sí misma que Taraza, pese al tono casualmente insultante, había utilizado el término tan sólo en su sentido católico: La educación generalizada de Lucilla había sido cuidadosamente equiparada a la de Odrade.

Taraza se inclinó hacia atrás buscando una posición más cómoda, pero siguió con su atención centrada en el transmisor frente a ella. La luz de las ventanas orientadas al este caía directamente sobre su rostro, produciendo sombras bajo su nariz y barbilla. Taraza, una mujer pequeña apenas un poco más vieja que Odrade, conservaba todavía mucho de la belleza que la había convertido en la procreadora de mayor confianza con padres difíciles. Su rostro era un largo óvalo con suavemente curvadas mejillas. Llevaba su negro pelo tensamente echado hacia atrás a partir de una alta frente con una pronunciada protuberancia central. La boca de Taraza apenas se abría cuando hablaba: un soberbio control del movimiento. La atención de un observador solía centrarse en sus ojos: un irresistible azul sobre azul. El efecto conjunto era el de una suave máscara facial a través de la cual escapaba muy poco que traicionara sus auténticas emociones.

Odrade reconoció aquella postura actual en la Madre Superiora. Dentro de poco Taraza iba a empezar a murmurar para sí misma. Efectivamente, como a una señal, Taraza empezó a murmurar para sí misma.

La Madre Superiora estaba pensando mientras seguía la información biográfica con gran atención. Muchos asuntos ocupaban su mente.

Aquel era un pensamiento tranquilizador para Odrade. Taraza no creía que existiera nada parecido a un poder benéfico salvaguardando la especie humana. La Missionaria Protectiva y las intenciones de la Hermandad eran todo lo que contaba en el universo de Taraza. Cualquier cosa que sirviera para esas intenciones, incluso las maquinaciones del hacía tanto tiempo muerto Tirano, podía ser juzgada buena. Todo lo demás era perjudicial. Las intrusiones de la Dispersión —especialmente aquellas descendientes que regresaban y se hacían llamar «Honoradas Matres»— no eran algo en lo que se pudiera confiar. La propia gente de Taraza, incluso aquellas Reverendas Madres que se oponían a ella en el Consejo, eran el último recurso Bene Gesserit, lo único en que se podía confiar.

Todavía sin alzar la vista, Taraza dijo:

—Ya sabes que cuando comparamos los milenios precedentes al Tirano con los posteriores a su muerte, la disminución en los conflictos importantes es fenomenal. Desde el Tirano, el número de tales conflictos ha bajado a menos de un dos por ciento de lo que eran antes.

—Por lo que sabemos —dijo Odrade.

Los ojos de Taraza aletearon, alzándose brevemente, y luego volvieron a bajar.

—¿Qué?

—No tenemos forma alguna de decir cuántas guerras se han producido fuera de nuestro conocimiento. ¿Tienes estadísticas de la gente de la Dispersión?

—¡Por supuesto que no!

—Lo que estás diciendo es que Leto nos domesticó —dijo Odrade.

—Si quieres expresarlo de este modo. —Taraza insertó una señal en algo que vio en su display.

—¿No deberíamos atribuir algo del crédito a nuestro bienamado Bashar Miles Teg? —preguntó Odrade—. ¿O a sus predecesores llenos de talento?

—Nosotras elegimos a esa gente —dijo Taraza.

—No veo la pertinencia de esta discusión marcial —dijo Odrade—. ¿Qué tiene que ver con nuestro actual problema?

—Hay algunas que piensan que podemos revertir a la condición pre–Tirano con un bang de lo más desagradable.

—¿Oh? —Odrade frunció los labios.

—Algunos grupos entre nuestros Perdidos que regresan están vendiendo armas a cualquiera que las desee o pueda comprarlas.

—¿Específicas?

—Armas muy sofisticadas están confluyendo sobre Gammu, y quedan muy pocas dudas de que los tleilaxu están almacenando algunas de las peores.

Taraza se inclinó con una voz baja, casi meditativa.

—Creemos que estamos tomando decisiones trascendentales y fuera de los más altos principios.

Odrade había oído también aquello antes. Dijo:

—¿Duda la Madre Superiora de la rectitud de la Bene Gesserit?

—¿Dudar? Oh, no. Pero experimento frustración. Trabajamos todas nuestras vidas para esas altamente refinadas metas y al final, ¿qué descubrimos? Descubrimos que muchas de las cosas a las cuales hemos dedicado nuestras vidas proceden de insignificantes decisiones. Pueden ser rastreadas como deseos de comodidad o conveniencia personales, y no tienen nada que ver en absoluto con nuestros altos ideales. Lo que realmente estaba en juego era algún acuerdo mundano que satisfacía las necesidades de aquellos que
podían
tomar las decisiones.

—Te he oído llamar a eso necesidad política —dijo Odrade.

Taraza habló con un férreo control mientras volvía su atención al display frente a ella.

—Si nos institucionalizamos en nuestros juicios, esa es una forma segura de extinguir la Bene Gesserit.

—No encontrarás decisiones insignificantes en mi biografía —dijo Odrade.

—Estoy buscando fuentes de debilidad, grietas.

—Tampoco las encontrarás.

Taraza reprimió una sonrisa. Reconoció aquella observación egocéntrica: la forma que tenía Odrade de aguijonear a la Madre Superiora. Odrade era muy buena aparentando impaciencia, cuando en realidad permanecía suspendida en un flujo atemporal de paciencia.

