Authors: Anne Rice
—Entiendo —dije.
—Fue horrible oírla llorar —repitió—, y mi padre no sabía cómo consolarla. Pero entonces se abrió la puerta y entró una ráfaga de aire helado. Todo el mundo se acurrucó y protestó para que cerraran la puerta. Eran unos hombres y un muchacho que portaba un farol. Hombres vestidos con pieles de oveja, los pies bien envueltos para protegerse del frío invernal, y con sus cayados. Todo el mundo vio que eran pastores.
»Ya sabes que un pastor nunca abandona su rebaño, menos aún en mitad de la noche y nevando, pero allí estaban ellos, y sus expresiones bastaron para que todos se incorporaran de su lecho de heno y se los quedaran mirando, yo incluido. ¡Era como si el fuego de la lámpara ardiera en sus rostros! ¡Yo nunca había visto caras como aquéllas!
»Fueron directos al pesebre donde yacías y te miraron. Luego se postraron de rodillas, tocando el suelo con la cabeza y alzando las manos. "Gloria al Señor en las alturas, y paz en la tierra entre los hombres, paz y buena voluntad", exclamaron. A todo esto, tu madre y mi padre no decían nada, sólo los miraban, como todos. Entonces los pastores se pusieron de pie y empezaron a explicar que un ángel se les había aparecido mientras vigilaban sus rebaños en la nieve. Nadie podría haberles impedido contarlo, y todos los que estábamos en el establo formamos corro a su alrededor. Uno de ellos dijo que el ángel había dicho: "No temáis pues os traigo nuevas que son motivo de gran alegría; hoy ha nacido un Salvador en la ciudad de David: ¡Cristo, el Señor!" Santiago calló de repente.
Todo él se había transformado. Ya no parecía enfadado ni había lágrimas en sus ojos. Su rostro estaba más sereno y distendido.
—Cristo, el Señor —dijo.
No sonrió, pero había vuelto a Belén, a aquel momento. Su voz sonó grave y llena de aplomo.
—Christos Kyrios —dijo en griego. El y yo hablábamos casi siempre en griego. Continuó en esa lengua—: Aquellos hombres estaban gozosos, llenos de júbilo y convicción. Nadie podría haber dudado de ellos. Y nadie dudó.
—Se interrumpió, como dejándose llevar completamente por los recuerdos de aquella noche.
Me quedé sin habla.
Así que eso era lo que me ocultaban. Sí, y yo sabía por qué. Pero, ahora que lo sabía, necesitaba saber el resto. Tenía que saber qué había dicho el ángel a mi madre. El porqué y el cómo tenía yo poder para dar y quitar la vida, para hacer que nevara o dejara de llover, si es que se trataba de eso, y qué actitud tomar. No podía esperar más tiempo. Tenía que saberlo en ese momento.
Y me colmó de miedo pensar en lo que había dicho Cleofás, que yo iba a ser quien daría las respuestas.
Eran demasiadas cosas para mi cabeza. Demasiadas incluso para concretar las preguntas que quedaban por responder.
Y Santiago, mi hermano, parecía empequeñecerse más y más mientras lo tenía delante de mí. Lo veía cada vez más frágil y distante. Por un momento tuve la sensación de no formar parte de aquel lugar, la hierba, la cuesta, la ladera frente a Jerusalén, la música que llegaba hasta nuestros oídos, las risas distantes, y sin embargo todo era muy hermoso para mí, y también Santiago, el hermano a quien tanto quería; lo quería y le comprendía, a él como a su congoja, con todo mi corazón.
Santiago habló otra vez, moviendo los ojos como si estuviera viendo lo que describía.
—Aquellos pastores dijeron que el cielo se había llenado de ángeles. Una hueste de ángeles en el firmamento. Y mientras lo decían, alzaron sus brazos al cielo como si viesen a los ángeles. Y éstos habían cantado «Gloria al Señor en las alturas, y en la tierra paz y buena voluntad».
