Sheeana sintió entonces un miedo mucho más familiar.
¡Los sacerdotes!
Mantuvo su mirada fija en el tóptero. Flotaba en la distancia, luego regresó para posarse suavemente en un trozo de arena alisada por el paso del gusano, cerca de ella. Pudo oler los lubricantes y la nauseabunda acritud del combustible del tóptero. Aquella cosa era un insecto gigantesco anidado en la arena, aguardando para saltar sobre ella.
Una portezuela se abrió de golpe.
Sheeana echó hacia atrás sus hombros y se mantuvo en su sitio. Muy bien: la habían atrapado. Sabía lo que le esperaba ahora. Nada ganaría huyendo. Sólo los sacerdotes usaban tópteros. Podían ir a cualquier lugar y ver cualquier cosa.
Dos sacerdotes llevando lujosos atuendos, dorados y blancos con ribetes púrpura, salieron frente a Sheeana, tan cerca de ella que pudo oler su sudor y el almizcleño incienso de melange que empapaba sus ropas. Eran jóvenes, pero muy parecidos a todos los sacerdotes que podía recordar: rasgos suaves, manos no encallecidas, despreocupados de perder su humedad. Ninguno de ellos llevaba destiltraje bajo su hábito.
El de la izquierda, clavando sus ojos en los de Sheeana, habló:
—Hija de Shai-Hulud, vimos a tu Padre traerte desde sus tierras.
Las palabras no tuvieron ningún sentido para Sheeana. Los sacerdotes eran hombres a los que había que temer. Sus padres y todos los adultos que había conocido habían impreso en ella esta idea a través de sus palabras y acciones. Los sacerdotes poseían ornitópteros. Los sacerdotes te daban de alimento a Shaitan por la más ligera infracción o por ninguna infracción en absoluto, sólo por su capricho. Su gente conocía muchos ejemplos.
Sheeana se apartó de los arrodillados hombres y miró a su alrededor. ¿Hacia dónde podía echar a correr?
El que había hablado alzó una mano implorante.
—Quédate con nosotros.
—¡Sois malos! —la voz de Sheeana se quebró con la emoción.
Ambos sacerdotes cayeron postrados en la arena.
Muy lejos, en las torres de la ciudad, la luz del sol se reflejó en lentes. Sheeana las vio. Sabía qué eran aquellos destellos. Los sacerdotes estaban siempre observándote desde las ciudades. Cuando veías el destello de las lentes, aquello era señal de que debías pasar inadvertido, «ser bueno».
Sheeana apretó sus manos frente a ella para detener su temblor. Miró a derecha e izquierda, luego a los postrados sacerdotes.
Algo estaba mal allí.
Con las cabezas apoyadas en la arena, los dos sacerdotes se estremecían temerosos y aguardaban. Nadie habló.
Sheeana no sabía cómo responder. La impresión de sus más recientes experiencias no podía ser absorbida por una mente de ocho años. Sabía que sus padres y todos sus vecinos habían sido llevados por Shaitan. Sus propios ojos lo habían visto. Y Shaitan la había traído a ella hasta aquí, negándose a tomarla en sus horribles fuegos. Ella había sido perdonada.
Había una palabra que sí comprendía. Perdonada. Le había sido explicada cuando había aprendido la canción de la danza.
—
¡Shai–Hulud nos perdone!
—
Llévate a Shaitan…
Lentamente, sin desear excitar a los postrados sacerdotes, Sheeana inició los deslizantes, arrítmicos movimientos de la danza. A medida que la recordaba la música iba creciendo dentro de ella, y desunió sus manos y extendió sus brazos en toda su longitud. Sus pies se alzaron en los majestuosos movimientos. Su cuerpo giró, lentamente al principio, luego más rápido a medida que el éxtasis de la danza aumentaba. Su largo cabello castaño azotó su rostro.
