El Niño Judio (34 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: El Niño Judio
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Roger Aus siempre me enseña alguna cosa aunque discrepo totalmente de sus conclusiones. Los escritos de Mary S. Thompson son maravillosos.

También muy recomendables, las obras de Robert Alter y Frank Kermode sobre la Biblia en tanto que literatura, así como Mimesis de Erich Auerbach. En general, debo elogiar la obra de Ellis Rivkin, Lee I. Levine, Martin Goodman, Claude Tresmontant, Jonathan Reed, Bruce J. Malina, Kenneth Bailey, D. Moody Smith, C. H. Dodd, D. A. Carson, León Morris, R. Alan Culpepper y el gran Joachim Jeremias. Gracias especiales a BibleGateway.com.

Aprendí algo de todos y cada uno de los libros que examiné.

El experto que tal vez me haya dado las mejores pistas, y que continúa haciéndolo a través de su ingente producción, es N. T. Wright. Es uno de los autores más brillantes que jamás he leído, y su generosidad al estudiar a los escépticos y comentar sus teorías ha sido de gran inspiración para mí. Su fe es tan inmensa como vastos sus conocimientos.

En su libro The Resurrection of the Son of God responde con fundados argumentos a la pregunta que me ha acosado toda la vida. El cristianismo, según N. T. Wright, llegó donde llegó porque Jesús resucitó de entre los muertos. Fue este hecho lo que dio a los apóstoles la fuerza necesaria para crear y divulgar el cristianismo. No habría sido posible sin la resurrección.

Wright va mucho más allá de situar toda la cuestión en una perspectiva histórica. No puedo hacerle justicia en estas pocas líneas, tan sólo recomendarlo sin reservas y seguir estudiando su obra.

Naturalmente, mi búsqueda no ha concluido. Hay miles de páginas de los eruditos ya mencionados que aún debo leer y releer.

Me queda mucho por estudiar de la obra de Josefo, de Filo, de Tácito, de Cicerón, de Julio César. Y hay una ingente cantidad de textos de arqueología: debo volver a Freyney a Eric Meyres, y hay nuevas excavaciones en Palestina, y mientras escribo esto se están imprimiendo más libros sobre los Evangelios.

Pero ahora veo una gran coherencia en la vida de Cristo y en el inicio del cristianismo que antes se me escapaba, y veo también la sutil transformación del mundo antiguo debido a su estancamiento económico y al asalto de los valores del monoteísmo, valores judíos mezclados con valores cristianos, algo para lo que esa sociedad no estaba quizá preparada.

Hay también teólogos que debería estudiar, leer más a Teihlard de Chardin, a Rahner, a san Agustín.

En algún momento de mi viaje particular, mientras me desilusionaba de los escépticos y sus frágiles conclusiones, comprendí algo respecto de mi libro: el reto era escribir sobre el Jesús de los Evangelios. ¡Por supuesto!

Cualquiera podía escribir sobre un Jesús progresista, un Jesús casado, un Jesús gay, un Jesús rebelde. La «búsqueda del Jesús histórico» había devenido una broma debido a las muchas definiciones que se habían adjudicado a Jesús.

El verdadero reto era tomar el Jesús de los Evangelios, esos Evangelios que yo veía cada vez más coherentes, que me atraían como testimonios elegantes en primera persona, dictados sin duda a escribas, pero sin duda también tempranos, los Evangelios confeccionados antes de que cayera Jerusalén; tomar el Jesús de los Evangelios e intentar entrar dentro de él e imaginar qué sentía.

Luego estaban las leyendas —los apócrifos—, como las tentadoras historias del Evangelio de Tomás, donde se describe a un Jesús muchacho matando a un niño de un golpe, devolviendo la vida a otro, convirtiendo pájaros de barro en seres vivos, además de otros milagros. Me había tropezado con esas historias en la primera fase de mi investigación y en múltiples ediciones, y no las había olvidado. Tampoco el mundo las olvidó. Eran historias fantásticas, en algunos casos cómicas, excepcionales todas, pero habían pervivido hasta la Edad Media e incluso más allá. No podía quitarme esas leyendas de la cabeza.

