—¡Guadaña de monofilamento! —gritó—. ¡Retroceded!
¡Que retrocedáis, joder!
El grupo captó el mensaje. Se retiraron de los adventistas aunque la punta del dedo comenzase a moverse en un círculo vertical, aparentemente de
motu propio
. La mano del hombre hacía pequeños y suaves movimientos. El círculo se ensanchaba. La punta del dedo se convirtió en un difuso anillo gris de un metro de diámetro. En Ciudad Abismo, Orca Cruz había visto los grotescos resultados de las armas de guadaña. Había visto lo que pasaba cuando la gente se tropezaba con cables de defensa de guadaña estáticos o en movimiento como el que tenían delante. No era nada agradable. Pero lo que recordaba, más allá de los gritos, más que los espantosamente esculpidos y amputados cadáveres que dejaban a su paso, era la expresión que siempre veía en la cara de las víctimas un instante después de darse cuenta de su error. No era tanto miedo, ni sorpresa, sino una profunda vergüenza al darse cuenta de que estaban a punto de convertirse en un terrible y nauseabundo espectáculo.
—Retroceded —repitió.
—Permiso para abrir fuego —dijo uno de los oficiales. Cruz negó con la cabeza.
—Todavía no —dijo—. No hasta que estemos acorralados. La guadaña, giratoria y difuminada, avanzaba por el pasillo, emitiendo una temblorosa nota aguda que resultaba casi musical.
Escorpio lo intentó de nuevo, cambiando el peso de sitio todo lo que podía para liberarse de la pared. Se había cansado de pedir ayuda y hacía tiempo que había dejado de prestarle atención a sus propios aullidos y chillidos. Los delegados adventistas no habían vuelto, pero seguían cerca. De forma intermitente le llegaban sonidos amortiguados de la batalla a través del laberinto de pasillos reverberantes, conductos y huecos de ascensores. Oyó gritos y chillidos y de vez en cuando también se oía el grave gemido de la propia nave, respondiendo a alguna molesta herida interna. Nada de lo que los delegados pudieran hacer, ni con sus armas blancas ni con sus lanzallamas, podría infligir un daño real en el Capitán. No en vano la
Nostalgia por el Infinito
había sobrevivido a un ataque directo de una de sus propias armas caché. Pero cualquier astilla diminuta se convertía en una irritación desproporcionada para su tamaño físico.
Se revolvió de nuevo, sintiendo un fuego salvaje en ambos hombros. Eso es: empezaba a soltarse un poco, ¿no?
¿Era él o el arma? Lo intentó de nuevo y se desmayó. Volvió en sí unos segundos, o puede que unos minutos después, y seguía clavado a la pared y con un desagradable sabor metálico en la boca. Seguía vivo y aparte del dolor, no se sentía mucho peor que cuando Seyfarth lo dejó allí. Recordó cómo había alardeado acerca de no dañar ningún órgano vital, pero no había ninguna garantía de que Escorpio no se desangrase allí mismo en cuanto le sacasen las armas. ¿Por qué tardaba tanto la División en encontrarlo?
Veinte soldados
, pensó. Los suficientes para causarles problemas, sin duda, pero no podían albergar esperanzas de tomar toda la nave. Sabían desde el principio que no podrían introducir armas de fuego ocultas a bordo de la
Nostalgia por el Infinito
, al menos no en esta época inestable. Pero Seyfarth le había dado la impresión de ser un hombre que sabía lo que hacía y no parecía probable que se hubiese presentado voluntario a una inútil misión suicida.
Escorpio gimió, no por el dolor esta vez, sino al darse cuenta de que había cometido un terrible error. No podían culparle por dejarlos entrar a bordo, ya que había sido desautorizado en ese asunto. Si no se había percatado de la verdadera naturaleza de sus armaduras, había sido porque nunca había oído hablar de alguien que hubiese usado ese truco antes. De todas formas habían escaneado las armaduras, e incluso si estaban mirando con más atención el interior que la propia armadura, tampoco había visto nada sospechoso. Tendrían que habérselas quitado y examinarlas en un laboratorio para descubrir las microscópicas líneas y puntos débiles. No, eso tampoco había sido un fallo suyo, pero la verdad es que no tenía que haber encendido los motores. ¿Por qué habían querido los adventistas verlos? Ya habían observado a la nave en su acercamiento al sistema, si era eso en lo que estaban interesados.
En lo que verdaderamente estaban interesados, si lo había interpretado bien, era en algo completamente diferente: habían usado los motores para enviar una señal a Hela. El golpe de propulsión significaba que estaban dentro, que habían pasado los controles de seguridad y estaban listos para empezar la operación de asalto. Era una señal para que enviasen refuerzos.
Mientras estos pensamientos se cristalizaban en su mente, oyó a la nave quejarse de nuevo. Pero esta vez era un gemido diferente. Era más parecido al sonoro y desafinado tañido de una campana rajada. Escorpio cerró los ojos: sabía exactamente qué era ese sonido. Eran las defensas del casco. La
Nostalgia por el Infinito
estaba siendo atacada desde el exterior al igual que desde el interior.