Los dos sacerdotes se atrevieron a alzar sus cabezas. ¡La extraña niña estaba realizando La Danza! Reconocieron los movimientos: La Danza Propiciatoria. Le estaba pidiendo a Shai-Hulud que perdonara a su pueblo. ¡Le estaba pidiendo a Dios que les perdonara
a ellos
!
Volvieron sus cabezas para mirarse el uno al otro y, al unísono, se echaron hacia atrás, sentándose sobre sus talones. Luego, empezaron a palmear en el tradicional esfuerzo por distraer al danzarín. Sus manos palmeaban rítmicamente mientras cantaban las antiguas palabras:
—
Nuestros padres comieron el maná en el desierto…
—
… ¡en los ardientes lugares de donde proceden los remolinos del viento!
Los sacerdotes lo habían excluido todo de su atención excepto la niña. Era esbelta, veían, con fibrosos músculos, brazos y piernas delgados. Su túnica y destiltraje estaban raídos y remendados como los de los parias. Sus pómulos sobresalientes arrojaban sombras sobre su olivácea piel. Sus ojos eran marrones, observaron. Rojizas estrías del color del sol mechaban sus cabellos. Había la severidad del ahorro del agua en todos sus rasgos… la afilada nariz y la puntiaguda barbilla, la amplia frente, la ancha y fina boca, el largo cuello. Se parecía a los retratos Fremen en el santo de los santos en Dar–es–Balat. ¡Por supuesto! La hija de Shai-Hulud tendría este aspecto.
Además, danzaba bien. Sus movimientos no seguían un ritmo rápidamente repetido. Había ritmo en ellos, pero era admirablemente largo, al menos cien pasos. Lo mantuvo ininterrumpidamente mientras el sol se alzaba cada vez más alto. Era casi mediodía antes de que se dejara caer exhausta en la arena.
Los sacerdotes se pusieron en pie y miraron hacia el desierto, allá donde Shai-Hulud había desaparecido. El ritmo de la danza no lo había atraído de nuevo. Habían sido perdonados.
Así había empezado la nueva vida de Sheeana.
En sus propios aposentos y durante muchos días, los sacerdotes más ancianos se enzarzaron en violentas discusiones acerca de ella. Finalmente trasladaron sus disputas e informes al Sumo Sacerdote, Hedley Tuek. Se reunieron una tarde en el Salón de las Pequeñas Asambleas. Tuek y seis sacerdotes consejeros. Murales de Leto II, un rostro humano en el gran cuerpo de gusano, les miraban benévolamente desde las paredes.
Tuek se sentó en un banco de piedra que había sido recuperado del Sietch Garganta del Viento. Se decía que el propio Muad'dib se había sentado en aquel banco. Una de sus patas llevaba todavía el bajorrelieve del halcón Atreides.
Sus consejeros ocuparon otros bancos más bajos y modernos frente a él.
El Sumo Sacerdote era una figura imponente; un sedoso pelo gris caía liso sobre sus hombros. Era un marco adecuado al cuadrado rostro, con su ancha y firme boca y su dura mandíbula. Los ojos de Tuek conservaban su blanco original rodeando unas pupilas azul profundo. Pobladas cejas sin recortar sombreaban sus ojos.
Los consejeros formaban un conjunto multicolor. Descendientes de antiguas familias sacerdotales, cada uno de ellos llevaba en su corazón la creencia de que los asuntos irían mucho mejor si
él
ocupara el banco de Tuek.
El larguirucho Stiros adelantó su huesudo rostro como portavoz de la oposición:
—Ella no es sino una pobre niña del desierto extraviada, y ha cabalgado a Shai-Hulud. Eso está prohibido, y el castigo es obligatorio.
Otros hablaron inmediatamente:
—¡No! No, Stiros. ¡Estás equivocado! Ella no montaba a lomos de Shai-Hulud como hacían los Fremen. No llevaba garfios de doma ni…
Stiros intentó hacerles callar.
