Authors: Anne Rice
—Ha caminado catorce días para venir a ofrecer este sacrificio —balbuceó.
—¡Pues deja que paguemos nosotros otras dos tórtolas! —dijo Cleofás—. No te doy el dinero a ti —le dijo a la mujer—. Se lo doy a este individuo y él te entrega otras dos. Sigue siendo tu sacrificio, ¿entiendes? Tú no me quitas nada. Es él quien se queda mi dinero.
La mujer dejó de llorar y miró a su esposo. El hombre asintió con la cabeza.
Cleofás pagó.
El mercader entregó dos pequeñas tórtolas asustadas y, rápidamente, metió las otras en una jaula vacía.
—¡Miserable bribón! —dijo Cleofás por lo bajo. El mercader asintió: —Sí, sí, sí.
Santiago hizo su compra.
Me vinieron pensamientos a la cabeza y empecé a sentir miedo; no recuerdos de aquella batalla campal ni del hombre que había muerto allí, sino otros pensamientos: que ése no era un sitio para orar, que no era el hermoso lugar de Yahvé al que todos venían para adorarle. Cuando recitábamos las Escrituras todo parecía sencillo, incluso los rituales del sacrificio, pero aquello era un enorme mercado lleno de ruido, enojo y decepción.
Había muchos gentiles allí, en medio de aquella multitud, y yo sentí vergüenza ajena por lo que tenían que ver y oír. Pero reparé en que a muchos les daba lo mismo. Habían venido a ver el Templo y parecían más contentos casi que los judíos a mi alrededor, los que seguirían hasta el Patio de las Mujeres, lugar en el que ningún gentil estaba autorizado a entrar.
Por supuesto, los gentiles tenían sus propios templos, sus propios mercaderes que vendían animales para sacrificar. Yo había visto muchos en Alejandría. Posiblemente discutían y peleaban tanto como los judíos.
Pero nuestro Señor era el creador de todas las cosas, nuestro Señor era invisible, nuestro Señor lo era de todos los lugares y todas las cosas. Nuestro Señor moraba sólo en su Templo, y nosotros, hasta el último de nosotros, éramos su pueblo sagrado.
Cuando llegamos al Patio de las Mujeres la vieja Sara, mi madre y las demás se detuvieron, pues las mujeres no tenían permiso para ir más allá. Allí no había tanta aglomeración. Los gentiles no podían entrar so pena de muerte. Ahora sí estábamos en el Templo, aunque el ruido de los animales no nos había abandonado pues los hombres traían sus propias vacas, ovejas y aves.
Los incendios no habían dañado aquel lugar. Por todas partes veías plata y oro. Las columnas eran griegas, tan bellas como cualquiera de las que había en Alejandría. Varias mujeres subieron a la terraza para contemplar el sacrificio en el Patio Interior, pero la vieja Sara ya no podía subir más escaleras y nuestras mujeres se quedaron con ella.
Quedamos en encontrarnos de nuevo en la esquina suroriental del Gran Patio, y a mí me preocupó cómo daríamos los unos con los otros.
Las piernas me dolían mientras subíamos los peldaños, pero me sentía imbuido de una nueva dicha, y por primera vez mis dolorosos recuerdos, mi confusión, me abandonaron.
Me encontraba en la casa del Señor. Ya se oían los cánticos de los levitas.
Al llegar a la verja, el levita guardián nos detuvo.
—Este chico es muy pequeño —dijo—. ¿Por qué no lo dejáis con vuestras mujeres?
—Es mayor de lo que su edad dice, y conoce la Ley de Moisés —dijo José—. Está preparado —añadió.
El levita asintió con la cabeza y nos dejó pasar.
