Treinta minutos después, con un destello de aceleración, la
Nostalgia por el Infinito
partió del enjambre de estacionamiento.
Superficie de Hela, 2727
La maquinaria giratoria de la Fuerza Motriz parecía saludar al capitán Seyfarth a su paso por la sala con las manos enguantadas agarradas en la espalda. Como líder de la Guardia de la Catedral, nunca esperaba una cálida acogida por parte de los mecánicos moradores del departamento de propulsión. Aunque no sentían una aprensión instintiva hacia él, sí que guardaban recuerdos antiguos. Siempre eran los hombres de Seyfarth los que acababan con cualquier rebelión de los obreros de la
Lady Morwenna
. Sorprendentemente había muy pocos obreros en la sala, pero en su cabeza, Seyfarth recordaba los cuerpos caídos y las víctimas heridas en la última «acción de arbitraje», como la habían llamado las autoridades de la catedral. Glaur, el jefe de turno al que estaba buscando, nunca estuvo directamente relacionado con la rebelión, pero le había quedado patente tras sus escasas conversaciones que Glaur tampoco le tenía aprecio ni a la Guardia de la Catedral ni a su jefe.
—Ah, Glaur —dijo al ver al hombre junto a un panel de acceso abierto.
—Capitán, es un placer.
Seyfarth se introdujo por el panel. Cables y alambres colgaban en el interior, como entrañas vitales. Seyfarth tiró de la escotilla de acceso de forma que quedó medio abierta sobre las colgantes entrañas. Glaur empezó a decir algo, alguna inútil protesta, pero Seyfarth lo silenció poniéndose un dedo sobre los labios.
—Sea lo que sea, puede esperar.
—No tiene…
—Está la cosa tranquila por aquí, ¿no? —dijo Seyfarth mirando alrededor a las máquinas desatendidas y a las pasarelas vacías—. ¿Dónde está todo el mundo?
—Sabe perfectamente dónde están todos —dijo Glaur—. Salieron de la
Lady Morwenna
cuanto pudieron. Al final pagaban hasta todo un año de su sueldo por un traje de superficie. Me queda un equipo mínimo, lo justo para mantener el reactor en marcha y las máquinas engrasadas.
Seyfarth meditó un instante. Estaba sucediendo lo mismo en toda la catedral, incluso la guardia tenía problemas para detener el éxodo.
—Los que se fueron —dijo—, están quebrantando su contrato, ¿no?
Glaur lo miró con incredulidad.
—¿Y cree que eso les importa lo más mínimo, capitán? Lo único que les preocupa es bajarse de esta cosa antes de que llegue al puente.
Seyfarth podía oler el miedo del hombre rezumando de él como la calima.
—¿Quieres decir que no creen que lo logremos?
—¿Y usted?
—Si el deán dice que lo lograremos, ¿quiénes somos nosotros para dudarlo?
—Yo lo dudo —dijo Glaur en un susurro—. Sé lo que pasó la última vez y nosotros somos más grandes y más pesados. Esta catedral no va a cruzar ese puente, capitán, por mucha sangre que el inspector general de Sanidad nos inyecte.
—Entonces tengo suerte de no estar en la
Lady Morwenna
cuando suceda —dijo Seyfarth.
—¿Se va? —preguntó Glaur repentinamente animado. Seyfarth se preguntó si se creería que le estaba proponiendo una rebelión.
—Sí, pero por asuntos de la Iglesia. Algo que me mantendrá alejado hasta que el puente se haya cruzado… o no.
¿Y tú qué?
Glaur negó con la cabeza, manoseando el sucio pañuelo que llevaba anudado al cuello.
—Yo me quedo, capitán.
—¿Por lealtad al deán?
—Más bien por lealtad a mis máquinas. Seyfarth le puso la mano en el hombro.
—Estoy impresionado. ¿No estarás tentado ni por un instante de desviar la catedral del Camino, o de sabotear los motores?
Glaur le mostró los dientes en una especie de sonrisa.
—Estoy aquí para hacer mi trabajo.
—Morirás en el intento.
—Entonces quizás salte en el último momento, pero esta catedral se mantendrá en el Camino.
—Eres un buen hombre. Pero de todas formas habrá que asegurarse.
Glaur lo miró a los ojos.
—¿Cómo dice, capitán?
—Llévame a los controles de bloqueo, Glaur
—No.
Seyfarth lo cogió por el pañuelo del cuello, lo levantó del suelo medio metro. Glaur se ahogaba, sacudiendo los brazos inútilmente contra el pecho del capitán.
—Lévame a los controles de bloqueo —repitió Seyfarth con voz calmada.
La lanzadera privada del inspector general de Sanidad se acercó, descendiendo con un fino chorro de propulsión de fusión. La plataforma de aterrizaje que Grelier había elegido era una zona abandonada a las afueras del asentamiento de Vigrid. Su pequeña nave roja se apoyó en una pronunciada inclinación al hundirse la plataforma en la tierra. Obviamente no había tenido mucho tráfico. Probablemente haría décadas que nada más grande que un robot de abastecimiento aterrizaba en ella.