Estupendo
, pensó. Se estaba convirtiendo en un día en los que verdaderamente hubiera preferido quedarse dentro de la arqueta de sueño frigorífico. O mejor aún, hubiera deseado no sobrevivir a la descongelación.
Un momento más tarde, toda la nave retumbó. Lo notó a través de las dos cosas afiladas que lo unían a la pared. Gritó y perdió el conocimiento de nuevo. Lo que lo despertó fue el dolor, más fuerte del que había sentido hasta ahora. Era firme y extrañamente rítmico, como si hubiera estado convulsionando durante el desmayo. Pero no estaba haciendo ningún movimiento consciente. Era la pared a la que estaba clavado la que palpitaba como un enorme pulmón al respirar.
De pronto, de modo casi anticlimático, salió disparado. Golpeó el suelo, hundiendo la mandíbula inferior en los asquerosos y malolientes efluvios de la nave. Las dos armas afiladas cayeron ruidosamente junto a él. Intentó ponerse de rodillas y, para su sorpresa, vio que era capaz de ejercer presión con los brazos sin que el dolor fuese más que el doble o el triple que antes. No tenía nada roto, al parecer, o al menos nada relacionado con los brazos.
Escorpio se puso trabajosamente en pie. Se tocó la primera herida y luego la otra. Tenía mucha sangre, pero no estaba siendo bombeada por la presión arterial. Supuso que sucedería lo mismo con las heridas de salida. No podía calcular los daños de las hemorragias internas, aunque ya se enfrentaría a eso cuando se convirtiese en un problema.
Aún sin saber exactamente qué había pasado, se volvió a arrodillar para recoger una de las armas. Era la primera, la cuchilla boomerang. Podía apreciar la curvatura de la armadura originaria de la que el fragmento había formado parte. La tiró y le dio una patada a la otra. Se llevó la mano con gran dolor al cinturón para tocar el mango del cuchillo de Clavain. Lo sacó de su funda y accionó el efecto piezoeléctrico, sintiendo la vibración a través de la palma de su mano.
En la oscuridad del pasillo delante de él se movió algo.
—Escorpio.
Entornó los ojos, temiendo que se tratase de otro adventista y deseando que fuese alguien de la División de Seguridad.
—Habéis tardado mucho —dijo, lo cual le pareció adecuado para ambas posibilidades.
—Tenemos problemas, Escorp, graves problemas.
La silueta salió de la oscuridad. Escorpio se estremeció. No era alguien a quien esperase ver.
—Capitán —dijo con un hilo de voz.
—Me pareció que necesitabas ayuda para librarte de esa pared. Siento haber tardado tanto.
—Mejor tarde que nunca —dijo Escorpio.
Era una aparición de clase tres. No, pensó Escorpio. Esta aparición requería una nueva categoría propia. Era algo más que una simple alteración local del tejido de la nave, una remodelación de una pared o la agrupación temporal de piezas de maquinaria. Esto era real e independiente de la propia nave. Era un artefacto físico: un traje espacial, un enorme y pesado gigante servopropulsado. Y estaba vacío. La visera estaba levantada y dentro del casco solo había oscuridad. La voz surgía de la rejilla del altavoz bajo la barbilla del casco que normalmente se usaba para las comunicaciones en ambientes presurizados.
—¿Estás bien, Escorp?
Se palpó de nuevo la sangre.
—No me he rendido todavía. Y parece que tú tampoco.
—Fue un error dejarlos subir a bordo.
—Lo sé —dijo Escorpio, mirándose fijamente los zapatos—. Lo siento.
—No es culpa tuya —dijo el Capitán—. Es mía.
Escorpio miró a la aparición de nuevo. Algo lo obligaba a dirigir su atención a la oscuridad en el interior del casco. Le parecía poco educado no hacerlo.
—¿Y ahora qué? Han traído refuerzos, ¿verdad?
—Ese era su plan. Las naves han empezado a atacarnos. Me he defendido de la mayoría, pero un puñado han atravesado mis defensas y han empezado a taladrar el casco. Me están haciendo daño, Escorp.
Repitió la primera pregunta que le había hecho el Capitán.
—¿Estás bien?
—Sí, estoy bien, es solo que están empezando a cabrearme. Creo que ya se han divertido bastante por hoy, ¿no crees?
Aunque le dolía, Escorpio asintió vigorosamente.
—Creo que se han metido con el cerdo equivocado.
El enorme traje espacial se inclinó hacia él y luego giró, dejando una estela sobre los efluvios.
—No solo con el cerdo equivocado, sino que han escogido la nave equivocada. Ahora, ¿vamos a causar algunos destrozos?
—Sí —dijo Escorpio con una sonrisa perversa—. Vamos a destrozarlos.
