El sueño de Hipatia (15 page)

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Authors: José Calvo Poyato

Tags: #Histórico

BOOK: El sueño de Hipatia
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—¿Qué estás diciendo?

—Ambrosio le prohibió entrar en el templo, acusándole de la matanza.

—A mí la actitud de ese obispo no me parece mal, la actuación de Teodosio en Tesalónica es execrable —indicó Aristarco.

Un murmullo de asentimiento corroboró sus palabras.

—Eso no es lo increíble de la historia —cortó Hermógenes.

—¡Pues cuéntala de una vez!

—¡No puedo, si me interrumpís continuamente!

—Sosiégate, por favor —pidió Teón—. Todos estamos muy nerviosos con lo ocurrido en el Anatomicum.

—El tal Ambrosio señaló a Teodosio que, si deseaba entrar en el templo, tendría que humillarse ante él como representante de lo que los cristianos llaman la
ecclesia
, porque el emperador está dentro de ella, no por encima de ella.

En el salón se hizo un silencio absoluto. Hermógenes mantuvo el silencio unos segundos. Disfrutaba de la expectación que había logrado, mucho antes de llegar al nudo de la historia.

—¿Vas a decirnos qué hizo el emperador o te lo guardarás para ti? —Teón juntó las manos, como si suplicase una gracia.

—¿Tú qué crees?

El padre de Hipatia se acarició el mentón.

—¡No irás a decirme que el emperador inclinó la cerviz!

—Pues sí, mi querido amigo. Eso fue exactamente lo que hizo Teodosio, inclinó la cerviz; más aún, según el prefecto se arrodilló ante el obispo y le pidió perdón por su pecado.

El salón se llenó de exclamaciones, a medio camino entre la incredulidad y la sorpresa. Aquello era algo inaudito y escandaloso. Fue la voz de Hipatia la que impuso el silencio.

—¿Acaso os escandalizáis? Lo sorprendente hubiera sido que Teodosio le plantase cara.

—¿Por qué dices eso?

—Veo que la edad afecta a vuestra memoria.

—¡Explícate, Hipatia! —exigió Anaxágoras, que ya había recuperado el resuello.

—Creo recordar que fue en ese mismo lugar, hace algunos años, donde ese Ambrosio obligó al emperador Graciano a retirar el edicto imperial en el que se indicaba que, en los límites del imperio, se permitía rendir culto a cualquier dios de los incluidos en el Panteón. ¿No os acordáis?

Hubo un asentimiento generalizado.

—Recuerdo que entonces —prosiguió Hipatia— os quejabais de que era un atentado contra la tolerancia y contra la libre práctica de la religión. Alguno de vosotros afirmó que los cadáveres de sus antepasados se revolverían en sus tumbas, si no os enfrentabais a semejante ignominia. Os lo digo, simplemente, para recordaros que no es la primera vez que un emperador ha sido humillado por los galileos.

Varios de los presentes, ruborizados, mantenían la cabeza gacha.

—En realidad —concluyó Hipatia—, después de Constantino, solo un emperador tuvo arrestos para plantar cara a esos exaltados, cuyo único deseo es imponer a todo el mundo su dios, del que ni siquiera sabemos si se trata de una unidad o de una trinidad porque ni ellos mismos son capaces de aclararlo.

—Hipatia tiene toda la razón —afirmó Anaxágoras—. Poco a poco, los emperadores se han sometido al poder creciente de los cristianos. Como ella dice, solo Juliano, al que calificaron de apóstata, tuvo el coraje necesario para enfrentárseles y todos sabemos que pagó con su vida lo que ya era considerado una peligrosa osadía.

Un criado se acercó al dueño de la casa y susurró algo en su oído.

—Disculpadme un momento y comed. Regreso enseguida.

Cuando volvió al salón traía el rostro demudado y en su mano un pequeño papiro doblado.

—Acabo de recibir un mensaje de Evragio. Me temo que los problemas no han hecho más que empezar.

—¿Un mensaje del prefecto imperial?

—Sí —afirmó Teón con el ánimo decaído—. Se ha sentido en la obligación de informarnos, después de la visita de Anaxágoras y Hermógenes.

—¿Qué dice? —preguntó el viejo filósofo.

—Que tiene noticias de que Teodosio prepara un edicto contra el culto a los dioses. —Alzó el mensaje y concluyó—: Se limita a señalar que no es oficial, pero la fuente es digna de todo crédito.

La comida se quedó en las bandejas, apenas probaron bocado.

Después de que todos se marchasen, Teón tomó a su hija por la barbilla y la miró fijamente. La tristeza que asomaba a sus negros ojos acentuaba su belleza.

—Los años empiezan a pasarme factura —comentó con voz cansina.

—No digas tonterías, estás en plena madurez y tienes todo lo que un hombre puede desear.

—Estoy cada vez más cansado. Siento cómo el vigor que todavía fluye por mi cuerpo empieza a disminuir.

Hipatia iba a contradecirlo de nuevo, pero su padre le puso un dedo en los labios.

