Authors: Anne Rice
—Son descendientes de Zadok, y eso es lo importante —dijo Cleofás—. Con eso basta.
—¿Por qué son ricos? —pregunté.
Todos rieron.
—Son ricos gracias a las pieles de los sacrificios que les pertenecen por derecho —dijo José, muy serio—. Y proceden de familias ricas.
—Sí, ¿y qué más? —dijo Cleofás.
—La gente nunca habla bien de los ricos —dijo la vieja Sara.
—¿Es que tienes algo bueno que decir de ellos, anciana? —replicó Cleofás.
—¡Ah, conque se me permite hablar en la asamblea de los sabios! —respondió ella, irónica. Más risas—. Pues sí, tengo cosas que decir. ¿Quién crees que los escucharía si no fueran ricos?
—Hay muchos sacerdotes pobres —dijo Cleofás—•. Lo sabes tan bien como yo. Los sacerdotes de nuestro pueblo son pobres. Zacarías era pobre.
—No, él no era pobre —repuso Sara—. Rico tampoco, pero nunca fue pobre. De acuerdo, hay muchos que trabajan con sus manos y no tienen más remedio. Y van ante el Señor, sí. Pero ¿poner en lo más alto a quienes protegen el Templo? No, eso no. Ese sitial sólo pueden ocuparlo hombres que sean temidos por otros hombres.
—¿Importa quiénes sean mientras cumplan con sus obligaciones, mientras no profanen el Templo, mientras tomen de nuestras manos los sacrificios? —terció Alfeo.
—No, claro que no importa —dijo Cleofás—. El viejo Herodes eligió a Joazer como sumo sacerdote porque era el que más le interesaba. Y ahora Arquelao quiere a otro distinto. ¿Cuánto tiempo hace que Israel no elige a su sumo sacerdote?
Levanté la mano como habría hecho en la escuela. Mi tío Cleofás se volvió hacia mí.
—¿Cómo sabe la gente si los sacerdotes hacen lo que deben hacer? —pregunté.
—Todos observan su comportamiento —dijo José—. Los otros sacerdotes, los levitas, los escribas, los fariseos.
—¡Oh, desde luego, los fariseos sobre todo! —bromeó Cleofás.
Y eso sí nos hizo reír. Queríamos mucho a nuestro rabino, el fariseo Jacimus, pero su estricta observancia de las normas se prestaba para las chanzas.
—¿Y tú, Santiago? —dijo Cleofás—. ¿No tienes nada que preguntar?
Sombrío, Santiago estaba absorto en sus pensamientos.
—El viejo Herodes asesinó a un sumo sacerdote —dijo en voz baja, como un hombre más—. Asesinó a Aristobulos porque éste deslumbraba a su pueblo, ¿no es verdad?
Los hombres asintieron con la cabeza.
—Así es —dijo Cleofás—. Ordenó que lo ahogaran por ello, y todo el mundo lo sabía. Todo porque Aristobulos se presentaba ante el pueblo con sus vestiduras y al pueblo le gustaba.
Santiago apartó la vista.
—¡Pero qué conversación es ésta! —dijo José—. Hemos venido a la casa del Señor para ofrecer sacrificios. Para ser purificados. Para comer la Pascua. No hablemos de estas cosas.
—Sí, tienes razón —dijo la vieja Sara—. Yo digo que José nuestro primo es un buen hombre. Y cuando despose a la hija de Anas, estará más cerca de quienes tienen el poder.
Mis tías, y Alejandra también, estuvieron de acuerdo.
Cleofás estaba asombrado.
—¡No llevamos aquí ni dos horas y las mujeres ya sabéis quejose Caifas se va a casar! ¿Cómo hacéis para enteraros de esas cosas?
—Todo el mundo lo sabe —dijo Salomé—. Si no estuvieras tan ocupado citando a los profetas, tú también te enterarías.
—Quién sabe —dijo la vieja Sara—. Quizás algún día José Caifas llegará a sumo sacerdote...
