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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

El club de los viernes se reúne de nuevo (32 page)

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
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—¿Que no haga qué?

—Llamar y sonsacarme buenos consejos sin ofrecer nada a cambio —contestó K.C.—. Ya ibas camino de colgarme y acabas de decir que estás intentando hacer que no todo gire a tu alrededor.

—Ah —dijo Catherine—. Tienes razón. Perdona.

—Pues yo estoy muy bien, gracias por preguntar —afirmó K.C, tras lo cual sufrió un acceso de tos áspera.

—Pues no parece que lo estés —comentó Catherine vacilante.

—¡Es que no lo estoy! Por lo visto, no puedo parar con los cigarrillos —explicó K.C.—. Parece ridículo, pero empecé a hacerlo por diversión, como algo que me hiciera sentir joven, y ahora me pongo de los nervios si no tengo algo en las manos. La idea del libro que sugirió Anita no hizo mucho para quitarme el ansia.

—Se me ocurre una cosa que podrías hacer.

—Ya lo sé, Anita también me lo dijo —respondió K.C.—. Ya voy por mi octavo paño de cocina.

—¿Qué? Yo iba a sugerirte que compraras un perro —dijo Catherine—. ¿Has conseguido trabajo de lavaplatos?

—No, estoy haciendo punto, boba. Fui a una tienda del SoHo por el material.

—¿Ni siquiera fuiste a Walker e Hija? —preguntó Catherine, sin poder evitar una sonrisa.

—¿Y que Peri lo supiera? —, atajó K.C. con brusquedad—. He estado años cultivando una actitud de no tejedora. —Hizo una pausa y continuó diciendo—: Además, no me dejaría entrar en la tienda sin hacerme subir primero a su apartamento para dejar allí el abrigo, el bolso y, a veces, cambiarme y ponerme una sudadera. Se convirtió en una amenaza en cuanto Anita subió a ese barco.

—Lo único que intenta Peri es que dejes de fumar —señaló Catherine—. Y proteger sus bolsos.

—Sí, ya lo sé. El problema es que no funciona. ¿Alguna sugerencia?

—¿Aparte de la del perro? ¿Hacer punto? ¿Cortar en seco? —preguntó Catherine—. Sí. Masca chicles de nicotina. Haz yoga. Acude a Peri y dile que necesitas su apoyo y no solamente su lista de restricciones.

—Lo consideraré —refunfuñó K.C.

—Aparte de eso, supongo que lo único que podemos hacer las dos es esforzarnos —dijo Catherine antes de despedirse para atacar aquel delicioso sándwich—. Y luego, esforzarnos un poco más.

Capítulo 22

A petición de su padre, Dakota había metido un traje en la maleta, una falda y una chaqueta de mezcla de lino que se puso en su primera media jornada en la oficina.

—Hola, papá —dijo al llegar a la puerta de la
suite
de despachos—. ¿O debería llamarte señor Foster?

—Con papá servirá —repuso James—. Siempre y cuando no sigas con ese tono sarcástico.

Recorrieron juntos el pasillo hasta el ascensor y montaron en silencio en compañía de un grupo de viajeros que charlaban mirando sus mapas de la ciudad. Dakota les envidió su horario libre de trabajo.

—¡Ojalá pudiera ir a visitar los lugares de interés! —comentó.

—No es culpa mía que te pasaras un día entero durmiendo —contestó James, y le pasó un brazo por el hombro juguetonamente—. Tendrás ocasiones de sobra para vagar por ahí; pero de momento quiero que vengas a conocer al personal del hotel.

—¿Para que así pueda preguntarles cómo les gusta el café? —repuso Dakota en broma, pues James ya le había explicado que dedicaría las jornadas a tomar notas en sus reuniones y realizando otras tareas más aburridas si cabe.

—Es una buena forma de que te hagas una idea de cómo funciona el negocio. Y también de cómo las personas trabajan juntas en entornos distintos. —Para colmo, tendría que realizar un emocionante trabajo de archivo y, más adelante, un informe que aún no estaba decidido—. Tendrás un proyecto en el que basar tu ejercicio, no te preocupes —agregó James—. Pero primero metámonos de lleno en nuestro trabajo antes de llegar a ese punto.