El asunto quedó en empate, vio Tuek: tres contra tres, con Umphrud, un gordo hedonista, como abogado para «aceptación cautelar».
—Ella no tenía ninguna forma de guiar el rumbo de Shai-Hulud —argumentó Umphrud—. Todos nosotros vimos como bajó a la arena sin ningún temor y habló con Él.
Sí, todos lo habían visto, o en el momento de ocurrir o en la holofoto que un pensativo observador había tomado. Fuera o no una niña del desierto extraviada, se había enfrentado a Shai-Hulud y había hablado con Él. Y Shai-Hulud no la había devorado. No, en absoluto. El Gusano de Dios se había marchado a la orden de la niña y había vuelto al desierto.
La probaremos —dijo Tuek.
A primera hora de la mañana siguiente, un ornitóptero conducido por los dos sacerdotes que la habían traído del desierto llevaron a Sheeana muy lejos, fuera de la vista de la población de Keen. Los sacerdotes la dejaron en la cima de una duna y plantaron una meticulosa copia de un martilleador Fremen en la arena. Cuando el mecanismo de retención del martilleador fue soltado, un fuerte batir tembló a lo largo de todo el desierto… la antigua llamada a Shai-Hulud. Los sacerdotes corrieron a toda prisa a su tóptero y aguardaron muy arriba sobre ella mientras una aterrada Sheeana, viendo que sus peores temores se habían realizado, permanecía de pie sola a unos veinte metros del martilleador.
Acudieron dos gusanos. No eran los más grandes que los sacerdotes hubieran visto nunca, no tenían más de treinta metros de largo. Uno de ellos se lanzó sobre el martilleador y lo silenció. Juntos, avanzaron dejando rastros paralelos y se detuvieron el uno al lado del otro a no más de seis metros de Sheeana.
Ella permanecía resignada a su suerte, los puños apretados a sus costados. Aquello era lo que hacían los sacerdotes. Te daban de alimento a Shaitan.
En su tóptero flotando allá arriba, los dos sacerdotes observaban fascinados. Sus lentes transmitían la escena a los igualmente fascinados observadores en los apartamentos del Sumo Sacerdote en Keen. Todos ellos habían visto escenas similares antes. Era el castigo estándar, una forma sencilla de eliminar obstruccionistas entre la población y el sacerdocio, o preparar el camino para la adquisición de una nueva concubina. Nunca antes, sin embargo, la víctima había sido una niña. ¡Y una niña como aquella!
Los Gusanos–de–Dios se arrastraron lentamente hacia adelante después de su primera detención. Se inmovilizaron de nuevo cuando estaban a tan sólo tres metros de Sheeana.
Resignada a su destino, Sheeana no echó a correr. Pronto, pensó, estaría junto con sus padres y amigos. Cuando vio que los gusanos seguían inmóviles, la cólera reemplazó al terror. ¡Los malvados sacerdotes la habían dejado allí! Podía oír su tóptero sobre su cabeza. El cálido olor de la especia procedente de los gusanos llenaba el aire a su alrededor. Bruscamente, alzó su mano derecha y señaló al tóptero.
—¡Adelante, comedme! ¡Eso es lo que ellos quieren!
Los sacerdotes sobre ella no pudieron oír sus palabras, pero el gesto era visible, y podían ver que estaba hablándoles a los dos Gusano–de–Dios. El dedo señalando hacia arriba, hacia ellos, no presagiaba nada bueno.
Los gusanos no se movieron.
Sheeana bajó su mano.
—¡Vosotros matasteis a mi madre y a mi padre y a todos mis amigos! —acusó. Dio un paso hacia adelante y agitó un puño hacia ellos.
Los gusanos retrocedieron, manteniendo la distancia.
—¡Si no me queréis, marchaos de vuelta al lugar de donde habéis venido! —Agitó la mano hacia ellos, señalándoles el desierto.
