Me complació observar que por primera vez reconocía que mi presencia tenía una explicación y comprendí que no le faltaba algo de razón. El argumento que acababa de exponer señalaba que era la persona menos interesada en que nosotros saliésemos corriendo de allí. Su ayuda podía sernos muy valiosa. Miré al profesor, que se había desentendido del mundo y estaba enfrascado en el estudio del códice.
—El papel que acaba de leer me lo entregaron en el Opera Casino.
—¿Fueron los tres a ver a Tahiya Kanoka?
—No, solo la señorita Crawford y yo; el profesor se quedó en el hotel. Un camarero me entregó una nota de un individuo que no nos quitaba la vista de encima. Hice algunas averiguaciones y supe que se llamaba Suleiman Naguib, o que, al menos, ése es el nombre que figura en su pasaporte.
Boulder no necesitó mayores explicaciones, pues era conocedor del estricto control que se exige en un club tan selecto como el Opera Casino.
—¿Por esa razón quería conocer detalles del tipo que abordó a mis hombres en el hotel? —le preguntó a Ann.
—En efecto. Su descripción coincide con el individuo que anoche estaba en el club.
Boulder dio una larga chupada a su habano y se acarició el mentón.
—¿Al profesor también lo han amenazado?
—También.
—Discúlpenme un momento, solo será un instante. —Miró a Best, pero éste continuaba inmerso en la lectura del códice.
Aproveché la salida del anticuario para preguntarle al profesor:
—¿Qué le parece?
Best, enfrascado en aquellos viejos papiros que crujían como si se quejasen al tocarlos, no pareció escuchar la pregunta y decidí que era mejor dejarlo tranquilo.
Al cabo de varios minutos, que Ann y yo aprovechamos para comentar la información de los maleteros y para curiosear, fue él quien alzó la cabeza y se quitó las gafas. Tenía el rostro demudado. Ann se preocupó:
—¿Le ocurre algo profesor?
—¡Esto es extraordinario!
—¿Qué es extraordinario?
—Lo que aquí se afirma. Si no es una falsificación, y apuesto a que no lo es, esto es mucho más extraordinario de lo que Milton y Eaton me dijeron. —Su voz sonaba trémula—. Es… es tan increíble que mejor sería que… que fuese una falsificación.
—¿Cómo ha dicho?
Best no me contestó y yo no daba crédito a lo que acababa de escuchar: un reputado científico prefería que fuese falso el viejo códice que sostenía en sus manos.
—Pero bueno, ¿qué pasa con esos papiros?
—Aún no me atrevo a decirlo, hasta que no haga algunas confirmaciones que despejen cualquier duda sobre su autenticidad, aunque apostaría todo lo que tengo a que son auténticos.
—¿Y por eso está tan pálido?
—Es que no puedo dar crédito a lo que acabo de leer.
—¿Qué es?
En lugar de contestarme, sacó un cuaderno pequeño y un lápiz, y copió a toda prisa unas líneas de texto. Luego se puso a pasar hojas tan rápidamente que el papiro reseco crujía; se detenía en algunas de ellas y tomaba unos rápidos apuntes. Lo hizo en siete ocasiones. Ann y yo lo observábamos en silencio. Cuando concluyó, guardó el cuaderno, miró hacia la puerta que permanecía cerrada y musitó:
—Acabo de descubrir por qué nos han amenazado.
Pensé que tantas emociones lo habían trastornado.
Cuando Boulder apareció en su despacho, tenía la cara pálida y descompuesta.
—¿Qué le ocurre, señor Boulder? ¡Ni que hubiese visto usted un fantasma! —exclamó Ann.
—Mucho peor.
Alejandría, finales del año 392
Los alumnos seguían su explicación, embobados por sus conocimientos y extasiados con su belleza.
—Esa fórmula trigonométrica os permitirá realizar los cálculos necesarios para determinar el valor de las superficies de las elipses. —Hipatia soltó la tiza con que había hecho las operaciones en la pulida pizarra—. Copiad la fórmula y aplicadla a los ejercicios.
Hipatia, frotándose las manos para eliminar la molesta sensación del yeso en sus dedos, se acercó a la terraza y dejó vagar la mirada; a sus pies estaba Alejandría, la ciudad a la que había ligado su vida y cuyos sonidos llegaban como un eco a las alturas del Serapeo. Al fondo, el Faro era como un vigía permanente que cerraba el Gran Puerto. En el aula el silencio era expectante. Sus alumnos sabían que buscaba un ejemplo que permitiese asimilar con facilidad lo que acababa de explicarles. Unos segundos después se volvió hacia ellos y comentó con voz suave:
—Todos habéis jugado con un trompo en vuestros juegos infantiles. ¿Qué ocurría cuando lo lanzabais?
La pregunta flotó en el aire un instante.
—Giraba sobre sí mismo, a la vez que se desplazaba —exclamó una joven que estaba sentada en un escabel.
—¡Bravo, Lidia! —palmeó Hipatia.
