Authors: Anne Rice
Contemplamos por última vez la ciudad de Jerusalén desde el monte de los Olivos.
José me dijo lo que yo ya sabía, que tres veces al año regresaríamos a Jerusalén para las grandes fiestas, y que así yo podría conocer muy bien aquella gran ciudad.
El viaje a Nazaret fue muy rápido, pues ya no íbamos con toda la familia, pero no nos dimos ninguna prisa y pudimos conversar a placer sobre la belleza de aquellos parajes, así como sobre las cosas de nuestra vida diaria.
Cuando finalmente coronamos la colina y el pueblo fue visible allá abajo, yo les dije a mis padres que nunca volvería a hacer lo que había hecho, esto es, marcharme y abandonarlos sin más. No traté de explicar lo sucedido, sólo les dije que no se preocuparan porque nunca volvería a abandonar la familia por mi cuenta.
Vi que eso les complacía pero que preferían no hablar sobre lo sucedido. Ya habían decidido pasar página y dejarlo al margen de los asuntos cotidianos. Mi madre se puso a hablar de cosas sencillas que tenían que ver con la casa, y José asentía con la cabeza a cuanto ella decía. Yo iba andando con ellos, pero estaba solo.
Pensé en lo que mi madre había dicho, en las palabras de José sobre que las tinieblas tratan de engullir la luz sin conseguirlo nunca. Eran hermosas palabras, sí, pero palabras al fin y al cabo.
Vi mentalmente, sin sentir, sin llorar, sin estremecerme, a aquel hombre alanceado en el Templo, vi a los niños asesinados en Belén. Vi el incendio en la noche de Jericó alzarse hasta el cielo. No podía quitarme todas esas imágenes de la cabeza.
Cuando llegamos a casa, fui a sentarme y descansé.
La pequeña Salomé vino a verme. Yo no decía nada porque pensé que me dejaría algo de comer o de beber y luego se iría, como hacía siempre, ya mujer y ya ajetreada.
Pero no lo hizo. Se quedó allí plantada.
Al final levanté la vista.
—¿Qué?—dije.
Se arrodilló ante mí y me tocó la mejilla con la palma de la mano. Yo la miré, y fue como si nunca se hubiera apartado de mí para estar con las mujeres, trabajando. Me miró a los ojos.
—¿De qué se trata, Yeshua? —preguntó.
Tragué saliva. Tuve el presentimiento de que la voz me saldría demasiado sonora para lo que tenía que decir, pero lo dije igualmente.
—Sólo lo que todo el mundo tiene que saber. No sé cómo no me di cuenta antes.
—El hombre tendido en el suelo, el cordero, los niños. La miré.
—Cuéntamelo —dijo.
—¡Sí! ¿Por qué no me di cuenta antes?
—Habla —dijo ella.
—Es muy sencillo. No significa nada hasta que uno lo entiende, sea quien sea.
—Quiero saberlo.
—Pues que todo lo que nace en este mundo, no importa cómo ni por qué, nace para morir. Ella guardó silencio.
Me puse en pie y salí de la casa. Estaba anocheciendo. Caminé por la calle y subí la cuesta hasta donde la hierba estaba blanda e impoluta. Era mi lugar favorito, a poca distancia de la arboleda junto a la que tanto me gustaba ir a descansar.
Contemplé las primeras estrellas en el crepúsculo.
Nacido para morir. Sí, nacido para morir. ¿Por qué, si no, iba a nacer yo de mujer? ¿Por qué, si no, era de carne y sangre sino para morir? El dolor fue casi insoportable. Llegaría a casa llorando si no lograba dejar de pensar en ello. Pero no, eso no tenía que pasar. Nunca más.
¿Y cuándo se me aparecerán los ángeles con una luz tan brillante que no me dé miedo? ¿Cuándo llenarán los ángeles el cielo con sus cánticos para que pueda verlos? ¿Cuándo se me aparecerán en sueños?
La quietud me invadió justo cuando pensaba que el corazón me iba a estallar. La respuesta pareció surgir de la tierra misma, de las estrellas, la hierba y los árboles cercanos, del ronroneo del anochecer.
¡No me habían enviado aquí para ver ángeles! No me habían enviado aquí para soñar con ellos, ni para oírlos cantar. Había sido enviado para vivir. Para respirar y sudar y tener sed y, a veces, para llorar.
Y todo cuanto me sucediera, grande o pequeño, era algo que yo tenía que aprender. Había espacio de sobra en la mente infinita del Señor, y yo tenía que extraer de ello una lección, por más difícil que fuese encontrarla.
Casi me reí.
Era tan sencillo, tan hermoso. Ojalá pudiera retenerlo en mi mente, ese momento de lucidez, no olvidarlo con el paso de los días, no olvidarlo pasara lo que pasase, no olvidarlo jamás.
Oh, sí, yo me haría mayor, y llegaría un momento en que partiría de Nazaret. Saldría al mundo y haría lo que estuviera destinado a hacer, sí. Todo estaba claro. Mis temores habían desaparecido.