Obedientemente, los dos retrocedieron más y se dieron la vuelta al unísono.
Los sacerdotes en el tóptero los siguieron hasta que se deslizaron bajo la arena a más de un kilómetro de distancia. Sólo entonces regresaron los sacerdotes, llenos de miedo y excitación. Recogieron a la hija de Shai-Hulud de la arena, y regresaron con ella a Keen.
La embajada de la Bene Gesserit en Keen recibió un informe completo al anochecer. La noticia iba de camino a la Casa Capitular a la mañana siguiente.
¡Al fin había ocurrido!
El problema con algunas clases de contienda (y podemos estar seguros de que el Tirano sabia eso, puesto que se halla implícito en su lección) es que destruyen toda la decencia moral en los tipos susceptibles. Las contiendas de esa clase abandonarán a los destruidos supervivientes, devolviéndolos a una población inocente que es incapaz incluso de imaginar lo que esos soldados que vuelven pueden llegar a hacer.
Enseñanzas de la 'Senda de Oro', Archivos de la Bene Gesserit
Uno de los más lejanos recuerdos de Miles Teg era el de estar sentado para la cena junto con sus padres y su hermana menor, Sabine. Tenía tan solo siete años por aquel entonces, pero lo ocurrido había quedado indeleblemente grabado en su memoria: el comedor en Lernaeus brillaba multicolor con flores recién cortadas, la suave luz del amarillo sol se difuminaba entre antiguas sombras. El resplandeciente servicio de mesa azul y la brillante plata realzaban la mesa. Los sirvientes permanecían de pie cerca, atentos al menor deseo, porque su madre podía estar ocupada en otra tarea, pero su función como maestra Bene Gesserit estaba siempre presente.
Janet Roxbrough–Teg, una mujer de largos huesos que parecía ideal para el papel de gran dama, miraba con el ceño fruncido de un lado a otro de la mesa, observando que el servicio estuviera todo él colocado en su sitio correcto. Loschy Teg, el padre de Miles, siempre observaba aquel ritual con un débil aire divertido. Era un hombre delgado con una alta frente y un rostro tan estrecho que parecía que sus oscuros ojos sobresalieran por los lados. Su negro pelo era un perfecto contrapunto a la blancura de la piel de su esposa.
Por encima de los débiles sonidos en la mesa y el denso aroma de la fuerte sopa edu, su madre daba instrucciones a su padre de cómo tratar con un inoportuno Comerciante Libre. Cuando dijo «tleilaxu», llamó toda la atención de Miles. Su educación acababa de tratar de la Bene Tleilax.
Incluso Sabine, que sucumbiría varios años más tarde a un envenenador en Romo, escuchaba con más atención de la que él hubiera creído posible a sus cuatro años. Sabine adoraba a su hermano como a un héroe. Cualquier cosa que llamara la atención de Miles interesaba a Sabine. Ambos niños escucharon en silencio.
—El hombre es un testaferro de los tleilaxu —decía Dama Janet—. Puedo oírlo en su voz.
—No dudo de tu habilidad en detectar tales cosas, querida —dijo Loschy Teg—. ¿Pero qué puedo hacer yo? Lleva consigo las credenciales de crédito correspondientes y desea comprar el…
—Su compra del arroz no es importante en este momento. No supongas nunca que lo que parece desear un Danzarín Rostro es lo que realmente desea.
—Estoy seguro de que no es un Danzarín Rostro. El…
—¡Loschy! Sé que has aprendido bien bajo mi instrucción y que puedes detectar a un Danzarín Rostro. Admito que el Comerciante Libre no es uno de ellos. Los Danzarines Rostro permanecen en su nave. Saben que yo estoy aquí.
—Saben que a ti no pueden engañarte. Sí, pero…
—La estrategia de los tleilaxu es siempre tejer una red de estrategias, cada una de las cuales puede ser la auténtica estrategia. Aprendieron eso de nosotras.