Tuvo la impresión de que podía sentir el documento vibrando en su mano. Aquel Manifiesto Atreides era exactamente el tipo de cosa que las masas powindah iban a seguir hasta su fatal destino.
Algunos días es melange; algunos días es amargo polvo.
Aforismo rakiano
En su tercer año con los sacerdotes de Rakis, la muchacha Sheeana permanecía tendida boca abajo en la parte superior de una alta y curvada duna. Observaba en la distancia matutina hacia donde podía escucharse un gran murmullo de fricción. La luz era una plata fantasmal que helaba el horizonte con una diáfana neblina. El frío de la noche estaba asentado todavía en la arena.
Sabía que los sacerdotes estaban observándola desde la seguridad de su torre rodeada de agua a unos dos kilómetros detrás de ella, pero aquello la preocupaba muy poco. El temblor de la arena bajo su cuerpo exigía toda su atención.
Es uno de los grandes, pensó. Al menos setenta metros. Uno de los hermosamente grandes.
El destiltraje gris se apretaba suave y resbaladizo contra su piel. No tenía ninguno de los remiendos abrasivos de los viejos de enésima mano que había llevado antes de que los sacerdotes la tomaran a su cuidado. Se sentía agradecida por el excelente destiltraje y la gruesa túnica blanca y púrpura que lo cubría, pero sobre todo lo demás sentía la excitación de hallarse allí. Algo intenso y peligroso la henchía en momentos como aquel.
Los sacerdotes no comprendían lo que ocurría allí. Ella lo sabía. Eran unos cobardes. Miró por encima de su hombro a la distante torre, y vio la luz del sol reflejarse en las lentes.
Una preciosa muchacha de once años estándar, esbelta y de piel bronceada, con pelo castaño mechado de color más claro; podía visualizar claramente lo que estaban viendo los sacerdotes a través de sus lentes espía.
Me ven hacer lo que elfos no se atreven a hacer. Me ven en el camino de Shaitan. Debo verme muy pequeña en la arena, y Shaitan se ve muy grande. Ahora ya deben poder divisarlo.
A juzgar por el raspante sonido, supo que ella también podría divisar pronto al gigantesco gusano. Sheeana no pensaba en el monstruo que se aproximaba como en Shai-Hulud, el Dios de las arenas, algo a lo que los sacerdotes cantaban cada mañana en obediencia a la perla de consciencia de Leto II que yacía encapsulada en cada uno de los multianillados dueños del desierto. Pensaba en los gusanos principalmente como en «los que me perdonaron», o como Shaitan.
Ahora le pertenecían.
Era una relación que se había iniciado hacía un poco más de tres años, durante el mes de su octavo cumpleaños, el Mes Igat según el viejo calendario. Su poblado había sido un poblado pobre, una aventura pionera atrevidamente edificada mucho más allá de las barreras de seguridad como los qanats y los anillos de canales de Keen. Sólo un foso de arena húmeda protegía esos lugares pioneros. Shaitan evitaba el agua, pero el vector trucha de arena terminaba muy pronto con cualquier humedad. La preciosa humedad capturada en las trampas de viento debía ser gastada cada día para renovar la barrera. Su poblado era un miserable racimo de chozas y cabañas con dos pequeñas trampas de viento, adecuadas para recoger el agua necesaria para beber pero que solamente dejaban un excedente esporádico que podía ser añadido a la barrera contra los gusanos.
Aquella mañana —muy parecida a esta mañana, el frío de la noche mordiendo aún su nariz y sus pulmones, el horizonte constreñido por una diáfana bruma—, la mayoría de los niños del poblado habían salido al desierto, para buscar los fragmentos de melange que a veces abandonaba Shaitan tras su paso. Dos de los grandes habían sido oídos cerca durante la noche. La melange, incluso a los modernos bajos precios, podría permitirles comprar los ladrillos vitrificados para erigir una tercera trampa de viento.
Cada niño rastreador no solamente buscaba la especia sino que también observaba aquellos signos que podían revelar la presencia de una de las antiguas fortalezas sietch de los Fremen. Ahora aquellos lugares no eran más que restos, pero las barreras de roca proporcionaban una mayor seguridad contra Shaitan. Y algunos de los lugares sietch se decía que contenían grandes cantidades de melange. Todos los habitantes del poblado soñaban con un descubrimiento así.
Sheeana, llevando su remendado destiltraje y su ajada aba, se dirigió sola hacia el nordeste, hacia el lejano montículo de humoso aire que revelaba que la gran ciudad de Ken, con su riqueza de humedad enroscándose en las brisas calentadas por el sol, estaba allí.
Cazar restos de melange en la arena era principalmente un asunto de centrar la atención en el olfato. Era una forma de concentración que dejaba solamente fragmentos de consciencia sintonizados al raspar en la arena que indicaba que Shaitan se aproximaba. Los músculos de las piernas se movían automáticamente en la marcha arrítmica que se mezclaba con los sonidos naturales del desierto.