Aquí volvía a estar repleto de gente. El ruido de animales era ensordecedor, y las tórtolas de Santiago se agitaron. Pero la música sonaba en todas partes. Oí las flautas y los címbalos y las bien ensambladas voces de los cantantes. Jamás había oído música tan sublime, tan plena, como la de los levitas cantando. No eran los cánticos alegres y mal interpretados de cuando nosotros entonábamos los salmos por el camino, ni las canciones de ritmo rápido de las bodas. Era un sonido oscuro y casi triste que fluía ininterrumpidamente con fuerza tremenda. Las palabras en hebreo se fundían en el estribillo. No había un principio ni un final.
Quedé tan cautivado que hasta un rato después no me percaté de lo que estaba sucediendo ante mis ojos, frente a la barandilla.
Los sacerdotes, vestidos de puro blanco y con turbantes blancos, se movían al compás del vaivén de los animales, entre la multitud y el altar. Vi los corderitos y los machos cabríos que iban a sacrificar. Vi las aves.
Los sacerdotes estaban tan apretujados alrededor del altar que no distinguía lo que estaban haciendo, sólo de vez en cuando alcanzaba a ver la sangre que salía disparada hacia arriba o abajo. Sus bellas prendas de lino manchadas de sangre. Un gran fuego ardía sobre el altar, y el olor a carne quemada era indescriptible. Cada vez que tomaba aire olía aquella pestilencia.
Aunque José señaló el altar del incienso y yo pude verlo también, no percibí el olor del incienso.
—Mira los cantantes, ¿los ves? —dijo Cleofás, inclinándose para hablarme al oído.
—Sí—dije—. Santiago, mira. —Se distinguían entre las idas y venidas de los sacerdotes.
Estaban en los escalones que llevaban al santuario y eran muchos, hombres barbudos de largas guedejas, todos con pergaminos en las manos; vi también las liras que producían los deliciosos sonidos que yo no había sabido identificar entre la armoniosa belleza de su música.
Los cánticos de los levitas me llegaron con más nitidez al verlos a ellos. Era tan hermoso que me sentí flotar. Aquella música borró todos los demás sonidos.
Mis preocupaciones desaparecieron por completo mientras estaba allí, rezando, mis palabras convertidas en algo distinto, en simple adoración al Creador, en tanto escuchaba la música y miraba todo cuanto estaba pasando.
«Señor, Señor, sea yo quien sea, sea yo lo que sea, sea yo lo que haya de ser, formo parte de este mundo que es una fluida maravilla, como esta música. Y Tú estás con nosotros. Estás aquí. Has montado aquí tu tienda, entre nosotros. Esta música es tu canción. Esta casa es la tuya.»
Empecé a llorar, pero por lo bajo. Nadie lo advirtió.
Santiago cerró los ojos en oración mientras sujetaba las dos tórtolas, esperando a que llegara el sacerdote. Había tantos que no se podían contar. Recibían los corderos que balaban y los machos cabríos que chillaban hasta el último momento. La sangre era recogida en cuencos, conforme a la Ley de Moisés, para luego ser arrojada sobre las piedras del altar.
—Veréis —dijo Cleofás—. Este no es el altar de la Presencia. Ese está allá arriba, detrás de los cantantes, en el santuario, más allá del gran velo. Y estas cosas nunca las veréis. Vuestra madre fue una de las que tejió parte de esos velos, dos cada año. Ah, qué portentosos bordados. Sólo el sumo sacerdote puede entrar en el sanctasanctórum, y cuando entra lo hace envuelto en una nube de incienso.
Pensé en José Caifas. Me lo imaginé entrando en aquel sagrado lugar. Luego pensé en el joven Aristobulos, el sumo sacerdote a quien el viejo Herodes había hecho asesinar. «Ojalá los magos no se lo hayan contado a Herodes...»
Recordé las palabras de mi madre: «Tú no eres hijo de un ángel.» Qué niño era yo cuando me dijo eso. No había vuelto a pensar en aquellas palabras desde la noche en que ella me habló en el tejado, aquí en Jerusalén. No me había permitido pensar en ello. Pero ahora sí, y todas las extrañas imágenes que me había formado al oír el relato de Santiago explotaron de color en mi mente.
