El orígen del mal (55 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

BOOK: El orígen del mal
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—No puede ser.

—¿Tienes una cita?

—No, pero…

—Entonces, andando.

70

—¿Apellido?

—Girard.

—¿Nombre?

—Nicolas.

—¿Edad?

—26 años.

—¿Por qué has venido a vernos?

—Busco trabajo.

—¿Un 27 de diciembre?

—Estaba con la familia. En mi casa. En Millau. Me hablaron de la Colonia.

—¿Qué sabes sobre nosotros?

La pregunta trampa. Volokine estaba de pie, al viento, frente al puesto de vigilancia de la segunda muralla de la propiedad, con su bolso de marino a los pies. Había atravesado el primer puesto fronterizo sin dificultad, mostrando su falso documento de identidad, expedido por la Prefectura de Policía para sus infiltraciones en los círculos pederastas.

De inmediato, el clima había quedado claro. Alambradas. Cacheo. Interrogatorio. Fotos para una ficha antropométrica tomadas con una cámara digital mientras vaciaban su bolso. Volokine se preguntaba con qué medios contaba la secta para la verificación de identidades. Lo habían escoltado hasta un segundo portal, a bordo de un todoterreno, a través de los campos de labranza.

Ahora empezaban las cosas serias. La entrevista de trabajo. El mayoral había sido llamado por los primeros esbirros. Cuando Volokine alcanzó la segunda muralla, vio otro todoterreno que llegaba por un sendero lateral, rugiendo en medio de una nube de tierra.

—Bien, ¿qué sabes hacer?

—Poca cosa, señor —respondió Volo en tono avergonzado—. En Millau me han dicho que ustedes son los únicos que dan trabajo en la región. Quiero decir, en este momento. Los únicos que todavía tienen curro…

Una sonrisa se dibujó en los labios de su interlocutor. Estaba orgulloso de la Colonia. De esa fertilidad en un mundo árido. Era un hombre de unos treinta años, rostro ancho, prominente, horadado por dos ojos negros y preocupados. Parecía un agricultor moderno; tenía esa regularidad en los rasgos que suele dar la proximidad de la tierra. El único elemento inquietante era la voz. Una voz que no había mutado. O que había mutado mal, indefinida entre dos edades, entre dos sexos.

—Es cierto —dijo—. Aquí hemos abolido las estaciones. O, más bien, hemos creado nuestras propias estaciones, sin invierno, sin tiempo muerto. Un ciclo continuo. ¿Quieres trabajar para nosotros?

—Claro que sí, señor.

—¿Conoces nuestras condiciones?

—Me han dicho que pagan bien.

—Hablo de nuestras normas. Entras en una comunidad, ¿comprendes? Un territorio que tiene sus propias leyes. ¿Lo coges?

El mayoral le hablaba como hablaría a un retrasado. El ruso sacudía su cabeza rapada cada vez que asentía.

—¿Qué has hecho últimamente?

Volo hurgó en su morral.

—Tengo un currículo, señor. Este otoño, estuve en la vendimia y…

El hombre se lo arrancó de las manos. Encontró el currículo, los documentos de identidad, luego le pasó el bolso a sus acólitos para que lo registraran otra vez. El mayoral recorría la «biografía» que Volokine había redactado antes de salir. Una vida de obrero agrícola, inventada, llena de faltas de ortografía.

El hombre entró en la garita. Una vez más, Volokine se preguntó con qué medios de verificación contarían. Los minutos pasaron. Había esperado experimentar cierto abatimiento cuando se acercara al lugar. Cuando surgieran los recuerdos. Fragmentos atroces que aún mantenía a distancia, en el fondo de su mente. Las descargas eléctricas. El agua helada. La privación del sueño. Las flagelaciones. Pero no. Por el momento solo lo invadían las sensaciones del presente. El viento alrededor de su cabeza rapada a cero. El papel que tenía que representar. Esa ciudadela en la que debía penetrar, costara lo que costase.

El mayoral volvió. En la mano sostenía un papel que chasqueaba al viento.

—Muy bien —dijo—. Te tendremos a prueba unos días.

Desplegó el documento sobre el capó del todoterreno. Era un plano. Se veía una especie de corola, cuatro arcos que rodeaban, a buena distancia, un grupo de edificios dispuestos en forma circular. Volokine se dijo que ese plano era falso. En todo caso, en lo que concernía al núcleo de la propiedad, el dibujo no tenía ningún valor. No revelarían la topografía exacta de la ciudadela a un extraño.

El mayoral puso un dedo sobre un edificio aislado, situado al sur.

—Ahora estamos aquí. En el portal de entrada de la Colonia. Estos edificios… —señaló los arcos inferiores— son los sitios que te conciernen. Las zonas comunes que acogen a los obreros y las que se consagran a las actividades agrícolas. Los edificios no tienen nombres sino números.

Volokine se agachó para ver mejor. En efecto, cada perfil llevaba un número. Como en esos juegos infantiles en los que hay que colorear las zonas indicadas con cifras. Las partes de la 1 a la 11, en el centro del plano, estaban circundadas por un trazo rojo.