—Inclinó la cabeza. Había dejado de llorar, pero parecía agotado y triste—. Imagínate —continuó en griego—. El cielo entero. Y los pastores habían visto eso y habían ido a Belén en busca del niño nacido en un pesebre, como los ángeles les habían pedido que hicieran.
Esperé.
—¿Cómo he podido odiarte por eso? —se preguntó él.
—Sólo eras un niño, un niño un poco más pequeño que yo ahora—dije.
Santiago meneó la cabeza.
—No me ofrezcas tu bondad —dijo casi inaudiblemente. El seguía con la cabeza gacha—. No la merezco. Me he portado mal contigo.
—Pero eres mi hermano mayor.
Se levantó la túnica para enjugarse las lágrimas.
—No —dijo—. Yo te odiaba. Y eso es pecado.
—¿Adonde fueron aquellos hombres, los pastores? —pregunté—. ¿Dónde están ahora? ¿Quiénes son?
—Lo ignoro. Se marcharon. Contaron a todo el mundo la misma historia. No sé adonde fueron. No volví a verlos. Imagino que volverían con sus rebaños. Tenían que hacerlo.
—Me miró. El claro de luna me permitió ver que se había serenado otra vez—. Después de aquello, tu madre estaba radiante. Había sido una señal. Se puso a dormir muy pegada a ti.
¿Y José?
—Llámale padre.
—¿Y padre?
—Como siempre, escuchando sin decir nada. Cuando los que estaban en el establo le preguntaron su opinión, él no respondió. Todos se acercaban a ti y se ponían de rodillas. Rezaban y luego volvían a su rincón y su manta. Al día siguiente buscamos un nuevo alojamiento. En Belén todos se enteraron de lo ocurrido. Empezó a llegar gente preguntando por ti, incluso viejos apoyados en bastones. Pero José dijo que no nos quedaríamos mucho tiempo, sólo el suficiente para que te circuncidaran y para ofrecer un sacrificio en el Templo. ¿Sabes?, los magos de Oriente se presentaron en aquella posada porque iban a ver a Heredes...
Calló en seco.
—¿Los magos fueron a ver a Heredes? —pregunté—. ¿Y qué ocurrió?
Pero Santiago no podía decir más porque José se acercaba lentamente por la cuesta. Lo reconocí en la oscuridad por su manera de andar. Se detuvo a cierta distancia.
—Ya habéis estado fuera mucho rato —dijo—. Volved. No quiero que os alejéis tanto del campamento.
Nos esperó.
—Te quiero, hermano mío —dije en hebreo.
—Te quiero, hermano mío —respondió Santiago—, No volveré a odiarte nunca. Jamás te tendré envidia. La envidia es algo horrible, un pecado horrible. Te querré siempre.
José echó a andar delante de nosotros.
—Te quiero, hermano —repitió Santiago—, seas quien seas.
«Seas quien seas... Cristo, el Señor... Ojalá los magos no se lo hayan contado a Herodes.»
Me rodeó con el brazo y yo hice lo propio.
Mientras bajábamos, comprendí que no podría decirle a José que Santiago me había contado todas esas cosas. José nunca lo hubiera permitido. El estilo de José era no hablar de nada. El estilo de José era vivir día a día.
¡Pero yo necesitaba conocer el resto de la historia! Si mi hermano me había odiado todos aquellos años, si el rabino me paraba a la puerta de la escuela para preguntar quién era yo, ¡yo tenía que saberlo! ¿Eran estos extraños acontecimientos la razón de nuestra marcha a Egipto? No, no podía ser sólo eso. Aunque todo Belén hubiera hablado de lo sucedido, nosotros podríamos haber ido a cualquier otro lugar. Podríamos haber vuelto a Nazaret, pero ¿y el ángel que se apareció a mi madre?
