—¿Ese soldado te ha contado algo más?
—Poco más de lo que se explica en la carta. Al parecer, algunos senadores se han marchado a sus villas en el campo.
Hipatia recordó la conversación a la que había asistido de forma clandestina.
La noticia los había dejado abatidos. Eugenio, el emperador de Occidente, era otra oportunidad perdida para recobrar las antiguas tradiciones y el culto a los viejos dioses.
—¿Eso significa que Teodosio queda como único emperador? —preguntó Filotas.
—Graco, aunque no lo afirma de forma explícita, da a entender que a partir de ahora el poder de Teodosio se extenderá tanto sobre Constantinopla como sobre Roma. Además, cuenta con el apoyo de los visigodos; los principales jefes de esa tribu lucharon a su lado en la batalla y según ese centurión fueron una baza definitiva para el triunfo final de su ejército.
»Las consecuencias de esta batalla serán funestas. Ya habéis oído lo que dice Quinto Cecilio Graco —Teón agitó la carta que ahora sostenía en su mano—, algunos senadores se han suicidado y otros muchos han abandonado Roma con sus familias y buscado refugio en sus villas campestres temerosos de las represalias. Su crimen ha sido contribuir a la restauración de templos dedicados a algún miembro del panteón de los antiguos dioses.
—¡Eso no lo dice Graco en su carta!
—¿No?
—No.
Teón estaba tan abrumado que no distinguía entre lo que le había dicho el centurión y las noticias que su amigo le proporcionaba.
—Entonces me lo ha dicho ese centurión, que también me ha informado del ataque de la plebe a algunos templos.
—Tengo noticias de que el Ara Pacis había recuperado su antiguo esplendor —indicó Filotas.
—Está destruida y, al parecer, no es el único lugar contra el que se ha desatado el furor de esos fanáticos —señaló Teón con tristeza—. Todo apunta a que Teodosio rematará ahora la tarea que había iniciado en los años anteriores, sin que ninguna fuerza se oponga a sus designios.
—Será peor —murmuró Hermógenes—. Constantino ejerció su poder por encima de los clérigos. No ingresó en la religión de los cristianos hasta el final de su vida, durante la mayor parte de su mandato se limitó a aceptarla como una nueva creencia que formaba parte del panteón. Lo que Teodosio está haciendo es demoler las viejas creencias y las antiguas tradiciones, en beneficio de los sectores más intolerantes del cristianismo.
Un silencio triste se apoderó de la terraza cuando Hermógenes sentenció con amargura:
—Si es cierto todo lo que tu amigo Graco afirma en ese mensaje, esa batalla es mucho más que un acontecimiento militar de consecuencias políticas. A orillas de ese río se ha decidido la suerte de nuestro mundo.
El Cairo, 1948
Ann, el profesor y yo aguardamos en silencio a que nos dijese algo, pero no parecía dispuesto a hablar. Cogió una botella de whisky y, sin decir palabra, se sirvió una generosa porción, que bebió sin pestañear. Verdaderamente parecía haber visto un fantasma.
—¿Le ocurre algo? —preguntó Ann con un hilo de voz, como si temiese molestar.
El anticuario no respondió, buscaba con la mirada algo que no encontraba. Sin abrir la boca salió de nuevo del despacho y regresó a los pocos segundos; chupaba con ansia su habano para evitar que se le apagase.
Ann le preguntó de nuevo:
—¿Le ocurre algo?
—Nada, nada.
Por alguna razón el anticuario no deseaba hablar de su extraña actitud. Lo que le había ocurrido al otro lado de su despacho lo había afectado y no deseaba hablar de ello. Fue él quien preguntó al profesor:
—Bien, ¿qué le parece el códice?
—Yo diría que es auténtico.
—Solamente lo diría.
Best se colocó las gafas y miró una vez más el volumen que tenía en sus manos.
—La textura del papiro señala su antigüedad, creo que la composición de la tinta también apunta en esa dirección y, desde luego, la escritura nos está hablando de un texto copto de finales del siglo
IV
. Esta caligrafía es típica de los monjes de los monasterios del Alto Egipto y las abreviaturas que se utilizan son las propias de aquel tiempo. También la forma en que están cosidos los pliegos corresponde a la época. Albergo pocas dudas, pero ya sabe usted que el señor Milton desea una confirmación científica.
—¿Qué nos revelaría? —Boulder hizo un gesto de resignación.
—Nos permitiría conocer la composición química de la tinta. Sabemos que los monjes de los cenobios del Alto Egipto utilizaron como pigmento el llamado negro de humo, que lograba una persistencia de la escritura muy larga en el tiempo, y como aglutinante goma arábiga. Añadían, y ahí está la clave, una sal de hierro, que en aquella zona solía ser un sulfato ferroso que ayudaba a fijar la tinta y también a darle una tonalidad sepia muy peculiar.
