Bajaba de la terraza satisfecho con sus observaciones, aunque cansado por las horas de vigilia. Un silencio agradable envolvía la casa y la luz de la luna bañaba el ambiente. Al llegar a la galería de los dormitorios escuchó un leve ruido, como un gorjeo perceptible en medio del silencio reinante. Se detuvo, aguzó el oído y descubrió que procedía de la primera habitación, cuya puerta estaba entreabierta. Entró de puntillas, se acercó a la cuna iluminada por la claridad de la luna y entonces la vio. La niña movía lentamente los deditos de las manos y los observaba detenidamente como si estuviese contando. La pequeña alzó la vista y lo miró; tenía unos ojos negros, grandes y bellísimos. Fue entonces cuando Hipatia le dedicó una sonrisa maravillosa y le tendió los brazos. No pudo evitar que se le formase un nudo en la garganta. Permaneció inmóvil, sintiendo cómo su corazón latía cada vez más deprisa; la niña insistía. Como nadie lo veía, tomó a su hija y la estrechó entre sus brazos. Así estuvo mucho rato. Sintió el latido de la vida, su propia vida. El cuerpo de la pequeña Hipatia era cálido y suave. Fueron unos momentos especiales, tenía sensaciones encontradas y sentimiento de culpabilidad.
Embargado por la emoción, perdió la noción del tiempo y cuando volvió a la realidad la pequeña estaba dormida. La depositó cuidadosamente en la cuna y se quedó contemplándola, absorto. El brillo de la luna había desaparecido después de que se escondiese tras el horizonte y a las sombras de la noche siguieron los primeros resplandores de la aurora. Al alba Teón continuaba velando el placentero sueño de su hija. Salió de puntillas para no hacer ruido, aunque en la planta baja comenzaba la actividad. Al entrar en su alcoba, Pulqueria ya se desperezaba. «¿Qué tal tu luna?», le preguntó estirando los brazos. «Vengo de contemplar al sol de mi vida». Su esposa se espabiló extrañada. Miró a Teón a la cara y vio su rostro transfigurado. No tuvo que preguntarle, supo que había sucedido algo maravilloso. Después… después habían ocurrido tantas y tantas cosas…
Al astrólogo lo acompañaban media docena de criados, todos ellos armados. Nunca se sabía en qué rincón de la ciudad acechaba el peligro. El recorrido desde el Ágora había estado salpicado de paradas y detenciones en varias de las tabernas. La gente brindaba por lo ocurrido y… por Hipatia. Su padre tenía razón: se había convertido en una heroína. Teón bebió y disfrutó del momento. Su amigo Hermógenes, que siempre había postulado la moderación, bebía sin tasa. El médico estaba exultante después de una jornada como la que acababa de vivir.
Invitados por amigos y también por desconocidos, se habían detenido en casi todas las tabernas que había en el recorrido, algunas de las cuales eran sombríos tugurios donde encontraba asiento la mala vida de la ciudad. El recorrido se había prolongado tanto que hacía rato que la noche había caído cuando aún estaban a dos manzanas de su casa, por lo que dos de los criados se habían adelantado para proveerse de unas antorchas. Al volver una esquina, un individuo surgió de las sombras y se acercó a Teón. Era una figura inquietante, con aspecto de pordiosero; unos pasos más atrás de él había otros dos individuos de parecida catadura, aunque más jóvenes. Los criados de Teón ya estaban en guardia, las espadas habían aparecido en sus manos. Aquel extraño individuo se acercó a Teón que, temeroso, dio un paso atrás.
—¿No me recuerdas?
El astrólogo pensó que se trataba de un demente. Dos de sus criados ya amenazaban al desconocido con sus espadas, a pesar de que su actitud no era violenta. El estrafalario personaje era enjuto de cuerpo, tenía una larga barba que alcanzaba su cintura y estaba completamente calvo. Teón pensó que se trataba de uno de los seguidores de Clodio el cínico, que habían adoptado algunos de los comportamientos de su maestro.