Teníamos parientes allí, en Betania. Y no todos eran sacerdotes importantes y ricos. Por ejemplo, aquí estaba Isabel. Pero, un momento, ¡los hombres de Herodes habían matado a Zacarías! ¿Tal vez a causa de todas estas historias? ¡Por un recién nacido que era «Cristo, el Señor»! Ah, ojalá hubiera podido recordar más cosas de lo que Isabel nos había dicho aquel día terrible, después de que los bandidos saquearan el pueblo, acerca de la muerte de Zacarías en el Templo.
¿Cuánto tiempo habría de pasar hasta que conociera todos los detalles?
Aquella noche, mientras estaba acostado, cerré los ojos y oré. Todas las palabras de los profetas pasaron por mi cabeza. Yo sabía que los reyes de Israel habían sido ungidos por el Señor, pero no habían sido anunciados por ningún ángel. Claro, ninguno de ellos era hijo de una mujer que nunca había yacido con un hombre.
Al final, no pude seguir pensando. El esfuerzo me agotaba. Contemplé las estrellas e intenté ver a las huestes cantando en el cielo. Recé para que se me aparecieran los ángeles como a cualquier otro ser humano.
Una gran dulzura me sobrevino entonces, una paz de espíritu. «El mundo entero, la tierra, es el Templo del Señor —pensé—. Toda la creación forma su Templo. Y lo que hemos construido en esa colina de allá es sólo un pequeño lugar, un lugar que nos sirve para mostrar que amamos al Señor que todo lo creó. Padre celestial, ayúdame.» Cuando por fin me dormí, en sueños escuché un potente cántico. Luego, al despertar, por un momento no supe dónde me hallaba; aquel sueño fue como un velo de oro que alguien apartara de mí.
Me sentía muy bien. El día apenas despuntaba. Las estrellas aún estaban allí.
Ya no era un niño. Según la costumbre, un chico asume el yugo de la Ley de Moisés al cumplir los doce años, pero eso no importaba. Yo había dejado de ser un niño. Lo supe cuando vi jugar a los otros niños aquella mañana. Y cuando nos unimos a los peregrinos que se dirigían al Templo.
Fue lo mismo que el día anterior, los apretones, los cánticos para pasar el rato, el lento avance hasta llegar a los baños, donde nos zambullimos desnudos en el agua fría para luego ponernos la ropa limpia que habíamos traído.
Por fin estábamos en el túnel, avanzando hacia el Gran Patio. Aquí, las voces de los que discutían resonaban en las paredes y en ocasiones sonaban airadas, pero yo ya no tenía miedo.
No hacía otra cosa que pensar en la historia que Santiago no había terminado de contarme.
El torrente de peregrinos, con sus diversas lenguas, desembocó finalmente en el patio del Templo, y fue un alivio ver allá en lo alto el cielo despejado. La gente se dispersó, inspiró hondo y a placer, pero enseguida nos atascamos de nuevo en la cola para comprar las aves de nuestro sacrificio. Santiago quería hacer una ofrenda por su pecado, y entonces comprendí que habíamos ido por ese motivo.
Qué pecado quería expiar Santiago, eso lo ignoraba. O quizá no. Pero ¿y qué? Cleofás había dicho que yo tenía que verlo, y por eso me había llevado consigo.
Hasta el día siguiente no recibiríamos la primera agua de purificación. Esto me tenía perplejo.
—¿Cómo es que vamos a ir al santuario para el sacrificio si no hemos sido purificados todavía? —pregunté.
—Te equivocas —dijo Cleofás—. Nos purificamos en el mikvah antes de partir de Nazaret. Esta mañana nos hemos bañado en el arroyo junto a la casa de Caifas. Nos rociarán porque es la Pascua. Una purificación en toda regla por si hemos contraído alguna impureza de la que no tengamos noticia. —Se encogió de hombros—. Además, es la costumbre. Pero no hay motivo para que Santiago tenga que esperar. Santiago es bueno. Vamos a entrar en el santuario.
—Los judíos griegos deben pasar por la purificación antes de que entren —dijo tío Alfeo—. Y también los judíos de otras tierras.