Supe por qué decía eso. Pese a su juventud, José tenía un aire especial, en su manera de moverse y hablar, una facilidad de trato con todos, una gentileza peculiar. Al recibirnos se había preocupado por nosotros pese a que no éramos ricos, y detrás de sus expresivos ojos negros había un alma fuerte.
Pero ahora mis tías estaban discutiendo sobre ese punto con más ardor que los hombres, que les decían a ellas que se callaran, que no sabían nada de nada, y que eso era avanzar mucho las cosas, pero todos sabían que Arquelao podía cambiar al sumo sacerdote cuando le viniera en gana.
—¿Te has vuelto profeta, Sara, y por eso sabes que ese hombre será sumo sacerdote? —la pinchó Cleofás.
—Quizá —dijo ella—. Sé que sería un buen sumo sacerdote. Es inteligente y devoto. Es pariente nuestro. Es... es un hombre que me llega al corazón.
—Pues dale tiempo —dijo Cleofás—. Y que nuestros primos que nos han acogido aquí sean bendecidos por su generosidad. ¿Qué opinas tú, José? —añadió.
José, que se mantenía callado, sonrió, fingió estar reflexionando profundamente, y luego dijo:
—José Caifas es un hombre alto. Muy alto. Y camina muy erguido, y tiene unas manos largas que parecen pájaros volando pausadamente. Y se casa con la hija de Anas, nuestro primo, que es primo de la casa de Boethus. Sí, yo creo que será sumo sacerdote.
Todos reímos. Incluso la vieja Sara.
El miedo me había abandonado, pero yo aún no lo sabía. La cena estuvo muy apetitosa.
La familia de Caifas nos sirvió un buen potaje de lentejas con muchas especias, una pasta de deliciosas aceitunas en aceite y abundantes dátiles confitados, que nosotros casi nunca comíamos en casa. Y, como siempre, había pasteles de higos secos, pero éstos estaban muy ricos. El pan era ligero y recién sacado del horno.
La esposa de Caifas, madre de José Caifas, se ocupó personalmente de que nos sirvieran vino; sus velos eran muy decorosos y le cubrían todo el cabello, dejando visible sólo una pequeña parte de la cara. La luz de las teas nos permitió verla en el umbral. Ella saludó con el brazo y volvió a entrar en la casa.
Hablamos del Templo, de nuestra purificación y de la festividad en sí: las hierbas amargas, el pan sin levadura, el cordero asado y las oraciones que pronunciaríamos. Los hombres lo explicaban de manera que los chicos pudieran entenderlo, pero otro tanto habían hecho los rabinos en la escuela, de modo que ya sabíamos lo que pasaría y lo que debíamos hacer.
Estábamos ansiosos porque el año anterior, entre los disturbios y el miedo, no habíamos podido cumplir con el ritual. Ahora queríamos aparecer ante el Señor tal como la Ley de Moisés lo exigía.
Debo decir que Santiago ya casi había terminado la escuela. Ahora tenía trece años y ante el Señor era ya un hombre. Silas y Leví eran mayores que él y ya no asistían a la escuela. Ambos habían tenido problemas con los estudios. El rabino no quería que se fueran pero ellos le habían suplicado, aduciendo que tenían mucho trabajo en casa. Así, mientras los demás repasábamos las normas de la festividad, ellos se alegraron de saltarse las clases.
Mientras nos acabábamos la cena, varios chicos de los campamentos vinieron a buscarnos. Eran simpáticos, pero yo estaba pensando en mi primo Juan hijo de Zacarías, que se había ido a vivir con los Esenos. Me preguntaba si se sentiría bien allí. Estaba en pleno desierto, decían. ¿Cada cuánto vería a su madre? ¿Reconocería ella a su propio hijo? Pero ¿por qué pensar en estas cosas? Vinieron a mi mente aquellas palabras sobre que su nacimiento había sido anunciado. Mi madre también había acudido a los Esenos cuando supo que yo iba a nacer. Ardía en deseos de ver a Juan, pero ¿cuándo iba a tener esa posibilidad?