Unos gritos en el pasillo alertaban de algún suceso extraordinario. Los alumnos se miraron sorprendidos: en el Serapeo la tranquilidad y la armonía eran principios inalterables. Debía de ocurrir algo muy grave. Algunos temieron un fuego, eran demasiados los incendios sufridos en Alejandría a lo largo de los siglos.
Uno de los porteros del Serapeo irrumpió en el aula gritando. Lo hizo sin pedir permiso.
—¡Un motín, ha habido un motín! ¡Los heridos llegan por docenas!
—¿Dónde? ¿Cuándo?
La veintena de alumnos se agitó, pero las preguntas dirigidas al portero quedaron en el aire porque el hombre, después del aviso, se fue tan rápidamente como había aparecido. Ahora, junto a los gritos, llegaba el rumor de las carreras y los sonidos del desconcierto que, por momentos, se apoderaba del templo dedicado a Serapis y el más prestigioso centro cultural de la ciudad.
—La clase de hoy ha concluido.
Mientras Hipatia recogía unos pliegos con sus apuntes y sus alumnos salían a trompicones, apareció Aristarco, el amigo de su padre.
—¿Qué ocurre? —le preguntó.
—Ignoro la causa, pero parece ser que en el Barrio Real ha habido un motín. Los soldados han intervenido y no dejan de llegar heridos. Los accesos al templo están taponados por la muchedumbre.
Salieron a la galería y se dirigieron hacia la puerta principal cuando una voz les hizo volverse.
—¡Hipatia! ¡Hipatia!
Era su padre y estaba muy agitado.
—¡Menos mal que te encuentro! —exclamó Teón.
—¿Qué es lo que ocurre?
—¡Tienes que marcharte! ¡Vamos, vamos, no pierdas un instante!
El astrólogo tenía la toga manchada de sangre.
—¿Qué te ha ocurrido? ¡Estás herido!
Teón se miró, no se había dado cuenta de la sangre.
—No es mía, es de uno de los heridos. ¡Hay más de un centenar!
—Pero ¿qué es lo que ocurre? —insistió Hipatia.
Teón resopló con fuerza.
—Lo que desde hace tiempo nos temíamos.
—¿A qué te refieres?
—Esos fanáticos, siguiendo instrucciones de Teófilo, han asaltado el templo de Baco. Con unas cuerdas han tirado la imagen de su pedestal y el bronce, al estrellarse contra el suelo, se ha resquebrajado. En su interior habían anidado los ratones, que han salido por centenares. Los exaltados se han divertido a sus anchas, mofándose del dios. Diógenes se ha enfrentado a ellos, les ha increpado y les ha reprochado su actitud.
—¡Pero si Diógenes no cree en los dioses! —exclamó Hipatia.
—Pero es un hombre tolerante, enemigo de la violencia. Los parabolanos, que ya no se dedican a cuidar de los cementerios, ni entierran a los muertos, sino que patrullan por las calles, lo han golpeado con sus porras; alguna gente acudió en su ayuda y la trifulca se ha convertido en una batalla campal. Algunos han aprovechado la situación para ajustar cuentas con esos matones.
—¿Son parabolanos los heridos que traen? —Aristarco tenía el ceño fruncido.
—No lo sé. —Teón se encogió de hombros—. A nosotros nos da igual, se trata de heridos a los que hay que atender.
—¿Por qué tengo yo que marcharme a toda prisa? —preguntó Hipatia—. Puedo ser de utilidad.
—El problema no es ese enfrentamiento en el templo de Baco.
—¿Entonces?
—Eso solo ha sido el inicio.
—¿El inicio de qué?
Teón resopló de nuevo.
—Teófilo, al tener noticia de que la gente se ha enfrentado a sus monjes, ha decidido aprovechar la ocasión. Ha exigido al prefecto un escarmiento y éste ha sacado dos cohortes a la calle.
—Con Evagrio eso no hubiera ocurrido.
—Sí, pero ya no está. Teófilo consiguió que lo relegasen del cargo.
—¿Los soldados se han enfrentado a la gente?
—Sí. Ha sido entonces cuando ha comenzado la verdadera batalla. Llegan rumores de que calles próximas al puerto están llenas de cadáveres.
—¡No me marcharé!
—¿Cómo dices?
—¡Que no me marcharé! ¡En estos momentos, mi puesto está aquí!
—¡Te marcharás!
—¡No!
—¡No seas tozuda, Hipatia! Aquí poco puedes hacer y es necesario que haya alguien en casa. Estos altercados nunca se saben cómo terminan.
—Puedo ayudar a los médicos. Habrá que preparar vendas, calentar agua, lavar heridas, atender a la gente…
Un portero se acercó y susurró algo al oído de Teón.
—¿Qué me estás diciendo?
El bedel se encogió de hombros.
—Es lo que me ha dicho Pausanias. El pontífice te espera en la biblioteca, ha convocado a todos los directores.
—¡Vamos, no perdamos un instante!
Teón, olvidándose de la disputa con su hija, echó a andar. Aristarco lo agarró por el brazo.
—¿Qué ocurre?
