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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

El club de los viernes se reúne de nuevo (42 page)

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
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No era la única mujer con la sensación de que su estilo de cuidados maternales tenía sentido. La madre de Dan provenía de la escuela de pensamiento «a mi manera o nada» y se ponía a rehacer absolutamente todo lo que la madre de Darwin había tocado. Por consiguiente, una vez más, la cocina se fregaba, la mesa de café de segunda mano se limpiaba, y los armarios se volvían a ordenar. «En serio, deberías doblar las toallas en tres», decía la señora Leung. Durante los años que llevaba casada, Darwin había evitado enérgicamente llegar a conocer a su suegra. En ocasiones acompañaba a Dan cuando él iba a visitarla, sí, pero la mayoría de las veces ella se quedaba en casa o se iba a Seattle a ver a su hermana. Y se sorprendió al darse cuenta de que ahora también visitaba a su madre con mucho gusto.

La madre de Darwin, Betty, estuvo de lo más animada y alegre durante el mes que había pasado durmiendo en el sofá-cama, quejándose, por supuesto, pero sin dejar ni por un segundo que nadie la alojase en un hotel y la alejara de sus nietos. Lo hizo absolutamente todo, incluso había llegado al extremo de comprar un arcón congelador pequeñito que enchufó en el rincón del salón y luego cocinó una cantidad interminable de opciones para la cena. Darwin la había sorprendido ya tarde, por la noche, leyendo las páginas manuscritas del nuevo libro que estaba escribiendo. No iba a terminarlo con tanta rapidez como su colega con permiso de paternidad, pero tampoco estaba dispuesta a quedarse atrás.

Darwin estaba fascinada por el retorno de la familia extensa y del impacto potencial de la avejentada generación del
baby boom
sobre las mujeres y sus oportunidades profesionales. La idea se la dieron los cambios en su propia vida, por supuesto, el hecho de convertirse en madre y tener que subsistir haciendo malabarismos. Sin embargo, había mucha gente que volvía a vivir con familiares mayores, ya fuera por elección propia o por necesidad. ¿Se trataba de un signo de un cambio mayor que se alejaba de la familia nuclear? ¿Iba a dificultar todos los progresos que habían hecho las mujeres durante los últimos cuarenta años? «¿Cómo vamos a reunir todas nuestras experiencias y construir un paradigma que funcione? —pensó Darwin—. ¿Y de qué modo coarta o da valor a las personas el lugar que éstas ocupan dentro de una familia?»

Pensó en el club: ellas también eran una familia. Una familia por decisión propia. Y, por una vez, echaba de menos sus reuniones habituales de los viernes por la noche, en las que se había abierto un paréntesis durante el verano. Pareció demasiado esfuerzo reunirse sólo para que estuvieran K.C., Peri y ella. Sin embargo, ahora se daba cuenta de que ésa había sido una mala actitud. El club no era el club sólo cuando estaban todas reunidas en una habitación. Lo más probable es que no siempre fueran a estar en la misma ciudad, consideró Darwin, sobre todo ahora que la carrera de Lucie parecía estar floreciendo. No era inconcebible, ni mucho menos, que alguna de ellas se mudara en algún momento, podría ser que incluso ella y Dan se trasladaran a una pequeña ciudad universitaria donde acudirían al trabajo en bicicleta. Y entonces se dio cuenta de que el club no consistía en la tienda. Nunca fue así. La tienda sólo supuso el punto de partida.

Por este motivo, Darwin decidió que era el momento adecuado para convocar una reunión del club de punto de los viernes por su cuenta. Dan accedió a llevarse a su madre de casa —se trató de una negociación prolongada, pues la mujer insistía en que no había ido a Nueva York a divertirse— y así dispondría del apartamento para ella y sus amigas, suponiendo que los niños permanecieran dormidos.

Antes de aquella noche nunca había dado una cena en su casa. Nunca. Ni una sola vez. Estaba entusiasmada.

