Authors: Anne Rice
—¡Pero eso es atroz! —exclamé quedamente, ahogándome casi con mis palabras—. ¡No es posible que hayan hecho eso!
—Por supuesto que sí—dijo el maestro.
Los sollozos se agolpaban en mi garganta. No podía moverme. Intenté taparme la cara pero no podía moverme. Me puse a temblar y llorar con todo mi cuerpo y toda mi alma.
Sentí las manos del maestro en mis hombros. —Hijo —dijo, tratando de calmarme—. Hijo. Pero yo no podía parar.
No podía parar ni podía decírselo. ¡No podía decírselo a nadie! ¡Esa tragedia había ocurrido por nacer yo! Empecé a gritar. Grité como la noche en que vi arder Jericó, y el terror que ahora me atenazaba era mil veces peor que aquel miedo, mil veces peor. No me tenía en pie.
Alguien me sujetó. El maestro me habló con dulzura, pero las palabras se perdieron en medio de mi pánico.
Vi los bebés. Los vi arrojados contra las piedras. Vi sus cuellos rajados. Vi los corderos degollados en el Templo durante la Pascua. Vi la sangre. Vi las madres gritando. No podía dejar de llorar.
Alrededor de mí alguien susurraba. Unas manos me izaron.
Fui tendido en una cama. Noté un paño fresco en la frente. Los sollozos me atragantaban. No podía abrir los ojos. No podía dejar de ver a los bebés asesinados. No podía dejar de ver los corderos degollados, la sangre en el altar, la sangre de los bebés. Vi al hombre, a nuestro hombre, agonizando traspasado por la lanza. Vi a la pequeña Esther, la pequeña Esther sangrando. Bebés sobre las piedras. Padre celestial, no. No por mi culpa. No.
—No, no... —repetía una y otra vez, si es que llegué a decir algo.
—Incorpórate. ¡Debes tomar esto!
Me levantaron.
—Abre la boca, ¡bebe!
Me atraganté con el líquido, la miel, el vino. Intenté tragar.
—¡Pero están muertos, están muertos...!
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que pude llorar sin más, a rienda suelta, y luego dije:
—No quiero dormir. Estoy seguro de que los veré cuando sueñe.
Estaba enfermo. Tenía sed. Las voces y las manos eran bondadosas. Me dieron a beber vino y miel. Dormí, y los paños en la frente me hicieron bien. Si hubo sueños, no los recordé después. Oía música, las voces profundas y suaves de los levitas. De vez en cuando volvía a ver los bebés, los inocentes asesinados, y lloraba. Apoyaba la cabeza en la almohada y las lágrimas me resbalaban.
Tengo que despertarme, pensé, pero no podía hacerlo. Cuando por fin lo conseguí, era de noche y el viejo maestro dormía en su silla. Era como estar en un sueño, y me fui durmiendo otra vez sin poder evitarlo.
Finalmente, llegó un momento en que abrí los ojos y supe que ya me encontraba bien. De inmediato pensé en los niños asesinados, pero esta vez no lloré. Me incorporé y miré alrededor. El viejo rabino estaba en la habitación, y enseguida se levantó de su mesa. Había otro hombre que se acercó también a mí.
El más joven me palpó la frente y me miró a los ojos.
—Bueno, ya pasó —dijo—. Vuelves a ser tú mismo, pequeño sin nombre. Quiero oír tu voz.
—Gracias —dije. La garganta me dolía, pero supuse que era sólo de no hablar—•. Gracias por cuidarme. No quería ponerme enfermo.
—Vamos, tengo ropa limpia para ti —dijo el más joven—. Te ayudaré.
Al levantarme, me tendió una túnica nueva, y ese detalle me llegó al alma. Cuando regresé del baño, renovado y vestido, el rabino despidió al más joven y me dijo que tomara asiento.
Había un taburete. Creo que nunca me había sentado en uno. Obedecí.