—Estamos sitiados.
—¿Qué?
—Que estamos sitiados. Los soldados han cortado los accesos al templo y han tomado posiciones. Pausanias dice que nadie puede entrar ni salir. ¡Eso es lo que se llama un asedio en toda regla!
Los tres oficiales entraron en la sala con aire marcial. Sostenían en su mano los emplumados cascos, como señal de respeto. Al llegar donde estaba Pausanias extendieron su brazo.
—¡Ave, pontífice de Serapis!
El anciano agradeció el saludo con un gesto apacible.
A los directores, reunidos en torno al máximo responsable de aquel templo de la sabiduría, un monumento a la concordia, donde se habían dado la mano mucho tiempo atrás las creencias del viejo Egipto y del mundo helenístico, les agradó el saludo a la vieja usanza.
—Sed bienvenidos. ¿A qué debemos vuestra visita?
—Te traemos un mensaje del prefecto.
—Hacednos entrega de él.
—Es un mensaje verbal, pontífice.
Pausanias arrugó el entrecejo.
—Habla entonces.
—Desde este momento dispones de hasta una hora antes de la puesta de sol para abandonar el Serapeo y entregarlo a la custodia de las tropas a nuestras órdenes.
Un coro de protestas acompañó las últimas palabras del centurión y las exclamaciones de sorpresa de los directores llenaron el lugar. ¡Aquello era algo inaudito!
A Pausanias le costó trabajo imponer silencio.
—¿Nos pide el prefecto que abandonemos nuestra casa? —El pontífice quiso rebajar el tono y consideró la exigencia una petición.
—Puedes llamarlo así.
—¿Por qué razón?
—La ignoro, pontífice, nosotros cumplimos órdenes.
—Pero esas órdenes tendrán una causa —insistió Pausanias.
El militar intercambió una mirada con sus compañeros.
—Las órdenes que hemos recibido son muy escuetas. Aunque supongo que la razón que me pides está relacionada con el cobijo a los malhechores que se han enfrentado a los soldados imperiales.
Otro coro de protestas inundó la sala; el pontífice necesitó de toda su autoridad para imponer un precario silencio.
—Es cierto que mucha gente ha llegado hasta nosotros en busca de auxilio. Muchos solicitan remedio para sus heridas y algunos otra clase de atención porque están atemorizados. Pero quienes acuden a nosotros en demanda de auxilio no son malhechores, sino honrados ciudadanos de Alejandría que han sido vejados en sus creencias.
—Yo cumplo órdenes, pontífice.
—No lo dudo, pero has de saber que ésta es una casa abierta a todos los que tienen ansia de saber o buscan consuelo para sus males. Nuestros maestros enseñan en sus aulas geometría, física, astrología, trigonometría, astronomía, música y filosofía. Nuestra biblioteca está abierta a los lectores y nuestros médicos atienden a los enfermos. Rendimos culto a nuestro dios Serapis y damos respuesta, cuando la tenemos, a las cuestiones que se nos plantean. ¿Qué mal hay en ello?
—Soy un soldado y cumplo órdenes. El plazo expira una hora antes de la puesta de sol.
A petición del pontífice, los directores reunieron en sus despachos a los miembros de sus secciones. Pausanias, antes de tomar una decisión, quería conocer la opinión de todos los miembros del Serapeo; una hora después tenía una respuesta y se sintió lleno de orgullo, aunque era consciente de que con orgullo no se resolvía aquella situación. La negativa a abandonar aquel templo del saber y símbolo de la tolerancia religiosa era prácticamente unánime. Eran conscientes de que aquella decisión era poco menos que un suicidio, porque no tenían esperanzas de que un ejército en marcha acudiese a socorrerlos; tampoco se esperaba una orden imperial que salvase la situación. Pausanias y los suyos se aferraban a un sueño: su resistencia era un símbolo que podía espolear a los alejandrinos y provocar una insurrección general que pusiese en un aprieto a las tropas del nuevo prefecto imperial, que había relevado a Evagrio. Era una remota posibilidad.
Ordenó hacer inventario de los alimentos que había en los almacenes y bodegas, y evaluó con los directores las posibilidades de soportar un asedio. A media tarde tenía todos los datos en su poder. El número de personas que se hallaban encerradas superaba las mil ochocientas, pero la amplitud de las dependencias les permitiría cierto acomodo. Las despensas estaban generosamente abastecidas, tenían alimentos que, convenientemente racionados, les permitirían resistir más de cuatro meses y el manantial que había en el interior del templo los dotaba de agua. El punto débil era la falta de soldados; los vigilantes no llegaban a las tres docenas y con los criados no alcanzaban el centenar. Su única ventaja estaba en los gruesos y altos muros del edificio, pero un ataque de los legionarios romanos tenía pocas posibilidades de ser rechazado con éxito. Tal vez podrían contener la primera o la segunda de las arremetidas, pero un asalto en toda regla se convertiría en un desastre para los encerrados. Pausanias se mostró partidario de buscar una solución negociada. Muchos protestaron, pero al final se impuso la cordura.