Pero yo no quería esos pensamientos, esos fragmentos de algo que era incapaz de completar. Yo quería la paz y la dicha que había sentido hacía sólo unos momentos. Y la paz y la dicha volvieron. Tanto es así, que ya no fui un muchacho allí de pie entre otras personas, sino que fui mi alma, mi entendimiento, como si pudiera salir de mi cuerpo, mi alma transportada en las olas de la música, como si yo no tuviera peso ni tamaño y de este modo, en ese momento, pudiera entrar en el sanctasanctórum, y asilo hice: atravesé la cancela y la pared, sin dejar de proyectarme más y más hacia fuera de mí mismo. «Te llamaron Christos Kyrios.»
«Señor, dime quién soy. Dime qué debo hacer.»
Volví en mí al sonido de un llanto, un sonido empequeñecido por la música y las oraciones susurradas en hebreo. Era Santiago. Estaba temblando.
Miré de nuevo el gran altar de piedra de los sacrificios, y los sacerdotes arrojando la sangre sobre las losas. La sangre pertenecía al Señor. Ya pertenecía al Señor cuando aún estaba en el animal, y también ahora. La sangre era la vida del animal. Un israelita j amas debía ingerir sangre. Las piedras del altar estaban empapadas de sangre.
Era una cosa hermosa y oscura como la música, y como las oraciones que se oían por doquier en hebreo. El propio ir y venir de los sacerdotes recordaba los movimientos de una danza.
«No, ya no soy un niño. Ya no.»
Pensé en los hombres que habían muerto un día como aquél el año anterior. Pensé en los que habían perecido quemados en ese mismo Templo. Pensé en este Templo cubierto de sangre. Sangre. Siempre sangre.
Santiago sujetaba con fuerza a las dos tórtolas, que trataban de escapar, formando una jaula con sus dedos.
—Confieso mis pecados —susurró—. Soy culpable de envidia y de rencor.
Intentó tragarse las lágrimas. A sus trece años, era un hombre que lloraba. Yo no sabía si alguien se había dado cuenta de que lloraba, pero entonces vi la mano de José en su hombro, dándole consuelo. José le besó en la mejilla. José quería a su hijo Santiago. Le quería mucho. Y también a mí. Quería a cada uno de un modo diferente.
Santiago mostró sus pájaros e inclinó la cabeza cuando el sacerdote se acercó a nosotros.
—«Pues nos ha nacido un niño —recitó Santiago del profeta Isaías—, se nos ha dado un hijo que lleva sobre sus hombros el dominio. —Trató de contener las lágrimas, antes de continuar—. Y se le ha dado el nombre de Consejero-Portentoso, Héroe-Divino, Padre-Sempiterno, Príncipe de Paz.»
Me volví para mirarle. ¿Por qué esa oración?
—Que el Señor perdone mi envidia. Que el Señor perdone mis pecados y yo pueda quedar limpio. Deja que no tenga miedo. Déjame comprender. Me arrepiento de todo.
De súbito, el sacerdote estaba allí plantado delante de nosotros, con la barba y el rostro salpicados de sangre. Pero era hermoso con su lino blanco y su mitra. Detrás de él estaba el levita. El sacerdote acercó el cuenco dorado. Con los ojos casi cerrados miró fijamente a Santiago, quien hizo una inclinación con la cabeza y le entregó las dos tórtolas.
—Esto es una ofrenda por pecar —dijo Santiago.
Me empujaron hacia delante y me inclinaron para que pudiese ver, pero el sacerdote se perdió enseguida entre los demás sacerdotes y ya no pude ver lo que hacían en el altar. Lo sabía por las Escrituras, eso sí. Le retorcían el pescuezo al pájaro y derramaban su sangre. Esa era la ofrenda por pecar. El segundo pájaro sería quemado.
No estuvimos allí mucho tiempo.