—¿No me recuerdas? —insistió el desconocido—. ¿Tanto he cambiado?
Fue Hermógenes quien exclamó:
—¡Papías!
Teón clavó su mirada en los ojos del individuo que tenía delante y, por fin, lo identificó.
—¡Papías! —repitió sorprendido—. ¡Cómo… cómo es posible! ¡Pero bueno…! ¡Yo te hacía perdido en un apartado lugar del desierto! ¡Vosotros, envainad las espadas! —ordenó a sus criados—. ¡Y tú cuéntame, cuéntame! ¿Qué haces en Alejandría?
—He venido a verte.
Teón miró a los otros dos individuos, que permanecían a una prudencial distancia.
—¿Vienen contigo?
—Son monjes de mi cenobio. —Se volvió hacia ellos y les indicó que se acercasen—. Este es Eutiquio y éste, Apiano.
Ambos hicieron una respetuosa inclinación de cabeza.
—¡Qué sorpresa, Papías! ¿Te acuerdas de Hermógenes?
—¡Y de sus purgantes!
Teón abrazó al monje, el cual después saludó al médico.
—Supongo que ha de ser algo muy importante para que hayas abandonado tu cubil —comentó jocoso el padre de Hipatia.
Papías se limitó a responder afirmativamente y Teón se dio cuenta de que no deseaba hablar en presencia de testigos. Llegaron a la casa del astrólogo y allí se despidieron de Hermógenes. Teón ordenó que tres de sus criados lo escoltasen y que otros tres se encargasen de los dos monjes que acompañaban a Papías. Apenas llevaban equipaje, solo unos toscos zurrones de piel de cabra.
—Agradezco tu hospitalidad, pero no pernoctaremos aquí. Nos han dado asilo en la iglesia de San Pedro, la que está junto al Dicasterion. Estaremos en Alejandría el tiempo imprescindible.
—Bueno, ¿me dirás ahora qué te ha traído por aquí?
Papías miró a izquierda y derecha, como si temiese que alguien más pudiese escuchar sus palabras. Teón se percató de su incomodidad y, tomándolo por el brazo, lo condujo hasta una estancia apartada donde podían hablar con tranquilidad y sin que el monje albergase temores. Hizo una larga exposición que Teón escuchó en silencio; de vez en cuando asentía con ligeros movimientos de cabeza.
—Como comprenderás, la situación es muy delicada. La presión es cada vez mayor y quienes esperábamos que después de Atanasio la situación se relajase, estábamos equivócalos. La llegada de Teófilo al patriarcado ha empeorado las cosas. Es incluso más intransigente. Lo peor de todo es que en mi cenobio también soplan aires de dogmatismo. Hay un núcleo de monjes que rechazan cualquier planteamiento que no esté recogido en los textos que Atanasio determinó como los únicos verdaderos; eso supone la exclusión de los demás.
—También aquí la crispación aumenta cada día —señaló Teón—. Los seguidores del patriarca, que cada vez son más numerosos, han protagonizado frecuentes enfrentamientos. Solo ven por sus ojos. Se ha cerrado el teatro, se han prohibido los espectáculos en el circo y también se ha proscrito el uso de las termas. Están dispuestos a que todo el mundo acate sus creencias y adopte sus modos de vida.
—¡Todo eso es una locura!
—¿Quieres decir que compartes mis planteamientos?
—El Jesús en el que yo creo es muy diferente al de Teófilo. Estoy en contra de sus excesos.
—También los enfrentamientos de sus seguidores han sido frecuentes con otros grupos de cristianos. Aunque desde que el emperador promulgó el edicto de Tesalónica, que los consideraba herejes, su número ha decrecido.
—Ésa es la razón por la que acudo a ti.
—¿Bromeas?
—En absoluto.
—No te comprendo.