Grelier recogió sus pertenencias y salió de la nave. La plataforma era decrépita, pero la pasarela de salida estaba aún más o menos en buen estado. Golpeando su bastón contra las fisuras de la agrietada superficie de hormigón, se acercó hasta la entrada pública más cercana. La escotilla se resistió cuando intentó abrirla. Recurrió a la llave multiusos de la Torre del Reloj. Se suponía que abría casi cualquier puerta de todo Hela, pero tampoco funcionó. Pesimistamente, concluyó que la puerta estaba rota, que su mecanismo había fallado.
Siguió el camino durante otros diez minutos, echando un vistazo a su alrededor hasta que encontró otra esclusa que se pudiera abrir. Estaba casi en el centro de la remota aldea. La parte exterior era un caos de vehículos aparcados, módulos de equipamiento abandonados y colectores solares quemados o rotos. No es que le importara mucho, pero conforme más se acercara al corazón del asentamiento, más probabilidades tenía de ser descubierto en sus asuntos.
No tenía importancia. Tenía que hacerlo, y ya había probado el resto de alternativas. Aún con el traje puesto, atravesó la esclusa de aire y descendió por la escalerilla vertical, que lo condujo a una red de túneles escasamente iluminados. Cinco pasillos partían en diferentes direcciones. Afortunadamente había códigos de color indicando los distritos residenciales e industriales a los que conducían. Aunque en realidad «distrito» no era la palabra precisa, pensó Grelier. Esta diminuta comunidad, por muchos lazos sociales que pudiera tener con el resto de las tierras baldías, tenía menos población que una planta de la
Lady Morwenna
.
Canturreaba conforme andaba. Por muy molesto que estuviera por algunos asuntos recientes, siempre disfrutaba cuando salía por asuntos de la Torre del Reloj. Incluso si, como en este caso, esos asuntos rozaban lo personal. Grelier no le había mencionado al deán las razones exactas de su viaje.
Es perfectamente razonable
, se dijo. Si el deán le ocultaba secretos, entonces él le ocultaría secretos al deán.
Quaiche tramaba algo. Grelier lo sospechaba desde hacía meses, pero los comentarios de la niña acerca de la cuadrilla de construcción lo habían confirmado. Aunque Grelier intentó desoír sus observaciones, estas habían seguido rondándole. Se sumaban a otras cosas extrañas que había notado últimamente. Se estaba escatimando en el mantenimiento del Camino, por ejemplo. Se habían quedado retrasados por el desprendimiento de hielo precisamente porque al mantenimiento del Camino le faltaban los recursos habituales para despejarlo.
Quaiche se había visto obligado a utilizar cargas de demolición nucleares: el Fuego Divino.
En aquel momento Grelier lo consideró una mera coincidencia, pero cuanto más lo pensaba, menos probable le parecía. Quaiche había querido hacer el anuncio de su deseo de cruzar el puente con la
Lady Morwenna
con la máxima fanfarria y ¿qué mejor forma de subrayar sus palabras que con una dosis de Fuego Divino refulgiendo tras las nuevas vidrieras?
El empleo del Fuego Divino únicamente se justificaba porque el mantenimiento del Camino no daba más de sí. Pero ¿y si era debido a que Quaiche había ordenado el desvío de equipos y personal?
Otro pensamiento surgió en la mente de Grelier: el propio desprendimiento podría haber estado orquestado también. Quaiche lo había achacado a un sabotaje por parte de otra Iglesia, pero bien podía haberlo organizado él mismo. Le habría bastado con colocar algunas mechas y explosivos la última vez que la
Lady Mor
pasó por allí, hace un año. ¿Realmente creía que Quaiche había estado planeando todo esto durante tanto tiempo? Bueno, quizás la gente que construye catedrales tendía a pensar a largo plazo, después de todo.
Grelier seguía sin ver hacia dónde le llevaba todo esto. Lo único que sabía, y de lo que cada vez estaba más seguro, era que Quaiche le ocultaba algo. ¿Algo relacionado con los ultras? ¿Algo relacionado con el hecho de cruzar el puente?
No en vano, los acontecimientos parecían precipitarse hacia una gran culminación. Y por otro lado, estaba la niña.
¿Dónde encajaba ella en todo esto? Grelier habría jurado que había sido él quien la eligió y no al revés; pero ahora ya no estaba tan seguro. Ella había llamado su atención, eso estaba claro. Era como ese truco que hacían con las cartas, sugiriendo la que se elegiría de la baraja.
No habría sospechado nada si no fuera por su sangre.
—Es un pequeño puzle —dijo, hablando consigo mismo.
Se detuvo de repente. Inmerso en sus pensamientos, se había pasado de la dirección que buscaba. Retrocedió, agradeciendo que no hubiera nadie más por allí en ese momento. No tenía ni idea de cuál era la hora local, si todos estarían durmiendo, o en las minas de scuttlers. Tampoco le importaba.
