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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

El club de los viernes se reúne de nuevo (26 page)

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
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Le contó los hechos: que se había ido de casa, que los niños estaban bien, que Rhea y él estaban pensando en el divorcio y que no, no estaba seguro de que se pudiera arreglar nada. «No puedes arreglar las cosas cuando no sabes qué se ha roto», pensó mientras cruzaba la calle para ir a sentarse al parque y meditar sobre el edificio que había sido el hogar de su familia.

Se preguntó si sus hijos llegarían a sentir lo mismo con su casa de Atlanta. Quizá hasta su propio padre había tomado el tren hasta Queens para revisar asimismo su pasado, fue mejor hombre y regresó a casa con Anita y sus hijos, que no se dieron cuenta de nada. Esta imagen llenó también de resentimiento a Nathan. Su padre lo superaba incluso en su imaginación.

Catherine había pedido una selección de platos del menú de un restaurante indio —pollo tikka masala, cordero vindaloo y un surtido de chutneys— y puso la mesa con mucho gusto. Sin embargo, en el último minuto, Anita la llamó y le explicó que al final ella y Marty no acudirían a la cena. Por algo así como que Marty y Nathan no podían estar en el mismo espacio físico el uno en compañía del otro.

—¿Y qué pasa con Nathan?

—Ah, eres muy amable dejando que vaya, querida —dijo Anita—. Creo que está un poco deprimido.

—¡Acabo de encargar cena para cuatro personas! —exclamó Catherine cuando colgó el teléfono.

Intentó llamar a James y a Dakota, pero él tenía que trabajar hasta tarde y ella se iba al cine con su amiga Olivia. Al final sólo se presentó Nathan.

—Gracias por dejarme venir —le dijo en la puerta al tiempo que le ofrecía un ramo de flores y una botella de vino.

—Espero que tengas apetito. He pedido demasiada comida.

Normalmente Catherine le hubiera ofrecido una copa antes de cenar, pero no estaba de humor para agasajar a nadie. Otra cosa sería que Anita y Marty los hubieran acompañado. Pero Nathan era una novedad, y ella no tenía muchas ganas de hacer preguntas perspicaces y llegar a conocerlo. Ser educada y parecer curiosa. Al fin y al cabo, él sólo iba a pasar una semana o dos en la ciudad. Y el hecho de que la hubiese pillado desprevenida por la mañana no ayudaba demasiado. En el curso del día se había ido enojando cada vez más al reflexionar en las interrupciones matutinas.

—Esto debe de resultarte más bien molesto —comentó Nathan—. Me doy cuenta. Pero sería un estúpido redomado si me limitara a excusarme y dejarte con toda esta comida. De modo que sentémonos y tomemos un bocado. Comeré, me iré y tú puedes reanudar luego tus actividades.

Catherine se sintió aliviada.

—Eso sería estupendo, gracias. Te lo agradezco.

—No te preocupes —repuso Nathan y, una vez más, dejó la cazadora encima del sofá—. Estará bien comer en la vieja mesa.

—Y yo me aseguraré de poner salvamanteles. No hay que poner cosas calientes en contacto con la mesa.

Nathan se rió.

—La culpa de la obsesión que tiene mi madre con eso se debe a mí —declaró mientras tomaba asiento y vertía un poco de salsa de curry en un montoncito de arroz—. Un sábado estaba solo en casa, debía de tener unos doce años, y levanté un volcán sobre la mesa. Luego lo hice entrar en erupción. Había plastilina y líquido caliente por todas partes, y mi madre tuvo que probar con tres tipos distintos hasta encontrar a uno que fuera capaz de restaurar el acabado.

Catherine mordisqueaba una sarnosa.

—Después de aquello, aunque sólo estuviera haciendo los deberes, mi madre venía y decía: «¡Usa un posavasos!» —explicó Nathan—. ¿Y qué me dices de ti? ¿Algún percance infantil?

—Ah, no. Éste es tu viaje por el camino de los recuerdos.

—No, en serio, cuéntamelo —insistió mirándola fijamente.

—Bueno, pues cuando tenía quince años robé el coche de mis padres —le contó—. Quería ir a un concierto de rock y me dijeron que no.

—Así que eres una transgresora.

—Soy una pensadora independiente.

Tras la réplica, Catherine sonrió, aunque sólo un poco. Nathan le correspondió con una amplia sonrisa.

Para cuando terminaron de cenar, Catherine se había enterado de que Anita y Stan rara vez se peleaban, de que en una ocasión Nathan había intentado aprender a hacer punto (dijo que no pudo pasar del nudo corredizo) y de que se había separado de su esposa.

—Sencillamente no funciona —afirmó.

—Lo entiendo. Yo también dije basta después de quince años desagradables.