José guardó silencio. Tenía una mano sobre el hombro de Santiago mientras lo guiaba, a él y a nosotros, entre la multitud.
Antes de comprar las aves, previamente seleccionadas para el sacrificio, tuvimos que cambiar nuestro dinero por los shekels recibidos por el Templo.
Por encima de las mesas de los que cambiaban monedas al pie de la columnata, vi el techo quemado y a los hombres que trabajaban allí, sudando al sol, mientras restregaban y limpiaban las piedras que habían sobrevivido al incendio, y a otros que colocaban piedras nuevas con mortero. Yo conocía bien ese trabajo. Pero jamás había estado en un edificio tan grande, y ni siquiera alcanzaba a ver el final de la columnata ni a derecha ni a izquierda. Los capiteles eran muy hermosos y buena parte del trabajo en oro había sido restaurado.
Oí un clamor de voces delante de mí. Hombres y mujeres discutían con los encargados de cambiar el dinero. Cleofás se impacientaba.
—¿A qué viene tanta discusión? —me dijo en griego—. Fíjate. ¿Es que no saben que estos tipos son unos salteadores? —Empleó la misma palabra en griego que utilizábamos para los bandidos que vivían en las colinas, aquellos rebeldes que habían tomado Séforis y habían sido perseguidos luego por los romanos.
En nuestra primera visita, el derramamiento de sangre nos había impedido llegar hasta aquí. Y ahora, cuando nos tocaba ya el turno ante las mesas, el alboroto era tremendo.
—Pues si quieres comprar dos aves, ¡tienes que cambiar esto! —le dijo uno de ellos a una mujer, la cual no pareció entender lo que el otro le decía en griego. La mujer hizo una pregunta en un arameo diferente del nuestro, pero yo logré entenderla.
Cuando José se ofreció a darle las monedas exactas que necesitaba, ella rehusó aceptar nada.
José, Cleofás y el resto de los hombres cambiaron sus monedas sin decir palabra, pero luego Cleofás se apartó un poco y espetó:
—Hatajo de bribones, ¿estáis orgullosos de lo que hacéis?
Los que cambiaban el dinero apenas si se dignaron mirarle, y José le apremió para que callara. —En la casa del Señor, no —dijo.
—¿Por qué no? —Replicó Cleofás—. El Señor sabe que son unos ladrones. Se quedan demasiada comisión por el cambio.
—Déjalo correr —dijo Alfeo—. Hoy todavía no ha pasado nada. ¿Qué quieres, provocar un altercado?
—Pero ¿por qué cobran tanta comisión, padre? —preguntó Santiago.
—Yo no sé lo que hacen, simplemente lo acepto —respondió José—. Hemos traído dinero suficiente para el sacrificio. Nadie me ha quitado nada que yo no estuviera dispuesto a dar.
Estábamos ya en el sitio donde guardaban las tórtolas. El calor apretaba. Las piedras estaban duras bajo mis pies, aunque eran hermosas. Oí nuevas voces airadas, discusiones mezcladas con el alboroto de las aves. Tardamos bastante en llegar a las mesas.
El hedor de las jaulas era peor que el de cualquier corral de Nazaret. La inmundicia rebosaba de ellas.
Hasta el mismo José se sorprendió del precio que tuvo que pagar, pero el mercader estaba enfadado y se quejaba de tener tanto trabajo.
—¿Te gustaría estar aquí sentado y tener que aguantar a toda esta gente? —inquirió—. ¿Por qué no te traes las aves de Galilea? Es de ahí de donde vienes, ¿no? Lo adivino por tu forma de hablar.
Por todas partes se oían las mismas protestas. Una familia había tenido que volverse porque los sacerdotes no aceptaban sus aves. El mercader gritó en griego que esas aves estaban perfectas cuando él las había vendido. José se ofreció a costearles el sacrificio, pero el padre dijo que no, aunque le dio las gracias. La mujer lloraba.