—Eres un niño —dijo el rabino—, y yo no lo tuve demasiado en cuenta. Un niño con un gran corazón.
—Necesitaba las respuestas a mis preguntas, rabino. Tenía que saberlas. Yo no hubiera dejado de preguntar.
—Pero ¿por qué? Sabes que el niño que nació en Belén murió hace ocho años. Y ahora no te pongas a llorar otra vez.
—No, no lloraré.
—Y una virgen madre... ¿cómo se puede creer en algo así?
—Yo lo creo, rabino. Y el niño no está muerto. El niño escapó.
Se me quedó mirando largamente.
Y en ese momento percibí toda mi tristeza, todo cuanto me separaba de los demás. Fue un sentimiento amargo.
Presentí que el rabino iba a desechar mis palabras, que iba a decirme que aun en el caso de que el niño hubiera escapado de Belén, era sólo una historia, y que la matanza de Herodes fue sin duda una cosa horrenda.
Sin embargo, antes de que el rabino pudiera hablar, oí unas voces que conocía muy bien. Mi madre y José estaban allí.
Mi madre me llamó por mi nombre.
Me levanté al punto y fui a saludarlos, mientras decía rápidamente al escriba que, en efecto, yo era hijo de ellos.
Mi madre me abrazó.
José besó las manos del viejo rabino.
No pude seguir bien toda la conversación que mantuvieron, pero supe que José y mi madre me buscaban desde hacía tres días.
El rabino elogió las respuestas que había dado a sus preguntas, estando con los otros chicos. No me pareció que dijera nada sobre lo que habíamos hablado después, ni sobre que yo me hubiera encontrado mal.
Me acerqué a él, besé sus manos y le di las gracias por el tiempo que me había dedicado.
—Ahora ve con tu madre y tu padre —me dijo.
José quiso pagarle por cuidar de mí, pero el anciano rehusó su ofrecimiento.
Cuando estuvimos al sol en el Gran Patio, mi madre me tomó por los hombros y preguntó:
—¿Por qué nos has hecho esto? ¡Estábamos muy preocupados!
—Madre, es preciso que sepa ciertas cosas —dije—. Cosas que tengo prohibido preguntaros a ti o a José. ¡Debo ocuparme de las cosas que me incumben!
Fue un golpe para ella. Me resultó muy doloroso notarlo en su cara.
—Lo siento—dije—. Lo siento mucho. Pero es la verdad.
Miró a José, que asintió con la cabeza.
Salimos del Templo y cruzamos la ciudad vieja por sus estrechas calles hasta la sinagoga de los nazarenos, y una vez allí subimos a la pequeña habitación donde se habían hospedado durante mi búsqueda.
La habitación estaba limpia. Tenía una ventana con celosía y entraba una luz agradable.
Mi madre se sentó de espaldas a la pared, con las piernas cruzadas. Y José salió sin decir nada.
Esperé, pero él no volvió.
—Siéntate aquí y escucha —dijo mi madre.
Me senté delante de ella. La luz le daba en la cara.
—Nunca he contado esto a nadie —dijo—. Voy a contarlo una sola vez.
Asentí.
—No me interrumpas mientras hablo. Asentí de nuevo.
Mi madre apartó la vista y empezó:
—Yo tenía trece años. Me prometieron a José, que era familiar mío, según nuestra costumbre, pariente lejano pero perteneciente a la misma tribu. La vieja Sara había dado su visto bueno a mis padres antes de mi regreso de Jerusalén, donde había estado trabajando en los velos del Templo. Yo casi no recordaba a José. Le conocí. Era un hombre bueno.
»Me educaron de manera muy estricta. Yo nunca salía de la casa. Los sirvientes iban al pozo. Cleofás me enseñó lo poco que sé de leer y lo poco que sé del mundo. Debía casarme en Nazaret, pues mis padres habían ido allí desde Séforis para vivir con la vieja Sara. En la misma casa donde vivimos ahora.