Finalmente decidí incorporar ese material, insertarlo en el armazón canónico lo mejor que pudiera. Estaba convencida de que contenía una verdad profunda, y quería conservarla. Esto, por supuesto, no es sino una conjetura, pero la asumí. Y tal vez, al asumir que Jesús manifestó efectivamente poderes sobrenaturales a temprana edad, estoy siendo fiel a la declaración del Concilio de Calcedonia: que Jesús fue Dios y Hombre en todo momento.

Intento ser fiel a Pablo cuando dijo que Nuestro Señor se vació por nosotros, en el sentido de que mi personaje se ha vaciado de su conciencia divina a fin de sufrir como ser humano.

Ofrezco este libro a todos los cristianos, a los fundamentalistas, a los católicos romanos, a los cristianos más progresistas, con la esperanza de que mi aceptación de doctrinas más conservadoras tenga para ellos cierta coherencia en el aquí y ahora de este libro. Lo ofrezco a los eruditos con la esperanza de que disfruten quizá viendo los frutos de mi investigación, y por supuesto lo ofrezco a aquellos a quienes tanto admiro y que han sido mis maestros, aunque no los conozca personalmente ni probablemente haya de conocerlos nunca.

Ofrezco este libro a aquellos que nada saben de Jesucristo, con la esperanza de que puedan verlo o intuirlo a través de estas páginas. Ofrezco esta novela con amor a los lectores que han seguido mi trayectoria en todos sus extraños giros, con la esperanza de que Jesús sea tan real para ellos como cualquiera de los personajes que he lanzado a este mundo que compartimos.

Después de todo, ¿no es Cristo Nuestro Señor el definitivo héroe sobrenatural, el outsider definitivo, el más inmortal de todos ellos?

Si el lector me ha seguido hasta aquí, le doy las gracias. Podría añadir a esta nota una bibliografía de aterradora longitud, pero no lo haré.

Permítaseme, para concluir, mostrar mi agradecimiento a las personas que me han apoyado y me han servido de inspiración a lo largo de estos años:

El padre Dennis Hayes, mi director espiritual, que siempre ha respondido con paciencia a mis preguntas teológicas.

El padre Joseph Callipare, cuyos sermones sobre el Evangelio de san Juan fueron brillantes y maravillosos. El tiempo que he pasado en su parroquia de Florida ha sido uno de los períodos más hermosos de mi investigación y de mi trabajo.

El padre Joseph Cocucci, cuyas cartas y charlas sobre teología han sido una gran inspiración.

Los padres redentoristas, los sacerdotes de mi parroquia en Nueva Orleans, cuyos sermones me han sustentado y cuyo ejemplo ha sido siempre una luz brillante. Me apena dejarlos. La educación de mi padre en el Seminario Redentorista de Kirkwood (Misuri) cambió sin duda el curso de mi vida. Nunca podré pagar mi deuda con los redentoristas.

Los padres Dean Robbins y Curtís Thomas, de la parroquia de la Natividad de Nuestro Señor, que me han acogido como nueva feligresa. Me apena dejarlos.

El hermano Becket Ghioto, cuyas cartas han sido pacientes, sabias y llenas de maravillosas revelaciones y respuestas.

Y para terminar, pero no por ello menos importante, dar las gracias a Amy Troxler, mi amiga y compañera, que me ha dado respuestas a tantas preguntas fundamentales y soportado mis incesantes desvaríos, que ha estado conmigo en misa y me ha traído la comunión cuando yo no podía ir, que me ayudó tanto como para que me sea imposible expresarlo de palabra. Fue Amy la que estuvo a mi lado aquella tarde de 1998 cuando pregunté si conocía a algún sacerdote que pudiera oírme en confesión, que pudiera ayudarme a volver a la Iglesia. Fue Amy quien buscó al sacerdote y me acompañó a verle. Fue el ejemplo de Amy en esos primeros meses de asistir a la misa en inglés lo que me ayudó a adaptarme a una liturgia que era completamente distinta de la que yo había abandonado tantos años atrás. Dejo a Amy, como dejo Nueva Orleans, con gran dolor de mi corazón.

Mi estimado personal, mis más queridos amigos, mi editora Vicky Wilson que leyó este manuscrito e hizo comentarios muy beneficiosos, mi familia, gracias a todos. Vivo en el entorno de su amor que me nutre. Soy muy afortunada.

En cuanto a mi hijo, esta novela está dedicada a él. Eso lo dice todo.

24 de febrero de 2005, 6 de la mañana

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