Pareció como si el mundo entero me sostuviera. ¿Por qué llegué a pensar que estaba solo? La tierra me abrazaba, me abrazaban aquellos que me querían al margen de lo que pudieran pensar o comprender, las estrellas me abrazaban.
—Padre —dije en voz alta—. Yo soy tu hijo.
Todas las novelas que he escrito desde 1974 han supuesto cierto grado de investigación histórica. Ha sido siempre un placer para mí, al margen de los muchos elementos imaginarios involucrados en una historia concreta, y al margen de lo ficticia que pudieran ser la trama o sus personajes, que el trasfondo fuese en todo momento históricamente preciso. Si una novela mía se sitúa en la Venecia del siglo XVIII, no quepa duda de que los detalles en cuanto a la ópera, los vestidos, el ambiente, los valores de la sociedad... todo eso es correcto.
Sin yo planearlo, he ido retrocediendo lentamente en la historia, desde el siglo XIX —donde me sentí a gusto en mis dos primeras novelas— hasta el siglo I —donde busqué respuestas a preguntas tremendas que se habían convertido para mí en una obsesión insoslayable.
En el fondo, la figura de Jesucristo era el meollo de esta obsesión. Para ser más precisos, el nacimiento del cristianismo y la caída del mundo antiguo. Quería saber, desesperadamente, lo que sucedió en el siglo I y por qué la gente en general no hablaba nunca de ello.
Téngase en cuenta que yo había vivido una infancia católica, anticuada y estricta, en una parroquia americano-irlandesa (lo que ahora llamaríamos un gueto católico) a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta. Oíamos misa y comulgábamos diariamente en una enorme y majestuosa iglesia construida por nuestros antepasados, algunos con sus propias manos. Los chicos y las chicas estaban en clases separadas. Aprendíamos catecismo e historia de la Biblia, así como las vidas de los santos. Vidrieras de colores, misa en latín, detalladas respuestas a preguntas sobre el bien y el mal... todo esto quedó grabado para siempre en mi memoria, junto con una buena dosis de historia de la Iglesia en forma de una gran cadena de acontecimientos, desde el triunfo sobre el cisma y la Reforma hasta el papado de Pío XII.
Abandoné esta religión a los dieciocho años porque dejé de creer que era «la única iglesia verdadera establecida por Cristo para conceder la gracia». Ningún acontecimiento de índole personal precipitó esta pérdida de fe. Ocurrió en el campus de un college laico; había una intensa presión sexual, pero por encima de todo estaba el mundo mismo, sin catolicismo, lleno de gente buena y de gente que leía libros, libros que yo tenía prohibido leer. Quería conocer la obra de Kierkegaard, de Sartre y Camus. Quería saber por qué tanta gente aparentemente buena no creía en una religión organizada pero sí se preocupaba mucho de su comportamiento personal y de sus valores. Como la rígida católica que yo era entonces, no tenía la menor opción para explorar. Así que rompí con la Iglesia. Y con mi fe en Dios.
Dos años más tarde me casé con un ateo apasionado, Stan Rice, quien no sólo no creía en Dios, sino que estaba convencido de haber experimentado una especie de visión de la que había deducido la certeza de que Dios no existía.
Era una de las personas más honradas y conscientes que he conocido nunca. Ambos vivíamos para escribir.
En 1974 se publicó mi primer libro. La novela reflejaba mi sentimiento de culpa y mi desdicha por estar apartada de Dios y de la salvación; el hecho de sentirme perdida en un mundo sin luz. Estaba ambientada en el siglo XIX, un contexto histórico que había investigado a fondo en busca de respuestas sobre Nueva Orleans, donde nací pero ya no vivía.
Después escribí muchas novelas sin ser consciente de que reflejaban mi búsqueda de significado en un mundo sin Dios. Como he dicho antes, estaba retrocediendo en la historia, buscando respuesta acerca de acontecimientos históricos: por qué tuvieron lugar ciertas revoluciones, por qué la reina Isabel I era como era, quién escribió realmente las obras de Shakespeare (esto no lo utilicé en ninguna novela), qué fue realmente el Renacimiento italiano, cómo fue la peste negra. Y cómo se había producido el feudalismo.
En la década de 1990, viviendo de nuevo en Nueva Orleans entre católicos practicantes, aunque flexibles y de cierto refinamiento, absorbí sin duda ciertas influencias suyas.
Pero, inevitablemente, me puse a investigar el siglo I porque quería saber cosas sobre la antigua Roma. Tenía novelas para escribir con personajes romanos. Tal vez llegaría a descubrir algo que había deseado saber toda mi vida y no había sabido nunca.
¿Cómo «sucedió» realmente el cristianismo? ¿Cuál fue de hecho el motivo de la caída de Roma?
Para mí, éstas eran preguntas decisivas, siempre lo habían sido. Tenían que ver con lo que éramos en la actualidad.
Recuerdo una fiesta en una hermosa casa de San Francisco, en honor de un famoso poeta. Corrían los años sesenta y allí había un intelectual europeo con quien de pronto me encontré a solas, sentados en un diván. Le pregunté: «¿Por qué cayó Roma?» Su respuesta nos ocupó las dos horas siguientes.