Él le enseñó las fotos de sus hijos, que llevaba en el teléfono móvil, le explicó que nunca habría abandonado Nueva York si la que pronto sería su ex esposa no hubiese insistido en ello. Nathan recordaba con claridad el día en que la familia se mudó al apartamento.

—Los de la mudanza trajeron todas esas cajas pesadas y no dejaban de preguntar «¿Esto dónde va, señora?», y mi madre, que no se movía de allí, junto a la ventana, miraba al parque y lloraba. «Ésta es nuestra vista, Stan, es nuestra vista.» —Se interrumpió un momento y recobró la compostura—. Verás, todo eso se lo habían ganado, todo el dinero. Mi padre trabajaba y mi madre hacía todo lo demás. El día que desempaquetamos nuestras cosas fue un gran acontecimiento. La verdad es que tenía la sensación de que lo habíamos hecho todos juntos, la familia entera. Que cada uno de nosotros desempeñaba un papel.

—Tú no quieres que se venda el apartamento, ¿verdad?

—No —respondió Nathan—. Vine para intentar hablar con ella y convencerla de que no lo haga, o quizá para que nos lo venda a mis hermanos y a mí. Pero es complicado, todos tenemos nuestras obligaciones económicas y todo eso. No creo en lo de confiar en una herencia. Eso ya lo recibí por parte de mi padre.

—Según he oído era un gran hombre.

—El mejor —afirmó Nathan, que sintió que aumentaba su angustia—. Era un hombre íntegro.

—Y tú te pareces a él —concluyó ella, a lo que Nathan se limitó a asentir con la cabeza y pareció emocionarse.

Catherine había oído muchas veces las quejas de Anita sobre Nathan; sin embargo, ese hombre parecía mucho más tierno de lo que había esperado. Era un hombre dulce, pensó. Un incomprendido, tal vez. Y, sobre todo, daba la impresión de que necesitaba pasar algún tiempo en la casa de la familia.

Catherine insistió en que la dejara llamar a Anita para informarle de que Nathan quería quedarse a pasar la noche en su antigua habitación.

—Por mí no hay problema —le dijo a su amiga—. Esta noche la pasaré en mi casa de Cold Spring.

—Bueno, si estás segura, querida... —repuso Anita por teléfono—. Sería todo un detalle por tu parte. Creo que Nathan necesita hacerse a la idea de la boda y de la venta del apartamento. Pasar página, como dicen.

Así pues, todo estaba arreglado. Catherine tomó unas cuantas cosas que quería llevarse —el libro que estaba leyendo, los cosméticos— y lo metió todo en una bolsa de fin de semana que dejó junto a la puerta.

—Me siento fatal por echarte de tu propia casa —dijo Nathan—. Tu casa que es nuestra casa, pero de todos modos... No tienes por qué hacerlo.

—No pasa nada —contestó Catherine—. Te ayudaré a limpiar lo de la cena y luego me iré.

Pero cuando terminaron de limpiar decidieron preparar un té. Y, de hecho, parecía una estupidez que tuviera que ir a tomar el tren a esas horas.

—Somos dos adultos —dijo Catherine—. Estoy segura de que podemos arreglárnoslas para compartir el mismo espacio. Yo me voy a mi cama y tú, a la tuya.

Pero, deliberadamente, no volvió a llamar a Anita para hacérselo saber, y tampoco se lo mencionó al día siguiente, cuando fueron las dos a ver a Peri y discutir la idea de un bolso para la boda.

Así pues, durante un par de días, Nathan se convirtió en su compañero de piso clandestino o algo parecido, que hacía lo que fuera que hiciese durante el día y se reunía con Anita para comer. Recogió el equipaje y lo llevó al apartamento aunque conservó su habitación en el hotel. Dijo que Anita no lo entendería, estando Catherine allí.

Catherine incluso fue a El Fénix varios días seguidos y optó por regresar al San Remo a dormir cada noche. Era divertido, se dijo, conocer a Nathan. Tener compañía. Era como tener a un invitado de trato fácil, platónico, que se quedaba a dormir. Era un hombre muy atractivo, de eso no había duda, y era evidente que se cuidaba. Pero, sobre todo, era dulce y divertido, le contaba historias sobre sus padres y sobre sí mismo. Comían helado Sundae en el sofá, mirando la televisión codo con codo, y se quedaban levantados hasta tarde hablando de sus películas favoritas.

Nathan le habló de algunos de los muebles que Anita había dejado allí cuando se mudó. Incluso le enseñó el dormitorio de su niñez.

—Lo que de verdad quiero saber —dijo mientras desatornillaba el espejo que había detrás de la puerta— es si ella sigue aquí.

—¿Quién?

—La chica de mis sueños.

Nathan hizo girar el espejo para revelar nada menos que un póster de los años setenta de Farrah Fawcett, con el cabello cortado en capas, una magnífica dentadura y unas tetas considerables apenas contenidas en un traje de baño rojo.