—¿Aparecen esas características en la escritura de esos textos?
—Desde luego.
Best abrió el códice y señaló, pasando con suavidad la yema de su dedo índice:
—Mire, mire la tonalidad de la que le he hablado.
La verdad es que yo no percibía lo que él veía con tanta claridad. Lo cual no iba en contra de la autenticidad del códice; simplemente significaba que yo era un perfecto ignorante en la materia.
—Por otro lado —señaló Best—, el contenido de los textos guarda relación con otros escritos pertenecientes a los gnósticos…
—¿A quiénes? —preguntó Ann.
—A los gnósticos.
El profesor la miró y comprendió que era necesaria una explicación. Tuvo la gentileza de no preguntarme si yo sabía algo sobre aquella gente.
—Era el nombre que recibían los seguidores de una corriente de pensamiento donde se mezclaban elementos cristianos, judíos y orientales. Su nombre deriva de la palabra griega
gnosis
, que significa «conocimiento». Defendían la existencia de dos principios, uno asociado al bien y otro al mal, y sostenían que el conocimiento de la divinidad podía alcanzarse por vía intuitiva. Durante mucho tiempo formaron parte de lo que se llamaba cristianismo primitivo, donde tenían acogida numerosas tendencias. Más tarde se les señaló como herejes y sus escritos considerados muy peligrosos, después de que quedasen establecidas las creencias de la Iglesia. Muchos de sus textos están escritos en lengua copta, la que utilizaban los cristianos en el Egipto antiguo.
—¿Estos textos pertenecerían a esos gnósticos? —pregunté.
—Tendría que estudiarlos con más detenimiento, pero mi primera impresión es que sí.
Comprobé que Boulder no acababa de recuperarse. Ignoraba por qué había salido, aunque lo sospechaba, y eso me producía cierta inquietud. Mi impresión era que abandonó el despacho en busca de información sobre el tal Naguib y lo que había escuchado lo había puesto en aquel lamentable estado. Decidí sondearlo, pero Best me lo impidió.
—Supongo que tiene usted una lupa.
—Por supuesto.
El anticuario, nervioso, rebuscó en un cajón de su bufete hasta encontrarla. Se la entregó a Best, que sacó del bolsillo interior de su americana un sobre y extrajo una fotografía. Buscó una página y comparó la foto con el original.
No necesité mucho para comprender que Milton y Eaton le habían facilitado a Best mucha más información que a mí, cosa que por otra parte resultaba lógica: yo mismo me había definido como la niñera del profesor. Aproveché la nueva oportunidad que se me ofrecía para preguntarle otra vez al anticuario:
—¿Quién más está interesado en el códice?
Sabía que era una pregunta inadecuada y podía encontrarme con otra impertinencia, dada la frialdad que se había establecido entre nosotros. Boulder se mostró de nuevo poco locuaz, consultó la hora y se excusó.
—Lo lamento mucho, pero tenemos que ir al Papyrus Institute, ya saben ustedes…
¿Qué era eso de ir al Papyrus Institute? Por lo que a mí se refería yo no sabía absolutamente nada y por supuesto Ann tampoco. El profesor asintió; él era el único que estaba al tanto de todo.
Después de la visita al Papyrus Institute, donde dejamos el códice, y de un ligero almuerzo con Boulder, que seguía absorto en sus preocupaciones, nos despedimos de él y nos fuimos al más elegante salón de té de El Cairo.
Nos apeamos del taxi en Adly Pasha y caminamos un centenar de pasos hasta desembocar en la gran plaza de Suleiman Pasha, cercana al Museo de Antigüedades Egipcias. El tráfico de la zona era caótico y los atascos continuos en torno a la escultura de bronce que presidía la plaza, dedicada al famoso bajá de origen francés.
—Ése es Suleiman Pasha —les dije señalando la estatua—. Su nombre original era Jean Anthelme Sève.
—¿Era francés? —preguntó el profesor.
—Sí, era un oficial del ejército de Napoleón.
—¿Qué hace ahí?
—Se convirtió al islam y entró al servicio del virrey de Egipto. Acometió la tarea de modernizar el ejército y bajo su mando las tropas egipcias obtuvieron importantes victorias. Fue nombrado bajá y está considerado una de las glorías nacionales del país. Su bisnieta, Nazli Sabri, contrajo matrimonio con Fuad I y se convirtió en la primera reina del Egipto moderno.
—Curiosa historia.
El bullicio en la plaza era extraordinario. Vendedores ambulantes, limpiabotas ociosos que deambulaban sin rumbo fijo, camareros que atendían las terrazas de las cafeterías y comerciantes de los pequeños bazares que ofrecían desde alfombras hasta perfumes, pasando por artículos de cuero y cristal. Allí se concentraban en pocos metros algunas de las tiendas más elegantes de El Cairo, las que visitaba la aristocracia egipcia y algunas damas de la colonia británica. También podían encontrarse sofisticados salones de belleza, organizados según los cánones de la moda de París.