No pude asimilar la mayor parte de las cosas que me dijo, pero nunca he olvidado lo que sí entendí: que todo el grano de la ciudad tenía que venir de Egipto, que los alrededores de la gran urbe estaban ocupados por villas, y que las masas vivían de la limosna.
Fue una maravillosa velada, pero no salí de allí convencida de haber comprendido realmente lo que pasó.
La historia de la Iglesia católica me había hecho consciente de nuestra herencia cultural, aunque me la explicaron muy pronto y fuera de contexto; y yo quería conocer el contexto, por qué las cosas fueron como fueron.
Una vez, siendo una niña de once años o menos, me encontraba tumbada en la cama de mi madre, tratando de leer uno de sus libros. Encontré una frase que decía que la Reforma protestante dividió culturalmente Europa por la mitad. Me pareció absurdo y le pregunté a ella si eso era verdad. Mi madre dijo que sí. Nunca lo he olvidado. Toda mi vida he querido saber qué significaba.
En 1993 me sumergí en ese primer período, y por supuesto retrocedí todavía más, a la historia de Sumer y Babilonia y todo Oriente Medio, y de Egipto, que ya había estudiado en la universidad. Leí textos especializados de arqueología como si fueran novelas policíacas en busca de pautas, me embelesé con la historia de Gilgamesh y con detalles como la herramienta de albañilería que las estatuas de algunos reyes antiguos sostenían en sus manos.
Por esa época escribí dos novelas que reflejan bien lo que estaba haciendo. Pero me sucedió algo que probablemente no está registrado en ningún libro.
Me topé con un misterio sin solución, un misterio tan inmenso que renuncié a intentar encontrarle una explicación porque el misterio en sí resultaba imposible de creer. El misterio era la supervivencia de los judíos.
Sentada en el suelo de mi despacho, rodeada de libros sobre Sumer, Egipto, Roma, etcétera, y de cierto material escéptico sobre Jesús que había caído en mis manos, no fui capaz de comprender cómo estas personas habían resistido como el gran pueblo que eran.
Fue este misterio lo que me acercó de nuevo a Dios; puso en marcha la idea de que, en efecto, Dios podía existir. Y cuando eso ocurrió, creció en mí el inmenso deseo de volver a la mesa del banquete. En 1998 retorné a la Iglesia católica.
Pero, incluso entonces, yo no me había acercado aún a la pregunta de Jesucristo y el cristianismo. Sí, leí la Biblia, completamente pasmada ante su variedad, su poesía, sus asombrosos retratos de mujeres, la inclusión de extraños y a menudo sangrientos y violentos detalles. Cuando estaba deprimida, cosa que me sucedía con frecuencia, alguien me leía la Biblia, a menudo traducciones literarias del Nuevo Testamento, esto es, las traducciones de Richmond Lattimore que son maravillosamente literales y hermosas y reveladoras, y que reabren el texto.
En 2002 decidí concentrarme única y exclusivamente en responder a las preguntas que me habían inquietado toda mi vida. La decisión la tomé en julio de ese año. Leía la Biblia constantemente, a veces incluso le leía a mi hermana fragmentos en voz alta, y me sumergí en el Antiguo Testamento, decidiendo que me dedicaría por completo a tratar de entender a Jesús y el proceso del que surgió el cristianismo.
Quería escribir la vida de Jesucristo. Eso lo sabía desde hacía años. Pero ahora estaba preparada para ello. Preparada para reñir con mi carrera. Quería escribir el libro en primera persona. Era lo único que importaba. Consagré el libro a Cristo.
Me consagraba yo misma, y mi trabajo, a Cristo. No sabía muy bien cómo iba a hacerlo. Ni siquiera entonces tenía idea de cómo iba a ser mi personaje de Cristo. Había asimilado muchas nociones modernas acerca de Jesús, como que se había hecho demasiada propaganda a su favor, que los Evangelios eran documentos tardíos, que en realidad no sabíamos nada sobre él, que el movimiento del cristianismo estuvo marcado por la violencia y las disputas ya desde un principio. Había comprado muchos libros sobre el tema, y mis estanterías estaban repletas de ellos.
Pero la verdadera investigación comenzó en julio de 2002. En agosto me fui a mi apartamento en la playa para escribir el libro. Qué ingenuidad. No tenía la menor idea de que había entrado en un campo de investigación donde nadie está de acuerdo en nada, se trate del tamaño de Nazaret, del nivel económico de la familia de Jesús, de la postura judía de los galileos en general, del motivo por el que Jesús adquirió celebridad, de la razón por la que fue ejecutado, o de por qué sus seguidores se dispersaron por todo el mundo.
En cuanto a la magnitud del ámbito de trabajo, prácticamente no tenía límites. Los estudios sobre el Nuevo Testamento incluían todo tipo de obras, desde libros escépticos que ponían en duda que Jesús tuviera el menor valor para la teología, hasta libros que refutaban concienzudamente las objeciones de los escépticos con notas al pie que ocupaban media página. La bibliografía era interminable. En ocasiones, las disputas ocasionaban rencor.