Los Esenos no asistían a las festividades. Vivían una existencia muy apartada y eran más estrictos aún que los fariseos. Los Esenos soñaban con un Templo renovado. Una vez vi a un grupo de Esenos en Séforis, todos con sus prendas blancas. Estaban convencidos de que ellos eran el verdadero Israel.
Al final, aunque tenía ganas de jugar, dejé a los chicos y traté de localizar a José. Estaba anocheciendo y allá abajo la ciudad empezaba a llenarse de luz. Las luces del Templo eran brillantes y hermosas, pero yo no podía buscar en todo el pueblo y los campamentos, y ni siquiera di con Cleofás.
Solo, José estaba contemplando la ciudad, escuchando la música y el batir de címbalos que procedían de algún lugar cercano. Daba sorbos a un vasito de vino.
Se lo pregunté a bocajarro:
—¿Volveremos a ver algún día al primo Juan?
—Quién sabe. Los Esenos están al otro lado del mar Muerto, al pie de las montañas.
—¿Tú crees que son buena gente?
—Son hijos de Abraham como el resto de nosotros
—dijo—. Se puede ser peores cosas que Eseno.
—Hizo una pausa y continuó—: Eso pasa con nosotros los judíos. Ya sabes que en nuestro pueblo hay hombres que no creen en la resurrección del último día. Y luego están los fariseos. Los Esenos creen con toda su alma y se esfuerzan al máximo para agradar al Señor. Asentí con la cabeza.
A mí me constaba que todos los del pueblo querían ir al Templo, y que observar las festividades era importante para ellos. Pero no lo dije, porque me pareció que en sus palabras había verdad. No tenía más preguntas que hacer.
Me consumía la tristeza. Mi madre quería a su prima. Recordé verlas abrazadas al despedirse la última vez que habíamos estado juntos. Y que yo había sentido mucha curiosidad por mi primo. Despedía tal sensación de... de seriedad, sí, ésa es la palabra, seriedad. Eso fue lo que me atrajo de él.
Los otros chicos del campamento eran muy simpáticos y los hijos de los sacerdotes hablaban bien y decían cosas buenas, pero yo no tenía ganas de estar con ellos. Dejé a José. Yo tenía prohibido preguntarle las cosas que me pesaban en el corazón. Prohibido.
Me tumbé en la estera e intenté dormir pese a que en el cielo apenas empezaban a aparecer las primeras estrellas.
Alrededor, los hombres discutían sin parar, unos decían que el sumo sacerdote no era el mejor, que Herodes Arquelao se había equivocado en su elección, mientras otros sostenían que el sumo sacerdote era aceptable y que nos convenía tener paz, no más revueltas.
Sus voces airadas me asustaron.
Me levanté, dejé allí la estera y eché a andar alejándome del campamento por la ladera. Me sentó bien estar bajo las estrellas.
Había otros campamentos pero más pequeños; cubrían las pendientes y sus fogatas iluminaban poco, mientras en lo alto la luna brillaba hermosa sobre la región. Las estrellas desparramadas por el firmamento formaban sus bonitos dibujos.
La hierba olía muy bien y no hacía demasiado frío. Me pregunté si Juan estaría viendo ahora esas mismas estrellas en el desierto.
Entonces se acercó Santiago llorando.
—¿Qué te pasa? —pregunté incorporándome. Le cogí la mano. Nunca había visto así a mi hermano mayor.
—Necesito decírtelo... —empezó—. Lo siento. Perdona todas las cosas malas que te he dicho. Perdona por... haber sido malo contigo.
—¿Malo? Santiago, pero ¿qué estás diciendo?
—Nadie podía oírnos ni vernos.
—No puedo ir mañana al Templo con esto dentro de mí, sabiendo que te he tratado tan mal.
Fui a abrazarle, pero él se apartó.
—Santiago —dije—, ¡tú nunca me has hecho daño!
—No tenía ningún derecho a contarte lo de los magos que fueron a Belén.
—Pero yo quería que me lo contaras —repuse—. Quería saber lo que pasó cuando nací. Necesito saberlo, Santiago. ¿No quieres contármelo todo?
—No te lo conté para complacerte. ¡Lo hice sólo para fastidiarte!