—Ése es el hotel Savoy.
Señalé un imponente palacio decimonónico que, como muchos otros, se había convertido en un lujoso hotel de los que daban a El Cairo un aire de ciudad cosmopolita, hasta el punto de que algunos de sus barrios elegantes como el de Tawfiqiya, donde nos hallábamos, podrían encontrarse en cualquier capital europea.
Había prometido a Ann y a Best llevarlos a Groppi, la más famosa de las casas de té. El establecimiento fue fundado a principios de siglo por un inmigrante suizo que, en muy poco tiempo, lo convirtió en una referencia del buen gusto. Su fachada, decorada con mosaicos de motivos vegetales, era una obra de arte. Hubiese sido imperdonable abandonar El Cairo sin hacerle una visita, casi tanto como no ir a rendir pleitesía a las pirámides y la Esfinge de Giza.
En la puerta, antes de cruzar el umbral, miré en todas direcciones. Pensaba que Naguib pudiera seguirnos, incluso que estuviese al acecho en cualquiera de los lujosos salones a los que solo tenían acceso los extranjeros y miembros de la élite local. El vestíbulo era suntuoso: columnas de mármol, grandes ventanales con vidrieras del
art nouveau
, muebles exquisitos y una decoración propia de un cuento oriental. Sus hermosos y cuidados jardines eran otro de sus grandes atractivos. Groppi estaba muy concurrido, como siempre. Elegantes damas luciendo modelos de Chanel o de Dior; enjoyadas señoras acompañadas por atildados caballeros; miembros de la aristocracia egipcia, tocados con sus inconfundibles
tarbushes
, pero con indumentaria occidental. Los camareros, vestidos con pantalones bombachos, camisas blancas y chalecos bordados, atendían las mesas con una diligencia poco común. Las conversaciones eran suaves murmullos que se confundían con el rumor del agua de las fuentes.
El individuo que nos recibió vestía frac, como en los mejores clubs de Londres. Le pedí una mesa en uno de los tranquilos rincones del jardín. A aquellas horas era el lugar ideal para disfrutar del té y las pastas, y también para mantener una conversación relajada.
Teníamos muchas cosas de que hablar y todas eran importantes.
Instantes después apareció el maître, que nos condujo hasta un recoleto rincón donde el murmullo del agua que corría por pequeños canales relajaba el ánimo y el ruido de la calle llegaba como un eco lejano. Pedimos té para Best y para mí, y un café turco para Ann, acompañados de una bandeja de pastas.
Mientras nos atendían comenté que los cairotas eran muy aficionados al cinematógrafo y que en la ciudad había numerosos cines a cielo abierto. Algunos de ellos se utilizaban durante el día para otros menesteres y por la noche proyectaban películas. Les expliqué que los jardines donde nos encontrábamos se convertían por la noche en uno de los más elegantes cines de El Cairo.
Pocos minutos después apareció un camarero vestido a la oriental. Traía un carrito con las bebidas y las pastas, nos sirvió ceremoniosamente y se retiró.
—Bueno, profesor, ¿cuál es su opinión sobre lo que nos ha traído aquí?
—Ese códice es auténtico. Ya les he dicho que apostaría cualquier cosa; más aún, me jugaría todo lo que poseo. No albergo la menor duda.
—Entonces, ¿por qué se ha dado ese plazo hasta mañana?
—Pura estrategia.
Me llamó la atención su seguridad, la rotundidad de su respuesta. Había conocido a numerosos arqueólogos y jamás los había escuchado pronunciarse con determinación. Todo se les iba en hipótesis, posibilidades, teorías y necesidad de seguir consultando otros parámetros para determinar la más nimia de las cuestiones.
—¿En qué se basa para estar tan seguro?
—En mi ojo, Burton, en mi ojo. No me ha engañado nunca.
Cada vez tenía mejor opinión de aquel viejo cascarrabias con el que me enfrentaba dialécticamente casi todas las semanas en el Isabelle Club. En cierto modo, el viaje me estaba permitiendo saber por qué sus programas de la BBC tenían tanta audiencia. Iba directo al grano.
—Entonces, ¿para qué hemos ido al Papyrus Institute?
—Porque Milton lo considera necesario. No sé muy bien por qué. Tal vez sea una condición del mecenas que financia las líneas de estudios sobre el cristianismo primitivo de la Theological School. Esos multimillonarios son excéntricos y maniáticos. En mi opinión, se trata de un formalismo inútil.
—¿Por qué piensa que es inútil?
—Porque no tienen los medios adecuados para emitir un informe con garantías. Además, Boulder debe tener a los expertos bajo su control.
—¿Por qué dice usted eso? —preguntó Ann.
—Porque el Papyrus Institute es un organismo oficial.
—Y eso ¿qué significa?