—En mi corazón abrigo desde hace años un deseo y creo que ha llegado la hora de hacerlo realidad, antes de que los achaques de la edad no me lo permitan.

A Hipatia le bastaba escuchar el tono de voz de su padre para saber que iba a anunciar algo importante.

—¿A qué te refieres?

—Deseo hacer un viaje a Roma y quiero que tú me acompañes.

A Hipatia se le formó un nudo en la garganta y solo pudo abrazar a su padre.

Lo que Teón acababa de hacer era expresar como propio el mayor deseo de su hija. Desde niña había sentido fascinación por aquella ciudad donde se forjó el imperio más grande que jamás se había conocido y también, en multitud de ocasiones, había escuchado a su padre decir que su vida estaba en Alejandría y sus alrededores. Era ella y no él quien tenía grandes deseos de conocer Roma, la ciudad donde todo había comenzado, aunque todos los viajeros que llegaban de la
Urbs
hablaban de su decadencia.

—Escribiré a Quinto Cecilio Graco para que nos encuentre acomodo durante nuestra estancia.

—¿Es el amigo de mi abuelo?

—No, quien fue amigo de tu abuelo era su padre.

—¿Fueron los que lucharon juntos en la batalla del Milvio?

Más que una pregunta, Hipatia confirmaba los datos de una historia que había oído contar docenas de veces.

—En efecto, allí fue donde tu abuelo, que dedicó unos años a la milicia, salvó la vida de su general. Los Graco no lo han olvidado, pues mantienen viva la tradición de rendir culto a sus antepasados.

11

El Cairo, 1948

Observé que las pastillas que había ingerido Best poco antes de que el avión de la British Overseas Airways Corporation (BOAC) despegase de Londres le habían permitido mantenerse dormido o somnoliento durante las casi ocho horas de vuelo que duró el viaje. Estudié su rostro, que era como un mapa donde las arrugas y los pliegues, amén de una pequeña cicatriz sobre su ceja izquierda, casi confundida con una arruga, permitían leer los años de vida que allí se acumulaban.

Se despertó justo cuando el tren de aterrizaje del Lockheed Constellation se desplegaba con un fuerte ruido. El aparato se preparaba para la maniobra de aterrizaje en el aeropuerto de El Cairo. Todavía amodorrado algunos minutos, se espabiló definitivamente con la sacudida del avión al entrar en contacto con la pista. Lo observé divertido mientras tomaba conciencia de dónde estaba. Esa es una experiencia curiosa; me refiero al hecho de contemplar cómo una persona vuelve a la conciencia. Lo primero que vio fue mi rostro sonriente. Sin abrir la boca, estiró el cuello para comprobar que en el otro asiento estaba Ann.

Cuando le comenté que iba a hacer un viaje a El Cairo para acompañar al profesor Best, a quien le había presentado en una ocasión, me dijo que la capital egipcia era una de las ciudades, junto con Estambul, que más deseaba conocer. Me encantó su disposición. Podría enseñarle algunos de los escenarios de mis correrías por aquella complicada ciudad, al margen de que visitásemos las pirámides, la Esfinge de Giza, los tesoros de la tumba de Tutankhamon y, si era posible, navegar por el Nilo, aunque fuese con el viejo profesor como compañía. Bien mirado, la presencia de Best podía resultar estimulante, no en balde era una de las mayores eminencias en el mundo antiguo. La verdad es que dediqué mucho más tiempo a fantasear con nuestros proyectos que a darle explicaciones a Ann acerca del objetivo del viaje. Me había limitado a decirle que se trataba de entrevistarnos con un anticuario, propietario de unos viejos manuscritos que el profesor Best debía autentificar; mi misión era acompañarlo y prestarle ayuda en una ciudad donde me desenvolvía con la soltura de un nativo.

Le planteé a Milton la posibilidad de que Ann nos acompañase y la rechazó de inmediato, a pesar de indicarle que todos sus gastos correrían de mi cuenta. Me dijo que su rechazo no tenía una motivación económica, sino que la presencia de una mujer solo podría crear dificultades. Se extendió en diferentes argumentos, insistiendo en que no se trataba de un viaje de placer y que nuestra presencia en El Cairo no iría más allá de setenta y dos horas. Cuando terminó su exposición le señalé que la presencia de Ann no entorpecería nuestro trabajo y que disponer de poco tiempo era asunto nuestro. A pesar de ello mantuvo su negativa. Entonces le espeté:

—Si Ann Crawford no viene, vaya buscándose otra niñera para Best.