Había terminado. Deuda saldada.
Regresamos, casi a empujones, y pronto estuvimos entre la multitud del Patio de los Gentiles. Esta vez no fuimos hacia el centro sino que seguimos la columnata conocida como Pórtico de Salomón.
Había maestros sentados bajo el porche, y muchos hombres jóvenes formando corro alrededor. También algunas mujeres se detenían para escucharlos. Oí a uno que enseñaba en arameo, y luego otro que contestaba a una pregunta en griego ante una abigarrada multitud.
Yo quería parar, pero la familia siguió adelante, y cada vez que yo aflojaba el paso para mirar a los maestros, para pescar alguna palabra suelta, alguien me cogía de la mano y tiraba de mí.
Finalmente vi el gran pórtico un poco más allá. No había tanta gente como antes. Salimos y vimos a la vieja Sara bajo el tejado, sentada a la sombra de una columna con Bruria, nuestra triste refugiada, y también Riba, que jugaba con su bebé. Estaban allí mi madre y mis tías. Me había olvidado por completo de ellas. Ni siquiera sabía que las estábamos buscando. Sara recibió a Santiago con un abrazo y un beso.
Como estábamos muy cansados, nos sentamos con ellas. Enseguida me fijé en que mucha gente hacía lo mismo pese a que los albañiles estaban trabajando a escasa distancia, en la pared del fondo. Nos pusimos muy juntos para que la gente pudiese pasar.
Muchos se marchaban del Templo. Dos o tres mercaderes habían recogido sus jaulas y estaban bajando las escaleras. Pero todavía había otros que protestaban y se gritaban entre sí, y varias personas se demoraban todavía en las mesas de cambiar dinero.
Los levitas que vendían el aceite y la harina para el sacrificio estaban plegando sus mesas. Entonces vi que los guardias se aproximaban a la escalera para observar a quienes abandonaban el Templo.
El sacrificio vespertino del cordero pronto habría terminado. Yo no lo sabía con certeza, pero no me preocupaba; aún tenía muchas cosas que aprender, todo a su tiempo.
Cerca de allí vi a un ciego sentado en un taburete, un hombre con una larguísima barba gris que estaba hablando en griego a nadie con los brazos extendidos, o tal vez hablaba a todo el mundo. La gente le lanzaba monedas al regazo. Los había que se paraban a escuchar unos segundos. Yo no podía oírle bien debido al alboroto general. Le pregunté a José si me dejaba darle algo y escuchar lo que decía.
José lo pensó un momento y luego me dio un denario, que era mucho. Cogí la moneda y corrí a sentarme a los pies del ciego.
Hablaba un griego muy bonito, tan suave como el de Filo de Alejandría. Estaba recitando un salmo:
—«Permite que mi grito de alegría llegue a ti, Señor, dame comprensión como me prometiste...» —Calló un momento y palpó la moneda que yo había dejado en su regazo. Rocé el dorso de su mano. Tenía los ojos velados, de un gris pálido—. ¿Y quién es éste que me da tanto y viene a sentarse a mis pies? —preguntó—. ¿Un hijo de Israel o alguien que busca al Señor de Todos?
—Un hijo de Israel, maestro —respondí en griego—. Un alumno en busca de la sabiduría de tus cabellos grises.
—¿Y qué quieres saber, niño?—preguntó él, mirando al frente. Deslizó la moneda en el cinto que ceñía su túnica.
—Maestro, por favor, dime quién es Christos Kyrios.
—Ah, pequeño, son muchos los ungidos —dijo—, pero ¿el ungido por el Señor? ¿Quién crees tú que podría ser, aparte del hijo de David, el rey ungido de la raíz de Jesé que habrá de gobernar Israel y traer la paz a la Tierra Prometida?
—Pero, maestro, ¿y si unos ángeles cantaron cuando ese ungido nació?, ¿y si unos magos fueron a llevarle presentes, siguiendo una estrella en el cielo?