Al principio, Sheeana no oyó los gritos. Se mezclaban con la inconstante fricción de la arena arrastrada por el viento a lo largo de los barraganes que ocultaban de su vista el poblado. Lentamente, sin embargo, el sonido fue penetrando en su consciencia, hasta llegar un momento en que exigió su atención.
¡Varias voces gritando!
Sheeana olvidó la precaución del desierto de caminar irregularmente. Avanzando con rapidez al límite de lo que le permitían sus músculos infantiles, trepó por la deslizante superficie del barragán y miró hacia aquel terrible sonido. Llegó a tiempo de ver lo que había cortado en seco el último de los gritos.
El viento y las truchas de arena habían secado un amplio arco de la barrera en el extremo más alejado del poblado. Podía verlo por la diferencia de color. Un gusano salvaje había penetrado por la abertura. Estaba trazando círculos dentro del cerco de humedad que quedaba. La gigantesca y abrasante boca engullía indistintamente gente y chozas en un círculo que se iba cerrando por momentos.
Sheeana vio a los últimos supervivientes apiñados en el centro de aquella destrucción, un espacio ya despejado de sus toscas cabañas y lleno con los restos esparcidos de las trampas de viento. Mientras observaba, algunas de aquellas personas intentaron escapar hacia el desierto. Sheeana vio a su padre entre los frenéticos corredores. Ninguno escapó. La enorme boca se lo tragó todo antes de volverse para dar cuenta de lo poco que quedaba ya del poblado.
Lo único que quedó del insignificante poblado que se había atrevido a reclamar una parcela de los dominios de Shaitan fue una extensión de humeante arena. El lugar que había ocupado estaba ahora tan desprovisto de señales de habitación humana como lo había estado antes de que nadie caminara por él.
Sheeana lanzó un jadeante suspiro, e inhaló aire a través de su nariz para conservar la humedad de su cuerpo como haría todo buen hijo del desierto. Registró el horizonte en busca de algún signo de los demás niños, pero el rastro de Shaitan había trazado grandes curvas y lazos por todo el extremo más alejado del poblado. Ni un solo ser humano aparecía a la vista. Gritó, el agudo grito que llegaría hasta muy lejos en el seco aire. No le llegó ninguna respuesta.
Sola.
Avanzó como en trance a lo largo del borde de la duna hacia donde había estado el poblado. A medida que se acercaba al lugar una gran vaharada de olor a canela llenó su olfato, arrastrado por el viento que seguía agitando las cimas de las dunas. Entonces se dio cuenta de lo que había ocurrido. El poblado se había instalado desastrosamente encima de una masa de pre–especia. Mientras la gran horda muy hundida en la arena llegaba a su maduración, expandiéndose en una explosión de melange, Shaitan había acudido. Cualquier niño sabía que Shaitan no podía resistirse a una explosión de especia.
La rabia y una loca desesperación llenaron a Sheeana. Inconscientemente, echó a correr duna abajo hacia Shaitan, avanzando detrás del gusano mientras este se volvía de nuevo hacia la zona seca por la cual había entrado en el poblado. Sin pensarlo, corrió detrás y a lo largo de su cola, trepó a ella, y siguió corriendo hacia adelante por el gran lomo anillado. Al llegar a la protuberancia detrás de su boca, se agachó y empezó a golpear con sus puños contra la inconmovible superficie.
El gusano se detuvo.
Su ira se convirtió bruscamente en terror. Sheeana dejó de golpear al gusano. Sólo entonces se dio cuenta de que había estado gritando. Una terrible sensación de solitaria indefensión la inundó. No sabía cómo había llegado hasta allí. Únicamente sabía dónde estaba ahora, y aquella certitud la aferró con un miedo agónico.
El gusano siguió inmóvil sobre la arena.
Sheeana no sabía qué hacer. En cualquier momento el gusano podía rodar sobre sí mismo y aplastarla. O podía enterrarse en la arena, dejándola a ella en la superficie para ser devorada a su placer.
Bruscamente, un largo temblor se abrió camino por todo el gusano, desde su cola hasta la posición de Sheeana detrás de su boca. El gusano empezó a avanzar. Giró en un amplio arco y ganó velocidad, encaminándose hacia el nordeste.
Sheeana se inclinó hacia adelante y se sujetó al protuberante borde delantero del anillo en el lomo del gusano. Temió que en cualquier momento se hundiera en la arena.
¿Qué podría hacer entonces ella? Pero Shaitan no se enterró. A medida que pasaban los minutos sin ninguna desviación de aquel rectilíneo y rápido rumbo por entre las dunas, Sheeana descubrió que su mente estaba funcionando de nuevo. Conoció lo que significaba aquella cabalgada. Los sacerdotes del Dios Dividido la prohibían pero las historias, tanto escritas como orales, decían que los Fremen cabalgaban así a los gusanos en los viejos días. Los Fremen montaban de pie en el lomo de Shaitan, sujetados por finas varillas con garfios en sus extremos. Los sacerdotes decretaron que esto había ocurrido antes de que Leto II compartiera su consciencia con el Dios del desierto. Ahora, no se permitía nada que pudiera deshonrar los esparcidos fragmentos de Leto II.