Risotto
de setas,
penne
primavera y ensalada
caprese;
Darwin encargó una deliciosa cena de tres platos en el restaurante italiano que había a dos manzanas de su apartamento. El hecho de que la otra mitad del club hubiera tenido la suerte de ir al encuentro de lo auténtico no tenía por qué implicar que las demás socias tuvieran que quedarse sin probar un poco de Italia, ¿no?

—¡Señoras! —exclamó K.C. al llegar al apartamento de Darwin. Peri ya estaba allí, picando del plato de olivas, el queso y el pan que Darwin había sacado como aperitivo—. ¡He traído el vino! —anunció triunfal—. Para ti no, ya lo sé, por lo de dar el pecho y todo eso.

—Pero yo sí tomaré —anunció Peri—. Lo bueno de vivir en la ciudad es que el metro me lleva a casa —concluyó, mientras se metía una aceituna sin hueso en la boca y levantaba la mano derecha, como si le pidiera al profesor que la llamase a ella.

—¿Sí, señorita Gayle? —dijo K.C.—. ¿Tiene alguna noticia de la que informar?

—Sí —contestó Peri, que masticó y tragó deprisa—. No os vais a creer lo que ha pasado esta semana. Catherine me llamó y, sinceramente, lo que me dijo me dejó boquiabierta.

—¿Va a ingresar en un convento? —preguntó K.C.—. Me preocupa que haya llevado las cosas un pelín demasiado lejos. Siempre lo hace.

—No, hablo en serio —contestó Peri—. Me pidió que fuera a su tienda a buscar los dos vestidos que Georgia tejió para ella y que los mandara por medio de la compañía FedEx al hotel V en Roma.

—De acuerdo, es raro —comentó Darwin—. Prácticamente ha levantado un santuario para ese vestido en la tienda... ¿Y ahora no puede pasar un verano sin él?

—Quizá sólo los quiera para ponérselos, supongo —apuntó K.C—. A veces la gente se crea dependencias, ¿sabéis?

—Lo sabemos —repuso Darwin—. No te olvides de que en esta casa no se fuma.

—No, no, chicas, no es eso —aclaró Peri—. Va a prestarle los vestidos a esa estrella del pop con la que Lucie está trabajando.

—¿Estás segura de que no lo has soñado? —preguntó K.C.—. Una vez le pregunté si podía probarme el vestido dorado, con un sujetador que levantara el busto, claro, no soy una ilusa, y se negó. «Fénix no sale de su casa, K.C.», me contestó.

—Bueno, pues ahora mismo Fénix está volando, chicas —remató Peri—. De camino a Roma.

—¿Por qué te pidió que lo prepararas tú? En la tienda tiene a un encargado —comentó Darwin—. Se espera mucho de ti, Peri, y en ocasiones me pregunto si es que no te haces valer lo suficiente. Es crucial para las mujeres aprender a decir que no.

Darwin la dejó con esta idea y se metió en la cocina en busca de la ensalada, la aliñó con un chorrito de aceite de oliva e invitó a todo el mundo a sentarse a la mesa.

—A veces sí me he sentido así —admitió Peri—. Preocupada por si se me infravaloraba. Pero comprendí que Catherine no tenía la sensación de poder confiar en alguien ajeno al club para manejar ese vestido. Y, francamente, yo también quería a Georgia: me dio un trabajo, la oportunidad de dedicarme a mi negocio de bolsos y una parte de su propia tienda. Cuando Catherine dijo que los vestidos tenían que viajar, tampoco estaba dispuesta a que los tocara cualquiera. Son alta costura de verdad.

—De manera que una estrella del pop italiana va a lucir el vestido de Georgia —dijo K.C—. Eso está bien. Creo que a Georgia le hubiese parecido muy gracioso.

—¿Bromeas? —replicó Peri—. Se hubiera ido riendo todo el trayecto hasta el banco. Esa mujer no tenía miedo de exigir lo que valía su trabajo.

—Sí —remachó Darwin—. No era una persona tímida y modesta.