Sabía que eso era verdad. La dura verdad. Una más de las duras verdades que Santiago solía decir.
—Pero me dijiste lo que yo quería saber —repliqué—. Eso estuvo bien. Yo lo quería.
Santiago negó con la cabeza. Sus lágrimas no cesaban. Era el sonido de un adulto llorando.
—Santiago, te apenas por nada, en serio. Yo te quiero, hermano, no sufras por esto.
—Tengo que decirte otra cosa —susurró, como si hablar en susurros fuera necesario, aunque no lo era: estábamos lejos de los demás—. Te he odiado desde que naciste —dijo—. Te odiaba ya antes de que nacieras. ¡Sólo por existir!
La cara se me encendió. Me palpé el cuerpo. Jamás había oído a nadie decir semejante cosa. Tardé un momento en reaccionar:
—No me importa.
Santiago guardó silencio.
—No lo sabía —continué—. Mejor dicho, creo que lo sabía pero también sabía que se te pasaría. En cualquier caso, nunca pensé en ello.
—Mira cómo hablas —dijo con voz triste.
—¿Cómo?
—Sabes mucho para la edad que tienes —respondió, él que era tan alto a sus trece años, todo un hombre—. Te ha cambiado la cara desde que salimos de Egipto. Entonces tenías cara de niño y tus ojos eran iguales a los de tu madre.
Supe lo que quería decir. Mi madre siempre tenía cara de niña. Lo que no sabía era que yo hubiera cambiado. ¿Qué podía responderle?
—Siento haberte odiado —dijo—. Lo siento de veras. Deseo quererte y serte leal.
—Yo también te quiero, hermano —dije. Silencio.
Santiago se enjugó las lágrimas. —¿Puedo abrazarte? —pregunté. Asintió con la cabeza. Al hacerlo, noté que él estaba temblando. Era evidente que se sentía muy mal.
Me aparté despacio.
—Santiago —dije—, ¿por qué me odiabas?
—Demasiados motivos —respondió meneando la cabeza—. No puedo contártelo todo. Algún día lo sabrás.
—No, Santiago, dímelo ahora. Necesito saberlo. Te lo suplico.
Tardó en responder.
—No soy yo quien debe decirte lo que ocurrió.
—¿Quién, entonces? Santiago, dime por qué me odiabas. Dime al menos eso. ¿Qué fue?
Me miró y tuve la impresión de que su cara reflejaba mucho odio. Tal vez sólo era infelicidad. Sus ojos, en la oscuridad, llameaban.
—Te diré por qué debo quererte —dijo—. Los ángeles bajaron cuando tú naciste. ¡Sólo por eso tengo que quererte!
—Se echó a llorar otra vez.
—¿Te refieres al ángel que se apareció a mi madre?
—No.
—Negó con la cabeza y esbozó una sonrisa opaca, amarga—. Los ángeles descendieron la noche misma de tu nacimiento. Ya sabes lo que pasó, te lo han contado. Estábamos en aquella posada, en Belén, compartiendo el establo y el heno con las bestias. Era el único sitio disponible y esa noche había mucha gente allí. Tu madre soportó los dolores en un rincón del establo, sin gritar ni nada. Tía Salomé la ayudó cuando llegó el momento, y cuando te sostuvieron en alto para que mi padre te viera, también yo te vi. Llorabas, pero sólo como lloran los recién nacidos porque no saben hablar. Y te envolvieron como se envuelve a un bebé para que no se mueva ni se haga daño, en pañales, y te acostaron en el blando heno de un pesebre. Tu madre yació en brazos de tía Salomé y entonces sí rompió a llorar, y fue horrible oírla.
»Mi padre se acercó a ella. Estaba muy arropada y le habían retirado los trapos del parto. Mi padre la abrazó. "¿Por qué aquí? —dijo ella—. ¿Hemos hecho algo malo? ¿Es esto un castigo? ¿Por qué en este establo? No es justo." Eso fue lo que le preguntó. Pero él no sabía qué contestar. ¿Entiendes ahora? Un ángel se había aparecido a ella para anunciarle tu nacimiento, y acababa de ocurrir en un establo.