Ahora, después de los trámites en la aduana, tan engorrosos como siempre, entrábamos en territorio egipcio. Allí nos aguardaba Henry Boulder, un angloegipcio nacido en El Cairo. El anticuario vestía un arrugado traje de lino beige y cubría su cabeza con un elegante panamá. Era un hombre maduro, estaría próximo a los sesenta años. Me llamó la atención su volumen, pesaría por encima de los ciento veinte kilos, sin ser demasiado alto. Su tez era clara, de aspecto anglosajón, y no parecía sentir los efectos del sol egipcio. Tenía los ojos de un gris azulado. Nos identificó sin problemas y se acercó hasta nosotros acompañado por dos mozos vestidos a la usanza tradicional y unos voluminosos turbantes cubriendo sus cabezas. Se quitó el sombrero para saludar a Ann, que le ofreció su mano, y él se la llevó a los labios, sin llegar a besarla. Peinaba hacia atrás sus cabellos pelirrojos sin disimular unas amplias entradas que despejaban su frente.


Ahlan wa-l-Salam!

Ann me susurró al oído:

—¿Qué ha dicho?

—¡Bienvenidos!

Como si confirmase mis palabras, nos saludó:

—Es un placer darles la bienvenida a El Cairo.

—Gracias por recibirnos, señor…

—Boulder, Henry Boulder, para servirles.

Después saludó a Best con estudiada deferencia.

—Supongo que usted es el doctor Best. —Se estrecharon la mano.

—Soy Best, en efecto —gruñó el profesor, que todavía no se había recobrado de los efectos del somnífero.

—Bienvenido, doctor.

Me miró con cierto descaro, marcando diferencias con la deferencia que había mostrado con Best. No me gustó su actitud.

—¿Usted…?

—Soy Burton, Donald Burton.

Me ofreció la mano, que estreché con desgana para devolverle su falta de entusiasmo. Percibí que le molestaba mi presencia. Tal vez, desde Londres no se la habían explicado convenientemente. También le sorprendió la presencia de Ann, aunque con ella se había mostrado mucho más condescendiente que conmigo.

Después de una breve discusión, que yo zanjé dando una generosa propina a los porteadores que se habían hecho cargo de nuestros equipajes al pie del avión, los mozos que lo acompañaban agarraron nuestras maletas y desaparecieron con una agilidad propia de ladrones.

—¡No las perdáis de vista! —les ordenó Boulder.

Nos acomodamos en el coche del anticuario, un Packard antiguo, pero bien conservado. Su brillo y limpieza contrastaban con los polvorientos taxis que se alineaban junto a la acera. Best ocupó el lugar del copiloto, mientras que Ann y yo nos acomodábamos en el asiento trasero.

El recorrido hasta el hotel fue lo más parecido a una pesadilla. Boulder conducía como los taxistas egipcios, una especie de demente al volante. Pero lo peor ocurrió cuando en la calle Malaka Nazli, a la altura de la estación de ferrocarril, la policía nos obligó a aparcar el coche en la acera. Estaba claro que, pese al poco respeto por las normas de circulación en El Cairo, Boulder se había excedido más de lo habitual e iban a multarnos. Sin embargo, los agentes se desentendieron de nosotros. Observé cómo la gente se agolpaba en las aceras y entonces ocurrió lo que yo sospechaba.

Una larga caravana de espectaculares Rolls-Royce, todos de un intenso color rojo, se deslizaban majestuosos por la avenida. La gente gritaba como si fuesen posesos:


Ya ish jalalat al-malik!


Ya ish jalalat al-malik!

—¿Qué ocurre? —preguntó el profesor, que miraba al cortejo desfilar ante nuestros ojos como si fuese una escena de
Las mil y una noches
en versión moderna.

—Es el rey Faruk —le respondí.

Por el retrovisor comprobé que Boulder me dirigía una mirada poco amistosa. Mi rápida respuesta lo había privado de dar una explicación a quien tenía que certificar la autenticidad y antigüedad de sus papiros. Aprovechó la parada para encender un cigarro con una larga cerilla. Como tendría ocasión de comprobar, sentía predilección por los habanos.

—¿Por qué tienen los coches ese color tan chillón? —me preguntó Ann.

—El rojo es exclusivo de la casa real egipcia. No verás ningún otro vehículo de ese color en Egipto, está prohibido.

Había utilizado un tono de voz algo más elevado de lo debido con el propósito de que Boulder supiese que no podría darme lecciones sobre aspectos del Egipto contemporáneo.

Al pasar por delante de nosotros, arreciaron los gritos de una multitud que parecía haber surgido de la nada en muy pocos segundos.


Ya ish jalalat al-malik!


Ya ish jalalat al-malik!

—¿Qué grita toda esa gente? —Best no salía de su asombro.

—¡Larga vida al rey! —le respondí.

—¡Los muy imbéciles! —exclamó Boulder que había completado el ritual de encender el cigarro, cuyo aroma empezaba a ocupar el habitáculo del coche.

—¿Son imbéciles por aclamar a su rey? —preguntó Ann escandalizada.

—Faruk es un personaje detestable. ¡Un miserable! ¡Un jugador de ventaja! ¡Un amoral!

—Veo que no goza de sus simpatías. —El tono de Best tenía un punto recriminatorio.

—Lo que acabo de decir lo define sin la menor exageración. ¿Saben ustedes lo que ocurrió el otro día en el Covent Garden?

—Me suena a sitio londinense. ¿Qué es? —preguntó el profesor.

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