Con una velocidad que la aturdió, el gusano llevaba a Sheeana hacia la brumosa forma de Keen. La gran ciudad se extendía como un espejismo en el distorsionado horizonte. La raída túnica de Sheeana restallaba contra la delgada superficie de su remendado destiltraje. Sus dedos le dolían de aferrarse al borde del gigantesco anillo. La canela, la roca quemada y el ozono del intercambio calorífico del gusano le llegaban en oleadas que azotaban su rostro junto con el viento.
Ken empezó a ganar definición ante ella.
Los sacerdotes me verán y se pondrán furiosos,
pensó.
Identificó las bajas estructuras de ladrillos que señalaban la primera línea de qanats y, más allá de ellos, la cerrada curva en forma de barrica de un acueducto de superficie. Por encima de esas estructuras se alzaban las paredes de los jardines en terraza y los altos perfiles de gigantescas trampas de viento, y luego el complejo del templo con sus propias barreras de agua.
¡Un día de marcha a través de la arena en poco más de una hora!
Sus padres y sus vecinos del poblado habían efectuado aquel viaje muchas veces para comerciar y para asistir a la danza, pero Sheeana solamente les había acompañado en dos ocasiones. Recordaba principalmente la danza y la violencia que había seguido luego. El tamaño de Keen la había dejado asombrada. ¡Tantos edificios! ¡Tanta gente! Shaitan no podía hacer ningún daño a un lugar como aquél.
Pero el gusano se dirigía directamente hacia allá, como si pretendiera seguir por encima del qanat y el acueducto. Sheeana contempló la ciudad creciendo alta, cada vez más alta, ante ella. La fascinación dominó su terror. ¡Shaitan no iba a detenerse!
El gusano frenó su marcha y se detuvo.
La superficie tubular de los respiraderos del qanat estaba a no más de cincuenta metros frente a su enorme boca abierta. Olió las cálidas exhalaciones de canela, oyó los profundos rumores del horno interno de Shaitan.
Comprendió finalmente que el viaje había terminado. Lentamente, Sheeana soltó su presa en el borde del anillo. Se irguió, esperando que en cualquier momento el gusano reanudara su avance. Shaitan permaneció completamente inmóvil. Moviéndose cautelosamente, se deslizó de su percha y se dejó caer sobre la arena. Se detuvo allí. ¿Iba a moverse ahora? Tuvo una vaga idea de echar a correr hacia al qanat, pero aquel gusano la fascinaba. Deslizándose por la agitada arena, Sheeana se dirigió hacia la parte frontal del gusano y se quedó contemplando la aterradora boca. Más allá del marco de cristalinos dientes las llamas avanzaban y retrocedían. Una ardiente exhalación de olores de especia la envolvió.
La locura de aquella primera carrera duna abajo y luego sobre el lomo del gusano volvió a Sheeana.
—¡Maldito seas, Shaitan! gritó, agitado un puño hacia la horrible boca—. ¿Qué te habíamos hecho nosotros?
Había oído a su madre utilizar aquellas mismas palabras ante la destrucción de un huerto de tubérculos. Ninguna parte de la consciencia de Sheeana había cuestionado nunca ese nombre, Shaitan, ni la furia de su madre. Pertenecía a los estratos más pobres de los desheredados de Rakis y ella lo sabía. Su gente creía en Shaitan primero y en Shai-Hulud después. Los gusanos eran gusanos y a menudo algo mucho peor. No había justicia en la arena. Sólo el peligro acechaba allí. La pobreza y el temor a los sacerdotes podía conducir a su gente hasta las peligrosas dunas, pero incluso entonces se movían con la misma furiosa persistencia que había conducido a los Fremen.
Esta vez, sin embargo, Shaitan había ganado.
Entonces penetró en la consciencia de Sheeana que se hallaba en el centro mismo del sendero mortal. Sus pensamientos, aún no completamente formados, reconocieron solamente que había hecho algo alocado. Mucho más tarde, cuando las enseñanzas de la Hermandad completaron el despertar de su consciencia, se daría cuenta de que se había sentido abrumada por el terror de la soledad. Había deseado que Shaitan la tomara a ella también para ir a hacer compañía a los muertos.
Un sonido raspante brotó de debajo del gusano.
Sheeana sofocó un grito.
Lentamente al principio, luego más aprisa, el gusano retrocedió varios metros. Allí giró y ganó velocidad junto a los montículos gemelos que había creado viniendo del desierto. El roce de su paso disminuyó en la distancia. Sheeana fue consciente entonces de otro sonido. Alzó la vista al cielo. El tuoc–tuoc de un ornitóptero de los sacerdotes flotó sobre ella, rozándola con su sombra. El aparato resplandecía a la luz del sol matutino mientras seguía al gusano hacia el desierto.