Cuando Taraza no picó el anzuelo, Odrade reasumió su calmada espera… respiración pausada, mente firme. La paciencia llegó sin necesidad de pensar en ella. La Hermandad le había enseñado hacía mucho tiempo cómo dividir pasado y presente en flujos simultáneos. Mientras observaba su entorno inmediato, podía captar detalles y fragmentos de su pasado y revivirlos como si estuvieran reflejados en una pantalla sobreimpuesta al presente.

El trabajo de la memoria,
pensó Odrade. Cosas que era necesario arrastrar fuera y dejar descansar. Retirar las barreras. Una vez retirado todo lo demás, siempre quedaba todavía la enmarañada infancia.

Había habido un tiempo en el que Odrade vivía como lo hacen la mayor parte de los niños, en una casa con un hombre y una mujer que, aunque no fueran sus padres, realmente actuaban in loco parentis. Todos los demás niños que conocía entonces vivían en situaciones similares. Tenían
papás y mamás.
Algunas veces tan sólo el papá trabajaba fuera de casa. Algunas veces tan sólo la mamá salía a trabajar. En el caso de Odrade, la mujer permanecía en casa y la niña no era enviada a ninguna guardería durante las horas de trabajo. Mucho más tarde Odrade supo que su madre de nacimiento había pagado una gran cantidad de dinero para proporcionarle eso a su hija apartada de su camino.

—Te ocultó con nosotros porque te quería —le explicó la mujer cuándo Odrade fue lo suficientemente mayor como para comprender—. Es por eso por lo que nunca debes revelar que nosotros no somos tus auténticos padres.

El amor no tenía nada que ver con aquello, supo Odrade más tarde. Las Reverendas Madres no actuaban por tales motivos mundanos. Y la madre de nacimiento de Odrade había sido una Hermana Bene Gesserit.

Todo aquello le fue revelado a Odrade de acuerdo con el plan original. Su nombre. Odrade. Darwi era como siempre había sido llamada cuando el que lo hacía no se mostraba cariñoso o irritado. Naturalmente, los amigos jóvenes lo abreviaban a Dar.

Sin embargo, no todo iba de acuerdo con el plan original. Odrade recordaba una estrecha cama en una habitación realzada con pinturas de animales y paisajes de fantasía en las paredes azul pastel. Unas cortinas blancas se agitaban en la ventana a las suaves brisas de la primavera y el verano. Odrade recordaba saltar sobre la estrecha cama… un maravilloso y divertido juego: arriba, abajo, arriba, abajo. Muchas risas. Unos brazos la sujetaron en medio de uno de esos saltos y la apretaron fuertemente. Eran los brazos de un hombre: un rostro redondo con un pequeño bigote que le hacía cosquillas y la hacía reír. La cama golpeaba contra la pared cuando ella saltaba, y la pared mostraba unas pequeñas indentaciones como resultado de este movimiento.

Odrade revivió esos recuerdos ahora, reluctante de arrojarlos contra el muro de la racionalidad. Señales en una pared. Señales de risas y alegría. Qué pequeñas eran, representando tanto.

Era extraño cómo recientemente había estado pensando cada vez más en papá. Todos los recuerdos no eran felices. Había habido ocasiones en las que él se había mostrado triste e irritado, advirtiendo a mamá de «no implicarse demasiado». Poseía un rostro que reflejaba muchas frustraciones. Su voz ladraba cuando estaba irritado. Entonces mamá se movía muy discretamente, con los ojos llenos de preocupación. Odrade captaba la preocupación y el miedo y se ofendía con el hombre. La mujer sabía mejor cómo tratarlo. Le besaba en la nuca, acariciaba sus mejillas y le susurraba cosas al oído.

Esas antiguas emociones «naturales» habían dado mucho trabajo al analista–censor de la Bene Gesserit antes de que pudieran ser exorcizadas de Odrade. Pero incluso ahora quedaba un detritus residual que había que recoger y echar. Incluso ahora. Odrade sabía que no todo había desaparecido.

Viendo la forma en que Taraza estudiaba con extremo cuidado el informe biográfico, Odrade se preguntó si aquella era la grieta que veía la Madre Superiora.

Seguramente ahora saben que puedo enfrentarme a las emociones de esos primeros tiempos.

Hacía tanto tiempo de todo ello. Aún tenía que admitir que el recuerdo del hombre y la mujer estaban dentro de ella, ligados con tal fuerza que nunca podrían ser borrados por completo. Especialmente mamá.

La Reverenda Madre in extremis que había dado a luz a Odrade la había depositado en aquel lugar oculto de Gammu por razones que ahora Odrade comprendía muy bien. Odrade no experimentaba resentimientos. Había sido necesario para la supervivencia de las dos. Los problemas surgían del hecho de que la madre adoptiva había proporcionado a Odrade eso que la mayor parte de las madres proporcionaban a sus hijos, eso en lo que no creía la Hermandad… amor.

Cuando vinieron las Reverendas Madres, la madre adoptiva no había luchado contra el que se le llevaran a su hija. Aparecieron dos Reverendas Madres con un contingente de procuradores masculinos y femeninos. Odrade necesitó mucho tiempo para comprender el significado de aquel desgarrador momento. La mujer había sabido en lo más íntimo de su corazón que el día de la partida estaba cercano. Sólo era cuestión de tiempo. Sin embargo, a medida que los días se convertían en años —casi seis años estándar—, la mujer se había atrevido a albergar esperanzas.

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