—La verdad es que Isabella con ese vestido es una exhibición magnífica —sostuvo Peri—. Es justo lo que necesita un diseñador. Y se me ocurrió lo siguiente: un recado para una amiga, aunque sea una amiga molesta, podría ser la semilla de una oportunidad.

—¿Para hacer qué? ¿Más vestidos como los de Georgia? —preguntó Darwin.

—Es posible —contestó Peri—. Pero me dije que por qué no cantar mis propias alabanzas.

—Las mujeres rara vez lo hacen lo suficiente —coincidió Darwin—. ¿Y cómo, dime?

—Envié toda mi colección a Isabella junto con mis saludos y con los gastos de envío a cargo de Catherine. Le he mandado uno de cada: la mochila, la funda para portátil, el bolso Hobo, el bolso de noche, la bolsa grande...

Peri recitó de un tirón toda la lista de estilos y colores.

—Eso es una fortuna en género —comentó K.C.—. ¿Estás segura de que puedes permitirte regalar todas esas existencias? ¿Por qué no me llamaste?

—Porque a veces una mujer de negocios tiene que depender de sus mejores amigas para que la aconsejen —respondió Peri—, y en otras ocasiones necesita solucionar las cosas por sí misma.

—Eso es cierto —coincidió Darwin—. A veces tu instinto lo sabe sin más.

Estaba encantada con aquella reunión: acababan de empezar con la pasta y, a su parecer, la discusión ya era una de las mejores que habían tenido nunca en el club.

—Durante mucho tiempo me he sentido como si me hubiese quedado atascada en Walker e Hija —confesó Peri, que aceptó una segunda copa de vino—. Pero cuando estaba empaquetando mis bolsos los miraba y me di cuenta de que son mucho mejores y más atrevidos que cuando empecé.

—Tus bolsos siempre han sido preciosos —afirmó Darwin—. A mí me encanta mi bolsa para pañales. En cada una de las cinco ocasiones en que he salido de casa desde que nacieron los niños he recibido alabanzas de desconocidas. Siempre les hablo de ti.

—Eso exactamente es lo que quiero decir —mantuvo Peri—. Hace unos años no se me habría ocurrido diversificarme y hacer bolsas para pañales. Pero ahora sí, y en parte es porque soy mayor. Tengo más experiencia.

K.C. asintió con aire meditabundo mientras se llenaba el plato de
risotto.

—Se hace más fácil pensar a largo plazo —coincidió—. Por eso estoy dejando de fumar.

—¿Te fue bien el parche que te dio Dan? —preguntó Darwin.

—¡Oye! —exclamó K.C.—. ¿Qué pasa con el secreto médico? Iba a fingir que podía hacerlo sola.

—Lo siento —se disculpó Darwin.

—De no ser así, no me lo hubiera creído —se rió Peri.

—Bueno, pues sé otra cosa que no os vais a creer —anunció K.C.—. Así que vamos a buscar a los pequeños monstruos. Les he hecho un regalo.

—Querrás decir que les has comprado un regalo —corrigió Peri.

—¡Qué va! —negó K.C. al tiempo que sacaba un móvil del que colgaban unos triángulos, círculos y cuadrados hechos de punto, algunos rayados y otros lisos.

—¡Es monísimo! —exclamó Darwin.

—¿Quién te lo ha hecho? —preguntó Peri.

—Ya te lo he dicho, lo hice yo solita —refunfuñó K.C.—. Mira, te voy a enseñar dónde me equivoqué —y señaló varios agujeros, hasta que Peri se dio por satisfecha.

—Pero ¿de dónde sacaste la lana? —preguntó Peri, y K.C. se ruborizó—. No me extraña que haya pocas ventas —comentó Peri dirigiéndose a Darwin—. Mis propias amigas compran en otra tienda.

—Bueno, si contabas con que K.C. y yo mantuviéramos el negocio a flote ya podías esperar sentada —replicó Darwin—. Nos ha costado años llegar a hacer algo que esté medio bien.