—Los que estamos fuera de lo que empieza a llamarse la ortodoxia somos cada vez menos y nuestra posición es cada vez más débil. Circulan rumores acerca de la celebración de un concilio en el que los planteamientos de Atanasio se convertirán en un dogma que ningún cristiano, si desea tener ese nombre, puede rechazar. Así las cosas…
—Sigo sin entenderte —lo interrumpió Teón—. Sabes que tienes todo mi respeto y consideración, pero vuestras rivalidades internas me tienen sin cuidado.
—Déjame terminar.
—Disculpa.
—¿Te has planteado las consecuencias de esas actitudes?
—La verdad es que no, ya te he dicho que no me interesan vuestras disputas.
—¡Tú eres un filósofo, Teón! ¡Amas el conocimiento! Eres un hombre interesado por la ciencia.
—En eso estamos de acuerdo.
—Entonces, has de saber que serán muchos los textos que se perderán, que desaparecerán sin dejar huella. La posteridad ni siquiera sabrá que existieron. ¡La destrucción de todo escrito que no concuerde con los puntos de vista de gentes como Atanasio y Teófilo será una realidad en muy pocos años!
—¿Y qué quieres que haga? ¡Bastante tenemos con defender otro tipo de legados sobre los que también se cierne esa amenaza!
—Con poco esfuerzo puedes hacer mucho. Por eso he venido a verte.
Teón lo miró a los ojos.
—¿Qué quieres?
—Que nos ayudes a preservar nuestro patrimonio de la destrucción.
—No sé. ¿Qué podría hacer yo? —preguntó el astrólogo, encogiéndose de hombros.
—Te suplico que me escuches con atención.
—Te escucho.
—Los dos monjes que me acompañan…
Cuando Papías hubo concluido, Teón se quedó mirándolo fijamente.
—¿Para eso has hecho tan penoso viaje?
—Si accedes a nuestra petición, habrá merecido la pena.
Teón, en lugar de darle una respuesta, le formuló una pregunta:
—¿Cuántos años tienes?
El monje puso a prueba sus conocimientos.
—Mi madre decía que nací el año en que acabó de construirse la nueva Constantinopla. Haz la cuenta.
Teón efectuó el cálculo, sabía que la ciudad terminó de construirse en el 330.
—¿Rondas los sesenta años?
—Algo menos. Hace medio siglo que llegué a Alejandría y más de veinte años que decidí retirarme al desierto.
—Nunca supe por qué lo hiciste. Eras un prestigioso escriba y no te faltaba clientela.
—Vivía en un mundo sin esperanzas y el cristianismo me las dio.
Teón se acarició el mentón.
—¿Has estado hoy en el Ágora?
—No, ¿por qué?
—Por nada, por nada. —El astrólogo acompañó su negación con un movimiento de cabeza.
—Hemos llegado esta tarde. Acudí a tu casa y me dijeron que estabas en el Ágora. Cuando caminábamos a tu encuentro nos topamos contigo. ¿Qué respondes a mi petición?
En ese momento sonaron unos fuertes golpes en la puerta.
—¿Qué ocurre? —gritó el astrólogo, molesto por la interrupción.
Era Cayo, quien ya ejercía funciones de mayordomo.
—Perdona, mi amo, pero es muy tarde y el ama Hipatia no ha regresado a casa.
—¿No estaba aquí cuando llegué? —Una arruga apareció en la frente de Teón.
—No, mi amo.
—¿Por qué no se me avisó entonces?
—Creíamos que venía contigo, un poco más retrasada. Como algunos criados no habían llegado… —se excusó.
—¡Habían acompañado a Hermógenes!
—Eso lo ignorábamos.
—Cuando ellos han regresado, al ver que Hipatia no venía con ellos he dado órdenes de que saliesen a buscarla.
—¿No la han encontrado?
—¡No, mi amo, no aparece por ninguna parte!