—La línea roja significa que está prohibido acercarse a esos edificios. ¿Entendido?

—Entendido.

El hombre señaló los sectores satélites y las zonas cultivadas.

—Poco a poco descubrirás todas las partes del sector que te concierne. Las zonas donde se guarda el material. Las granjas. Los silos. Los establos para el ganado. Y también el dormitorio común y el refectorio. Además, contamos con un centro escolar y un hospital, ambos de libre acceso. Pero a priori no tienes nada que hacer allí.

El hombre se guardó el plano en el bolsillo. Apoyó la espalda contra el coche, y cruzó los brazos con naturalidad. Mantenía su autoridad pero jugaba a la complicidad amistosa.

—Existen otras normas. Por ejemplo, no aceptamos los nombres y apellidos provenientes del exterior. —Sacó de su chaqueta el falso documento de identidad de Volokine—. A partir de ahora, ya no te llamas Nicolas Girard sino… veamos… Jérémie.

—Jérémie, de acuerdo.

—Así te llamaremos mientras trabajes con nosotros. Nos quedamos con tus papeles. Aquí no los necesitas.

¿Cómo se había llamado la primera vez? Un nombre bíblico, eso era seguro, pero no conseguía acordarse. Sus recuerdos todavía eran confusos. Esporádicos.

—Además —continuó el hombre—, no debes tener ningún contacto con los miembros de la Colonia.

—¿No trabajaré con ellos?

—No. En invierno, los de la Colonia trabajan exclusivamente en los invernaderos.

—Entendido.

—Es muy importante. A veces verás pasar convoys. Está prohibido hablar con los pasajeros. Prohibido también tocar los mismos objetos, los mismos materiales que ellos utilicen.

Volokine asintió con la cabeza. Había adoptado una postura propia de un soldado. Algo así como en posición de firmes.

—También debes meterte en la cabeza que somos un grupo religioso. Observamos normas estrictas. Por ejemplo, llevamos ropa especial y no trabajamos como los demás. No intentes comprender esas normas. Ignóralas.

Volokine quiso echarle un cable.

—Y si, llegado el caso, esas normas… ¿me interesaran? Me refiero para mí mismo.

—Es posible —sonrió el hombre—. Ocurre a menudo. Entonces volveremos a hablar. Pero eso no es lo importante ahora mismo. Primero, consolida tu trabajo agrícola.

—Lo haré lo mejor que pueda, señor.

—El domingo es tu día de descanso, pero es obligatorio asistir a la misa matinal y al concierto que seguirá. Es un regalo que ofrecemos a nuestros obreros.

—¿Un regalo?

—Escuchar a nuestro coro es una forma de purificación. Está integrado en el horario semanal. Aquí la tierra se cultiva en toda pureza. No necesito señalarte que cualquier contacto con las mujeres está prohibido.

Volokine guardó silencio. Una pausa que era un asentimiento. El hombre sonrió. Quería parecer jovial, pero su voz de híbrido anulaba cualquier demostración de alegría. Incluso cualquier sentimiento humano.

—En realidad, aquí solo tienes una libertad: la de irte. Puedes marcharte cuando quieras.

Volokine enderezó nuevamente la nuca. Una manera de mostrar que había asimilado esos datos. No solo con la cabeza sino también con el cuerpo.

—Esta noche hablarás con la Administración para arreglar lo de tu salario y lo concerniente a la Seguridad Social. Ahora se te conducirá hasta el dormitorio común para que dejes tus cosas; luego, al centro de asignación, el edificio 18. Se te explicará el trabajo de hoy.

Volokine cogió su bolso de marino.

—Último punto —concluyó el mayoral—. ¿Qué es esto? —El ruso alzó la vista: el hombre tenía una caja de cerillas en la palma de la mano—. La han encontrado en tu bolso.

—Son mis cerillas, señor.

—¿Fumas?

—No, señor. Es una vieja costumbre de cuando era pastor. Cuando mi linterna ya no funcionaba, encendía una vela.

El hombre sonrió y le lanzó la caja.

—Estos tipos te llevarán a tu bloque. Después de eso, al tajo.

Volokine trepó al todoterreno que lo había llevado hasta allí. En ese instante, sin ninguna razón evidente, pensó en un policía de Calcuta al que había conocido en 2003, en París. Un tipo de la oficina de la Interpol de Bengala que perseguía en Francia a un pederasta que difundía sus propias imágenes con niños tomadas en el sureste asiático. Una noche que Volokine había invitado al hindú a un restaurante francés, esperando iniciarlo en sabores más delicados que el curry o las especias, el bengalí le había hablado de un símbolo, habitual en su país, que según él resumía su propia búsqueda: el símbolo de la «lluvia perfecta».
The>perfect rain.
La que llega con el segundo monzón, cuando las impurezas de la polución atmosférica han sido eliminadas por el primer aguacero. El hindú soñaba con una red de internet —y con un mundo— perfectamente saneado del flagelo de la pederastia. Una pureza que llegaría después de la primera limpieza…

Las puertas batientes del portal se abrieron y el todoterreno entró en la Colonia. Volo comprendió por qué había pensado en ese símbolo. Él también soñaba con esa pureza. Un mundo desembarazado de la Colonia. La investigación había sido el primer aguacero, había barrido las impurezas y había colocado los elementos de la verdad. Ahora había alcanzado la etapa de la «lluvia perfecta». La de la gran purificación.