—Algo fabuloso, querrás decir —objetó K.C.—. Estoy francamente asombrada conmigo misma.

—Yo también —admitió Peri—. Pero si veo a alguna de vosotras con lana de otro sitio, se va a armar la gorda.

—Hablando de armar la gorda —dijo K.C.—, me da cierta rabia que toda la pandilla se fuera a una especie de aventura en grupo. La próxima vez deberíamos hacer un viaje todas juntas.

—Podríamos ir a algún lugar exótico —sugirió Peri.

—Como Staten Island —brindó K.C., «manhattanita» a machamartillo.

—O a Séneca Falls, donde Cady y Stanton podrían ver el lugar en el que su homónima
[2]
firmó la Declaración de Sentimientos —propuso Darwin.

—O tal vez a un lugar con playa —terció Peri—. Eso podría resultar atractivo para todas.

—Propongámoslo —dijo K.C.—. Este verano, parte del problema es que Lucie consiguió un maldito trabajo y de pronto todas las autónomas la siguieron. Lo que quiero decir es que sí, yo me fui a Europa después de Barnard, pero ahora vivo en el mundo real. Y el resto de nosotras, que trabajamos como idiotas, tenemos que solicitar las vacaciones con mucha antelación.

—Sí, hablémoslo cuando tomemos nuestro refrigerio en la tienda después del paseo —intervino Darwin. A ella le encantaba la idea de que las mujeres se reunieran para salvar a sus hermanas. Esto también podía ser un gran trabajo de investigación. Avanzar para salvarse unas a otras. Tan simple y, aun así, tan efectivo, tanto a la hora de recaudar fondos como de sentirse útil—. Este año voy a entregar la mayor cantidad de mantas Georgia y ganaré las Agujas de Oro de Walker e Hija —continuó diciendo—. Anita tiene los días contados como campeona de beneficencia.

—Llamémosla y digámosle eso también —sugirió K.C—. A mí me parece perfecto llamarla ahora.

—¿Quieres decir ahora mismo? —inquirió Peri—. Aún no ha amanecido.

—Oye, ni siquiera he tomado una copa esta noche, no estoy dispuesta a hacer una llamada de borracho —rechazó Darwin.

—Vosotras dos sois demasiado serias —declaró K.C.—. Llamaremos y celebraremos una reunión del club improvisada, fingiremos que con la diferencia horaria no podemos llamar en otro momento. —Antes de que pudieran detenerla ya estaba marcando los números—. Tienes esa cosa del teléfono por Internet, ¿verdad, Darwin?

—Sí, pero aunque la llamada sea prácticamente gratuita, es tarde.

—Cierto —admitió K.C., impertérrita—. Llamaré a Catherine y luego haré entrar a Lucie en conferencia. Bien, está sonando. Vosotras, poneos al otro teléfono, o conectad el altavoz.

—Nada de altavoces —prohibió Darwin—. Piensa en los bebés. ¡Están durmiendo!

—¿Diga? —respondió Catherine, que parecía adormilada.

—¡Soy K.C.! —exclamó la cabecilla.

—¿Sabes qué hora es? Acabo de meterme en cama después de pasar la noche en la ópera con Marco y... —empezó a decir Catherine antes de que la interrumpieran a media frase.

—No cuelgues, por favor —le pidió K.C. con su mejor tono de operadora, y a continuación marcó el número de Lucie, que Darwin le facilitó a regañadientes.

—¡Estamos en mitad de la noche, Isabella! —gimió la voz que respondió—. ¿No puede esperar a mañana lo que sea que necesites?

—¡Sorpresa! —gritó K.C.

Peri y Darwin intercambiaron una mirada culpable, pues las dos se sentían fatal por estar despertando a todo el mundo. Seguro que Ginger no tardaba en protestar.

—Esto..., ¿quién es? —preguntó Lucie antes de responder ella misma a su pregunta—. ¡K.C! ¿Eres tú?

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