»Una mañana desperté muy temprano, sin saber por qué. No había amanecido aún. Estaba de pie en mi habitación y mi primer pensamiento fue que mi madre me necesitaba, pero fui a verla y estaba durmiendo plácidamente. Volví a mi cuarto. Y de repente todo se llenó de luz. Sucedió en un instante. Sin ruido. La luz estaba en todas partes. Todo cuanto había en la habitación seguía allí, pero bañado por esa luz. Era una luz que no dañaba la vista, pero muy brillante a la vez. Como si uno pudiese mirar el sol sin que le haga daño en los ojos. No sentí miedo. Me quedé allí y vi una figura en la luz. Parecía un hombre, sólo que mucho más grande, y no se movía. Desde luego no se trataba de un hombre corriente.
»Me habló. Dijo que yo había sido elegida entre las mujeres. Y que de mi vientre saldría un hijo llamado Jesús, que llegaría a ser grande y que sería el hijo del Señor. Añadió que Dios le daría el trono de David y que reinaría eternamente sobre la casa de Jacob. Yo le respondí que nunca había yacido con un hombre. La voz dijo que el Espíritu Santo vendría a mí. Y repitió que el niño que nacería de mí sería el hijo de Dios.
Mi madre me miró.
—Esta voz, este ser, este ángel quería una respuesta de mí, y yo dije: «Soy la servidora del Señor. Que así sea.» Casi al instante, sentí vida dentro de mí. Oh, no me refiero al peso del bebé que notas más adelante, ni a sus movimientos, no. Pero sí un cambio. Supe que estaba sucediendo. ¡Lo supe! Lo supe mientras la luz desaparecía por completo.
»Salí corriendo a la calle. No sé por qué. No sabía lo que hacía. Empecé a dar voces y grité que un ángel se me había aparecido, que un ángel me había hablado, que yo iba a tener un niño. —Hizo una pausa—. Y por eso hay gente en Nazaret que se mofará de mí toda la vida. Aunque muchos lo olvidaron con el tiempo.
Esperé.
—Lo más difícil era contárselo a José —continuó—. Pero mis padres, bueno, mis padres esperaron. Me creían, sí, pero decidieron esperar. Y cuando vieron que su hija virgen tenía un hijo en su vientre, cuando ya no hubo ninguna duda, entonces y sólo entonces se decidieron a decírselo a José. Y lo que ellos habían visto llegó también a oídos de otras personas.
»Pero José había recibido en sueños la visita de un ángel. Él no salió dando voces a la calle, como yo. Y tampoco fue el mismo ángel que se me apareció a mí, resplandeciente de luz. Pero era un ángel, y le había dicho que me tomara por esposa. A José no le importaron las habladurías del pueblo. Tenía que ir a Belén para el censo, y habló con Cleofás y decidieron que viajaríamos juntos a Betania, donde Cleofás y yo podríamos alojarnos en casa de Isabel, y luego José y yo nos casaríamos, de manera que así quedaba todo arreglado. Era invierno y el viaje resultó muy duro, pero fuimos todos juntos, incluidos los hermanos de José, como ya sabes, y nuestro querido Santiago, que entonces era pequeño.
Continuó hablando, pausadamente.
Me contó la historia que Santiago me había explicado: el establo, los pastores, sus rostros llenos de dicha, los ángeles que habían visto. Me habló de la llegada de los magos, de sus regalos.
Yo la escuchaba en silencio como si no supiera nada.
—Teníamos que irnos de Belén. Había corrido demasiado la voz. Los pastores, después los magos. Venía gente a cada momento, por el día y por la noche. Y una mañana José despertó diciendo que debíamos irnos enseguida. Lo recogimos todo y partimos en menos de una hora. José no quiso decirme por qué, sólo que un ángel se le había aparecido otra vez en sueños. Yo no supe que nos dirigíamos al sur, hacia Egipto, hasta que se puso el sol. No paramos de andar hasta bien entrada la noche.
Su rostro se nubló. Volvió a apartar la vista.