Era un plan bastante bueno, la verdad. Además, Dakota sólo tenía que trabajar en el despacho cuando no le tocaba cuidar de Ginger. Lucie tenía aquella mañana libre, y cuando Dakota dejó el hotel, estaba haciendo todo lo posible para convencer a Ginger de que podría sobrevivir unas horas lejos de su canguro favorita. Si bien el hecho de trabajar con su padre no le entusiasmaba demasiado, Dakota estaba deseando descansar un poco de la niña. Sin embargo, había algo extrañamente cuidado en la manera entusiasta con la que su padre parecía llevarla por ahí.

—...y ésta es mi hija, Dakota —dijo por enésima vez tras recorrer varios departamentos para llegar por fin a un piso bajo del hotel que parecía estar formado por muchos despachos.

—Trabajaremos aquí —anunció James al tiempo que la hacía pasar a un despacho espacioso con dos mesas.

—¿En la misma habitación? —preguntó Dakota. Y luego, tras adoptar un tono más profesional, añadió—: Estupendo.

A James se le iluminó el rostro al oír su comentario.

—Es fantástico, ¿verdad? Desde que te mudaste a la residencia de estudiantes no habíamos estado juntos de esta manera. Algún día incluso podríamos quedar para desayunar.

Parecía tan contento que Dakota no quiso recordarle que sólo iba a trabajar con él una o dos veces por semana a lo sumo.

—Eso de desayunar suena bien, papá —repuso.

James chasqueó los dedos.

—Ya sé lo que vamos a hacer —anunció—. Aprovecharemos la mayor ventaja de tener un hotel a nuestra disposición. Vamos a pedir un
capuccino
y unos
biscotti
directamente al chef.

De todos los lugares entretenidos que Dakota había visto hasta entonces —el exterior del Coliseo, el castillo de Edimburgo, la casita de la bisabuela en Thornhill, la casa de su abuela Lillian en Baltimore, la granja de sus otros abuelos en Pensilvania—, nada podía compararse con su deseo de estar en una cocina de restaurante como es debido en pleno funcionamiento. Quizá incluso conocer a un maestro repostero de verdad, mientras mezclaba masa e incorporaba crema. Que le pidieran que se quedara a observar, ¡o tal vez hasta tomar una cuchara y probar!

—¿Tengo buen aspecto? —preguntó.

Su padre la miró con aire burlón.

—El mismo que tenías hace cinco minutos —respondió—. Y entonces te dije que estabas estupenda.

—Bien. Gracias, papá.

Estaban a punto de salir del despacho cuando un empleado llamó a la puerta abierta y le pidió a su padre que echara un vistazo a unos documentos. Dakota se fijó en que el empleado se mostraba inquieto, claramente nervioso al estar cerca de James. Quizá lo que había dicho Catherine era cierto: allí su padre era un tipo importante.

—Iremos después, Dakota —le dijo, y tomó asiento frente a su mesa con los papeles en la mano—. ¿Por qué no te sientas y jugueteas con el ordenador? Te vas aclimatando y luego me puedes acompañar a la reunión de planificación de las once, ¿eh?

—De acuerdo, papá.

Contestó procurando que su tono no mostrara decepción ni enfado. Era fácil enojarse con él, eso era cierto, pero resultaba difícil cuando parecía tan emocionado de tenerla consigo. Una cosa sí podía decirse de su padre: estaba realmente encantado de pasar tiempo con ella. Era una lástima que Dakota no pudiera embotellar un poco de ese entusiasmo hacia su persona y dárselo a beber con disimulo a Andrew Doyle cuando volviera a Nueva York.

El tren llegó a Roma a primera hora de la tarde, aunque Catherine se había pasado la última hora dormitando, sumida en la inconsciencia por el arrullo del movimiento regular y constante. Como envió algunas de sus pertenencias directamente a Roma, sólo llevaba consigo unos cuantos bultos pequeños de equipaje, así como la funda del portátil que le había comprado a Peri. En el tren encontró energía suficiente para escribir a duras penas unas cuantas páginas de
Los muertos no vuelven a casarse
y añadió un personaje nuevo llamado Nathan que también encontraba un fin prematuro. «Mucho mejor», pensó, y se puso sobre aviso cuando el tren empezó a detenerse. Cerró el ordenador, lo guardó, tomó las bolsas y, caminando tranquilamente, dejó atrás el andén y se vio bajo el alto techo de la estación Termini. Una multitud de taxis aguardaba al otro lado del edificio con fachada de cristal y Catherine se dirigió hacia ellos con confianza.

—No ir —dijo un conductor cuando se acercó.

—¿Cómo dice?

—No trabajar —dijo el hombre—. Suspendido.