Papías no conocía a Hipatia, él se había retirado del mundo antes de que ella naciera. Ni siquiera sabía que Teón tenía una hija.
—¿Es tu hija?
—Sí, mi única hija.
Las palabras de Pausanias acudieron a su mente como un mal augurio: «Dile a Hipatia que tenga mucho cuidado».
Alejandría, año 388
Estaban ya a pocos pasos de la entrada cuando un escalofrío recorrió su espalda y notó cómo se le erizaba el pelo de la nuca. Los porteros, unos individuos vestidos con túnicas ceñidas a la cintura, calzones ajustados y tocados con unos gorros de color rojo conocidos como
pileus
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, se mostraban meticulosos en el control del acceso.
—No me dejarán pasar —susurró al oído de su acompañante—. Será mejor que nos marchemos.
—No te preocupes y sigue adelante, todo está controlado.
Hipatia vestía atuendo masculino y cubría su cabeza con un manto, como hacían algunos aurúspices, y un sombrero que ocultaba sus facciones, pero no resistiría un reconocimiento somero. Podría pasar por un hombre si no se fijaban en ella. Su acompañante se adelantó hasta los porteros y los saludó con familiaridad. Los tres asintieron deferentes y apenas prestaron atención a su acompañante.
Cuando cruzó el umbral tenía el corazón acelerado y la sangre golpeando en sus sienes. Bajaron una docena de escalones que conducían hasta un pequeño vestíbulo, pobremente iluminado; allí algunas personas departían en voz baja. Al fondo, tras otra escalinata labrada en la roca, se abrían unas puertas de bronce que daban acceso a un recinto más amplio. Se trataba de una especie de caverna que a Hipatia le pareció un antro más que un templo; era mucho más pequeño de lo que había imaginado. ¡Corrían tantos rumores acerca de aquellas reuniones secretas! En realidad, solo se trataba de eso, de rumores, porque, fuera de sus creyentes, nadie sabía lo que ocurría en sus celebraciones. Estaba convencida de que casi todo lo que se decía era fruto de la imaginación de quienes casualmente habían escuchado una frase o alcanzado conocimiento de un detalle y, a partir de ahí, hilaban toda una historia, alguna de ellas macabra.
El lugar estaba sumido en la penumbra, apenas rota por el resplandor de los candiles que colgaban en las paredes. Eso convenía a sus propósitos porque Claudio, su acompañante, le había insistido en que su identidad debía permanecer oculta en todo momento.
Claudio era uno de los tribunos de la legión Traiana Fortis, acantonada en Egipto. Hacía un año que había sido destinado a Alejandría, un ascenso en su carrera militar. Sus anteriores destinos habían sido lugares apartados. Primero un perdido campamento en la frontera oriental del imperio, donde menudeaban los enfrentamientos con los partos y los persas; allí alcanzó el grado de centurión. Más tarde fue trasladado al otro extremo del mundo, a Hispania. Estuvo cerca de diez años en varias guarniciones de la Bética. Trabó amistad con algunas familias de la zona y participó activamente en los cultos a Mitra, muy extendidos en el
conventus
Cordubensis, donde los devotos del
Sol invictus
habían levantado varios mitreos, uno de ellos cerca de la ribera del río Síngilis, un afluente del Betis, y otro en las afueras de Igabrum, una localidad de origen íbero donde había una ceca en la que se acuñaban áureos de oro, denarios de plata y ases de bronce.
Era un militar experimentado, a pesar de no haber cumplido los cuarenta años. Más allá de su vocación, se sentía atraído por diferentes ramas del saber y sus misterios, según él mismo le había contado a Hipatia, a cuyas clases asistía tres veces por semana para recibir sus enseñanzas sobre los secretos de las matemáticas; entre ellos había surgido una relación que Claudio deseaba ampliar más allá de la amistad, pero no encontraba en la joven la respuesta que anhelaba.