Orca Cruz y su grupo se habían retirado hasta donde les había sido posible. Los dos adventistas habían empujado a su grupo hacia una intersección de pasillos y huecos, algo parecido a una válvula cardíaca en la anatomía del Capitán, desde donde se podía llegar a cualquier otra zona de la
Nostalgia por el Infinito
con relativa facilidad. Cruz sabía que no les podía permitir a los adventistas el acceso. Solo eran veinte, quizás menos ya. Era impensable que pudieran ejercer nada más que un pasajero y vacilante control sobre ciertos pequeños distritos de la nave, pero seguía siendo su deber limitar las molestias que estaban causando. Si eso implicaba infligir cierto dolor pequeño y local a John Brannigan, no tendría más remedio que hacerlo.
—Está bien —dijo—. Desarmadlos. Disparos cortos y controlados. Quiero que quede algo para interrogar cuando acabemos.
Sus últimas palabras quedaron ahogadas por el repentino y enfurecido rugido de las armas automáticas de proyectiles de sus soldados. Las balas trazadoras dibujaron brillantes líneas convergentes por el pasillo. El adventista de la mano artificial cayó con la pierna derecha tachonada de agujeros de bala. El demonio giratorio de la guadaña cayó al suelo describiendo un arco y quedó allí en silencio. Algún tipo de mecanismo retráctil recogió la punta del dedo para unirla de nuevo al resto de la mano al recogerse el cable que la unía a ella. El otro adventista yacía de costado, con el pecho ensangrentado a pesar de la protección de los fragmentos de armadura.
La nave gimió.
—Os lo había advertido —dijo Cruz. Su arma permanecía fría en su mano. No había disparado.
El segundo adventista se movió, arañándose la cara con la mano, como si intentase quitarse una abeja de encima.
—No te muevas —dijo Cruz, aproximándose a él con cautela—. No te muevas y puede que sobrevivas al día de hoy.
El hombre seguía arañándose la cara, concentrando sus esfuerzos alrededor del ojo. Hundió un dedo en la cuenca, haciendo saltar algo. Lo sostuvo entre el pulgar y el índice un instante: era un ojo humano perfecto, sólido y cristalino, ensangrentado como un horrible manjar crudo.
—He dicho… —comenzó a decir Cruz.
El adventista hincó un dedo en el ojo, haciéndolo añicos. Un humo amarillo cromo emergió en espirales. Un momento después, Cruz notó el agente nervioso infiltrarse en sus pulmones. No hacía falta que nadie le dijese que sería letal.
Desde la segura posición de ventaja de su buhardilla, el deán estudió el avance de su ataque. Las cámaras colocadas alrededor de Hela le ofrecían imágenes en tiempo real de la nave ultra, sin importar dónde la llevara su órbita. Había visto el revelador parpadeo de la llama de sus motores: el mensaje de Seyfarth indicando que la primera fase de la operación de adquisición había tenido éxito. Había visto, y por supuesto, notado, el despegue del grueso de naves de la Guardia de la Catedral, y también había visto la reagrupación y coordinación de los escuadrones en el cielo de Hela. Diminutas y frágiles naves, la verdad, pero en gran cantidad. Los cuervos podían acosar a un hombre hasta hacerlo morir.
No tenía datos sobre la actividad dentro de la nave. Si Seyfarth había seguido su propio plan, entonces los veinte miembros de la avanzadilla habrían comenzado su ataque poco después de enviar la señal a Hela. Seyfarth era un hombre valiente. Debía de saber que sus probabilidades de sobrevivir hasta que llegaran los refuerzos no eran excelentes. También convenía recordar que era un superviviente de profesión. Era más que probable que a estas alturas Seyfarth hubiera perdido parte de su brigada, pero Quaiche dudaba mucho que el propio Seyfarth estuviera entre las bajas. En algún lugar de esa nave seguía luchando, seguía sobreviviendo.
El deán ansiaba desesperadamente tener algún medio para saber qué estaba sucediendo en la nave en ese instante. Después de tantos planes, de todos los años soñando hacer realidad esta locura, se le antojaba el colmo de la injusticia no poder ver si los acontecimientos se estaban desarrollando según lo acordado. Siempre había pasado por alto este momento en su imaginación. El plan tendría éxito o no, por lo que no tenía mucho sentido detenerse a pensar en la agonía de la incertidumbre que representaba esta espera.
Pero ahora dudaba. Los escuadrones estaban encontrándose con una resistencia inesperada por parte de las defensas del casco de la nave. Las imágenes mostraban a la gran nave rodeada por un centelleante halo de explosiones, como un oscuro y amenazante castillo lanzando un espectáculo de fuegos artificiales. La mayoría de las naves ultra tenían defensas de algún tipo, por lo que Quaiche no se sorprendió mucho al verlas desplegadas. Su tapadera incluso exigía que la nave tuviera los medios para defenderse a sí misma, pero la escala de estas defensas y la velocidad y eficacia con la que habían reaccionado sí que lo habían sorprendido. ¿Y si la avanzadilla en el interior de la nave se había topado con la misma inesperada resistencia? ¿Y si Seyfarth estaba muerto?