Abrió la visera de su casco, listo para presentarse, y golpeó con su bastón la puerta de la residencia de los Els. Esperó, canturreando para sí hasta que escuchó que se abría la puerta.
Órbita de Hela, 2727
La delegación adventista había llegado a la
Nostalgia por el Infinito
. Eran veinte, todos aparentemente cortados por el mismo patrón. Subieron a bordo con evidente azoramiento, exagerando su cortesía hasta el límite de la insolencia. Vestían trajes de vacío rígidos de color escarlata con la insignia cruciforme de su Iglesia y todos llevaban sus cascos con plumas rosa encajados bajo el mismo brazo.
Escorpio examinó a su líder desde la ventana de la puerta de la esclusa interior. Era un hombre pequeño con una boca cruel que parecía un corte hecho en su cara en el último momento.
—Soy el hermano Seyfarth —anunció el hombre.
—Me alegro de tenerle a bordo, hermano —dijo Escorpio—, pero antes de dejaros pasar al resto de la nave, tenemos que realizar un control de descontaminación.
La voz del hombre sonó entrecortada a través de la rejilla de comunicación.
—¿Siguen preocupados por rastros de la plaga? Creía que hoy en día había otras cosas de las que preocuparse.
—Nunca se es demasiado precavido —dijo Escorpio—. No es nada personal, por supuesto.
—No era mi intención quejarme —respondió el hermano Seyfarth.
En realidad los habían estado escaneando desde el momento en el que entraron en la esclusa de aire de la
Infinito
. Escorpio quería saber si escondían algo bajo esa armadura y si era así, tenía que saber qué era.
Había estudiado la historia de la
Nostalgia por el Infinito
. En una ocasión, cuando la nave estaba bajo el mando del antiguo Triunvirato, cometieron el error de permitir subir a bordo a alguien con un aparato antimateria implantado en el mecanismo de sus ojos artificiales. Con esa diminuta arma secuestraron la nave. Escorpio no culpaba a Volyova y a los demás por haber cometido aquel error. Esos aparatos eran poco comunes y extraordinariamente difíciles de fabricar; no era fácil ver uno. No obstante, no era el tipo de error que estaba dispuesto a permitir durante su guardia si podía evitarlo.
En otro lugar de la nave, los oficiales de la División de Seguridad examinaban las espectrales imágenes de los escáneres de los delegados, escudriñando entre las capas de color verde grisáceo de las armaduras, la carne, y hasta la sangre y los huesos. No había signos evidentes de ninguna arma escondida, ni pistolas ni cuchillos. Pero eso no fue ninguna sorpresa para Escorpio. Incluso si los delegados tuvieran malas intenciones, sabrían que un escáner superficial detectaría las armas convencionales. Si tenían algo, sería mucho menos obvio.
Pero quizás no llevaban nada en absoluto. Quizás eran lo que decían ser y nada más. Quizás simplemente estaba poniendo objeciones a los delegados porque no le habían consultado antes de permitirles subir a bordo.
Pero había algo en el hermano Seyfarth que no le gustaba nada, algo en la cruel expresión de su boca le recordaba a otros hombres violentos que había conocido, algo en la forma en la que cerraba y abría la mano dentro de su guante de metal mientras esperaba a ser procesado en la esclusa.
Escorpio se llevó la mano a su auricular.
—Ningún arma oculta —oyó—. Nada de restos químicos de explosivos, toxinas o agentes nerviosos. Ni filtros estándar nanotecnológicos. No hay nada preplaga ni tampoco rastro de plaga.
—Busca implantes —dijo—, cualquier mecanismo bajo esos trajes que no tenga una función clara. Y comprueba también los que sí la tengan. No quiero nada sospechoso a un año luz de esta nave.
Sabía que les pedía demasiado. No podían arriesgarse a molestar a los delegados sometiéndoles a un examen obviamente invasivo. Pero esta era su guardia. Tenía una reputación que mantener. No había sido él el que había invitado a estos cabrones a bordo.
—Comprobados los implantes —oyó—. No hay nada lo suficientemente grande como para albergar peligro alguno.
—¿Quieres decir que ninguno de los delegados lleva implantes de ninguna clase?
—Como ya he dicho, señor, nada lo suficientemente grande…
—Háblame de todos los implantes. No podemos dar nada por sentado.
—Uno de ellos tiene algo en el ojo. Otro, una mano protésica. Un total de media docena de implantes neurales muy pequeños repartidos por toda la delegación.
—No me gusta cómo suena nada de eso.
—Los implantes no son ninguna sorpresa en una muestra aleatoria de refugiados de Hela, señor. De todas formas, la mayoría están inactivos.
—El del ojo y la mano, quiero saber con seguridad que no contienen nada desagradable dentro.
—Será complicado, señor. Probablemente no les guste que empecemos a bombardearlos con protones. Si hay antimateria en esas cosas, se producirían daños en las células locales debido los materiales de estalación…