Catherine se lo pasaba muy bien con Nathan. Él se mostraba muy interesado en oír cosas sobre la tienda, disfrutaba probando vinos con ella, y expresó su interés en acompañarla una mañana a ver El Fénix.

—Me encantaría —dijo ella, de modo que tomaron juntos el tren y se pasaron todo el camino charlando.

Y cada día se deseaban las buenas noches y seguían caminos separados por el pasillo.

Hasta aquella mañana. Catherine estaba vaciando el lavavajillas —ella rara vez cocinaba y la rejilla superior estaba llena de tazas de café— cuando Nathan entró en la cocina vestido con unos pantalones cortos de deporte grises y una camiseta y con el periódico en la mano. Ella prácticamente acababa de levantarse de la cama y llevaba una camiseta de escote redondo y tirantes y unos pantalones de pijama rojos que se le habían caído un poco de la cintura.

—Hace un día estupendo —comentó él, que se acercó por detrás y le tendió una taza.

Cuando ella se dio la vuelta y alargó el brazo para llegar al armario de su izquierda, Nathan se acercó un poco más, de modo que la espalda de Catherine quedó casi pegada a la parte anterior de su cuerpo. Catherine no se movió; apenas los separaban unos centímetros. Nathan tomó una taza de la rejilla superior con la mano derecha y alargó el brazo junto al hombro derecho de Catherine y por delante de ella para devolver la taza al armario. Catherine se percató vagamente de que le hubiera resultado mucho más fácil tomar las tazas con la mano izquierda. Sentía un cosquilleo en la piel, aun cuando él no la tocaba. Pero en cambio estaba invadiendo su espacio, movía su brazo musculoso en torno a ella repetidamente, casi como si se acercara por detrás para abrazarla. Era una sensación especial, estar juntos en una cocina, mientras recogían la vajilla. Una sensación íntima y real. Aquél no era el tipo de actividad del día a día que compartía con la mayoría de hombres, de modo que resultaba única. Y natural. Nathan olía muy bien —como a cítricos y a limpio— y lo único que ella tenía que hacer era quedarse ahí, junto al fregadero, mientras él seguía recogiendo tazas y le hablaba en voz baja.

—He dormido bien —le dijo con voz queda y tranquilizadora—. ¿Y tú?

—Ajá.

Catherine se sorprendió deseando haber bebido más café para que así hubiera una cantidad infinita de tazas. Quería echarse hacia atrás, sólo esos pocos centímetros, y dejar que su cuerpo rozara el de Nathan.

—No he tenido pesadillas —le susurró él—. ¿Y tú?

Catherine negó con la cabeza. Nathan le sacaba unos treinta centímetros de altura como mínimo, y era robusto.

—Oh, mira —dijo—. Nos hemos quedado sin tazas de café. —Apoyó las manos en el fregadero, una a cada lado del cuerpo de Catherine, y puso la boca muy, muy cerca de su oído—. ¿Puedo ayudarte con alguna otra cosa? —preguntó, y Catherine, casi de forma involuntaria, ladeó la cabeza y arqueó el cuello.

—De acuerdo —susurró Nathan, y empezó a acariciarla con la nariz y luego a darle mordiscos juguetones.

Catherine se rindió a la tentación de echar hacia atrás el trasero y Nathan respondió acercándose más aún, y se pegó a ella de manera que quedó aprisionada entre el borde del fregadero y el cuerpo de él. Ni siquiera podía darse la vuelta, pero se sentía segura. Protegida. Excitada cuando Nathan empezó a besarle el lóbulo de la oreja y luego, sin separar la mano izquierda del fregadero, utilizó la derecha para volverle ligeramente la cabeza, lo justo para poder besarla en los labios. Profundamente. Con la misma mano derecha ejerció un poco más de presión de modo que Catherine empezó a caer sobre él, con la espalda contra su cuerpo, pues los pies ya no la sostenían bien. Catherine abrió de nuevo la boca, preparada para más, y él la complació y le puso la mano en la mejilla, el cuello, la camiseta y luego, de pronto, la metió debajo y le acarició el estómago, rozándole el pecho.

Ella abrió más la boca, provocándolo con la lengua, y la mano izquierda de Nathan soltó el fregadero, se posó en su cintura y empezó a descender lentamente por su cuerpo hasta la cintura del pijama.

—Ah... —gimió Catherine.

Así es como ella imaginaba que sería la felicidad: realizando las tareas domésticas y haciendo el amor a la vez. Echó los brazos hacia atrás, en torno al cuello de Nathan, para poder besarlo otra vez. Cuando su cuerpo empezó a protestar por la incomodidad de la posición, se dio la vuelta de cara a Nathan sin separar sus labios de los de él. En un instante, Nathan la alzó sobre el borde del fregadero y la sostuvo allí, con las manos apretándole el trasero mientras sorbía sus labios cada vez con más fuerza.

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