—Vagamos por diversos lugares. Estuvimos viviendo en muchos pueblecitos de Egipto. Los hombres aceptaban trabajos cuando podían, y las cosas no nos iban mal. Los carpinteros siempre tienen trabajo y la gente era amable con nosotros. Tú me hacías muy feliz, no pensaba en otra cosa que en ti. Eras el dulce bebé que toda mujer ansia. Y a todo esto seguía sin saber por qué huíamos. Finalmente nos dirigimos al norte, hasta Alejandría, y nos establecimos allí en la calle de los Carpinteros. Qué bonito era aquello. A Salomé y Esther también les gustaba mucho. Lo mismo que a Cleofás.
»Sólo pasado un tiempo empecé a oír cosas sobre lo que había ocurrido en Belén. Los rumores de un mesías nacido allí habían despertado la cólera y la envidia del rey. Herodes había enviado soldados de su fortaleza, que estaba a escasa distancia. ¡Mataron a todos los niños más pequeños del pueblo! Unos doscientos niños asesinados en la oscuridad de la noche.
Mi madre me miró.
Me esforcé por no llorar, por no tener miedo, por no temblar...
Ella bajó la cabeza y su gesto se crispó. Cuando volvió a levantarla, había lágrimas en sus ojos.
—Le dije a José: «¿Tú sabías que iba a pasar eso? ¿Te lo dijo el ángel que se te apareció?» Él respondió que no, que no sabía nada. Yo dije: «¡Cómo pudo permitir el Señor algo tan horrible como la muerte de esos niños inocentes!» —Se mordió el labio—. No podía entenderlo. Pensé que teníamos las manos manchadas de sangre.
Por un momento creí que iba a rendirme a las lágrimas, pero me esforcé en contenerlas.
—José me dijo: «No, nosotros no tenemos las manos manchadas de sangre. Vinieron pastores y gentiles a adorar a este niño. Un rey malvado ha querido matarlo porque las tinieblas no pueden soportar la luz, pero la luz nunca será ahogada por las tinieblas. Las tinieblas siempre intentan tragarse la luz. Pero la luz prevalece. Debemos proteger al niño, y eso es lo que vamos a hacer. El Señor nos indicará cómo.»
Sus ojos se posaron en los míos. Me miró intensamente. Alargó los brazos y me tomó por los hombros.
—Tú no naciste de un hombre —dijo.
Guardé silencio.
—¡Eres el unigénito de Dios! —susurró—. No el hijo de Dios como el César se hace proclamar hijo de Dios; no el hijo de Dios como un hombre bueno se hace llamar hijo de Dios. No el hijo de Dios como llamarían hijo de Dios a un rey ungido. ¡Tú eres el unigénito de Dios!
Esperó, mirándome fijamente pero sin pedirme nada. Sus manos permanecieron firmes sobre mis hombros. Su mirada no cambió. Cuando habló de nuevo, lo hizo con voz más grave, más suave.
—¡Tú eres el verdadero hijo del Señor! —dijo—. Por eso puedes matar y devolver la vida, por eso puedes sanar a un ciego como José te vio hacer, por eso puedes rezar pidiendo que nieve y nevará, por eso puedes discutir con tu tío Cleofás cuando él se olvida de que eres un niño, por eso haces gorriones con barro y puedes darles vida. Guarda ese poder dentro de ti, consérvalo hasta que tu padre celestial te indique que es el momento de usarlo. Si te ha creado niño, entonces lo ha hecho para que crezcas en sabiduría como en todo lo demás.
Yo asentí despacio.
—Y ahora te vienes con nosotros, a Nazaret, no al Templo. Oh, sé cuánto deseas ir allí. Pero no puede ser. El Señor no te envió a casa de un maestro del Templo ni de un sacerdote del Templo ni de un escriba ni de un rico fariseo. Te envió a José, el carpintero, y a su esposa María de la tribu de David en Nazaret. Y ahora vuelves con nosotros a Nazaret.