Pero Volokine sabía que esa era una lluvia de sangre.

No les daría cuartel.

71

—Empecemos otra vez desde cero.

—¿Estás de coña?

—¿A ti qué te parece? Kasdan, acepta las reglas del juego y dentro de unas horas estarás en tu casa.

—Joder…

—Tú lo has dicho. Y bien, ¿esa historia?

Kasdan volvió a empezar. Saint-Jean-Baptiste. Wilhelm Goetz. El interrogatorio de los chavales. El testimonio de Naseer. El hallazgo de los micrófonos. Ya no había razón alguna para seguir ocultando detalles. Más le valía abarrotarles el expediente con información y terminar cuanto antes.

—¿Qué sabes sobre el asesinato de Wilhelm Goetz?

—El tío murió de dolor. Le perforaron los dos tímpanos.

—¿Con qué arma?

—El arma es una incógnita. Según el análisis microscópico de los órganos auditivos, no hay rastro de partículas de ningún tipo de material. Pero eso ya lo sabes. ¿Para qué me haces repetir esa información?

A modo de respuesta, Marchelier se lanzaba a teclear en su ordenador. Era curioso eso de estar allí sentado, en su antiguo despacho, en la silla del testigo o del acusado. No tenía muy claro cuál de los dos era.

—Sobre ese primer asesinato —prosiguió el de la Criminal—, ¿tienes algún indicio?

Kasdan habló de las huellas de los zapatos. De las partículas de madera. Luego, por iniciativa propia, pasó al segundo asesinato. Naseer y la sonrisa tunecina. El arma utilizada para las mutilaciones, diferente de la que reventaba los tímpanos. Un arma de hierro que debía de datar del siglo XIX. Evocó también la cita del
Miserere.
El sentido profundo de la plegaria. El pecado y el perdón.

Ese comentario lo llevaba directamente a Volokine, pero había decidido no mencionar al chaval. Para no crearle problemas. Después de todo, Volo todavía tenía una carrera por delante.

—En tu opinión, ¿por qué asesinaron a Goetz y a Naseer?

Kasdan se hundió plácidamente en el fondo del asiento, y respondió con un tono más hundido aún.

—Para reducirlos al silencio. Goetz estaba a punto de testificar contra la Colonia. Sin duda se lo había dicho a Naseer. Vosotros lo sabéis perfectamente. ¡Los dos hombres estaban bajo escucha!

—El asesinato del padre Olivier. ¿Qué sabes sobre eso?

Kasdan habló de la lógica del asesino o los asesinos. La oración. Las mutilaciones. Siempre la falta y la absolución. La sospecha de pederastia que pendía sobre el sacerdote. La pista de los coros y de los secuestros de niños que se insinuaban detrás de Goetz y de Manoury…

—¿Y si me hablaras de tu compañero de equipo, Cédric Volokine?

La pregunta no sorprendió a Kasdan. Les había presentado el ruso a Vernoux y a Puyferrat. Era lógico que su presencia hubiera llegado a oídos de Marchelier.

—Un policía de la BPM —dijo, reticente—. También estaba interesado en el tema. Por los críos secuestrados. Formamos un equipo durante un tiempo, pero abandonó. Tiene problemas con la droga.

—¿Dónde está ahora?

—Volvió al centro de desintoxicación, en el Oise.

—Lo verificaremos. Volvamos al padre Olivier.

Kasdan continuó desenredando el hilo de la madeja. El indicio de la madera sagrada. Luego, el giro que había dado la investigación al descubrir que Goetz era un antiguo torturador. Habló del testimonio de Peter Hansen y abrevió el relato. Había sido Hansen quien le había hablado de la Colonia chilena y le había dado el chivatazo sobre la presencia de la secta en Francia. Kasdan no quería mencionar a los tres generales. Hablar de Condeau-Marie, de La Bruyère o de Py era establecer un vínculo entre él y el asesinato de Py, alias Forgeras.

Marchelier seguía tecleando; de vez en cuando se detenía bruscamente, con la vista clavada en el teclado, como si buscara una letra que no existía. Kasdan veía pasar el tiempo. Las tres de la tarde en el reloj de pared.

Terminó su relato. Los últimos hallazgos. La secta. Sus normas. Su estatuto. Sus niños. El asesinato de Régis Mazoyer, «ex miembro» de Asunción. No habló del enfrentamiento con los chavales enmascarados. No quería volver a mencionar al ruso.

Concluyó resumiendo el contexto general de los asesinatos. Una secta religiosa que trabajaba en misteriosas investigaciones sobre la voz humana y daba una importancia especial a los coros infantiles. Niños criados en el sufrimiento y la fe, condicionados hasta convertirse en niños-asesinos. Una secta que había salido brutalmente a la luz para reducir al silencio a unos hombres que podían revelar, con precisión, el sentido de esas investigaciones.

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