Confusa, Catherine lo probó con el taxi de al lado; quizá tuviera mejor suerte, razonó.

El segundo taxista alzó los brazos.

—Sciopero
—dijo.

—¿Puede repetirlo? —preguntó Catherine, y en aquel momento pasaron por allí los jóvenes mochileros a los que les había comprado los billetes.

—Hay huelga —le explicó el chico—. Hoy los taxistas no van a conducir.

—Vaya —rezongó Catherine.

No sabía cómo iba a llegar al V. Supuso que podía llamar a James y que el hotel le enviara un coche. O podía ir a pie cargada con el equipaje. Dio unos pasos preliminares en un intento de imaginar cómo sería recorrer una distancia de unos cuantos kilómetros con sus zapatos de tacón. Calculó que no sería agradable.

Recorrió los alrededores de la estación con la mirada hasta que sus ojos se posaron en una hilera de motocicletas; algunas de ellas tenían conductores que montaban o se apeaban, en tanto que otras permanecían solas esperando el regreso de sus propietarios. El comentario de Dakota sobre que quería conducir una Vespa, aunque sólo fuera una vez, resonó en su memoria.

Se dirigió a un conductor con casco que estaba de pie junto a una Vespa roja y que sin duda se disponía a marcharse.

—Scusi
—le dijo, le mostró un billete de cincuenta euros e hizo la mímica de subirse en la moto.

Recibió un encogimiento de hombros por respuesta, seguido de un:

—De acuerdo.

El conductor era una mujer. Catherine sonrió. ¿Lo veis? No necesitaba a un hombre que la rescatara, pensó mientras colocaba la bolsa en el portaequipajes. Iba a subir a bordo con el portátil en la mano y llegaría con potencia femenina a su destino.

El hotel V era grande, pero no estaba fuera de lugar en su entorno, tenía mucho cristal y muchos pisos que se alzaban hacia el cielo. Catherine se apeó de la motocicleta, pagó a la taxista sucedánea y entró tranquilamente en el vestíbulo sintiéndose mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo. Claro que bastó un rápido paseo por las calles de Roma —ciudad un poco sucia, a decir verdad, pero es que la gente llevaba millones de años construyendo allí sus casas— para que absorbiera la vitalidad y la energía de la urbe. Ya había estado allí antes, por supuesto, pero nunca la había sentido tan llena de posibilidades. Tuvo la sensación de que la ciudad misma la estaba alimentando cuando pasó en la Vespa junto a la Columna de Trajano y la cúpula de Santa María de Loreto, una iglesia pequeña y compacta que era uno de esos lugares en los que a Catherine le gustaba sentarse y pensar tras pasar una larga tarde caminando. Por algún motivo, parecía mucho más fácil recorrer Roma con tacones, tal como hacían todas las mujeres de allí con sus zapatos de tacón de aguja, de lo que resultaba hacerlo en casa. Y ahora estaba allí. Reparada. Descansada. Lista para ver a sus amigos.

Tal como había previsto, su habitación estaba ya preparada y en ella había una enorme cesta de obsequio, llena de fruta y bombones y lo que parecían ser varias botellas de vino, esperando sobre una mesa de mármol junto a la puerta. El espacio era amplio, decorado en tonos crema y dorado, con una agradable zona de salón y un dormitorio a su derecha. Vio que había un magnífico ramo de flores en la mesilla de noche. Y, para tratarse de una ciudad famosa por sus hoteles de baños diminutos, con un vistazo rápido supo que no echaría de menos sus comodidades típicamente norteamericanas, pues había una bañera grande y hasta una ducha separada. Estaba claro que los hoteles V —diseñados con esmero por James Foster— te facilitaban la existencia. En cuanto se despojó de la falda y la blusa, se metió bajo el chorro de agua caliente y humeante y probó el champú de cortesía, pues ni siquiera se había molestado en mirar en su bolsa antes de entrar en la ducha. Sintió el fuerte impulso de empezar a cantar, pero se contuvo hasta tener una idea cabal del grosor de las paredes del hotel. No tenía sentido atormentar a sus vecinos, pensó mientras desenvolvía una pastilla de jabón.

Sabía que no estaba del todo curada. Era evidente la sensación de que tenía que seguir adelante y resistir, no fuera a volverse taciturna y caer en un pozo de lástima por sí misma inducido por Nathan. Catherine sentía las emociones muy cerca, atormentándola. Pero no iba a ceder. Ella era más fuerte. Lo sabía.

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