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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

El club de los viernes se reúne de nuevo (14 page)

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
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Después de pasar tres días en casa con los gemelos, viendo salir el sol otra vez tras pasar la noche en vela, Darwin estaba dispuesta. Quizá tener dos hijos fuera el estilo de las estrellas de cine, pero perdía atractivo cuando no tenías personal a tu servicio.

Ponía en duda poder volver a dormir algún día.

—Llama a las mamás —pidió a Dan con un suspiro cansino—. Necesitamos refuerzos.

A Catherine no le daban miedo los cambios. Los agradecía. Es decir, siempre que fuera ella quien estuviese al mando. No le sentó nada bien que Anita hubiera decidido vender el apartamento. Y no era que Catherine tuviera mucho que hacer. Empaquetar un poco de ropa, un cepillo de dientes, unas cuantas botellas de vino que aún no se había bebido... Era en la casita donde había descargado todas las cosas que había acumulado durante años, el armario que antes había de tener escondido en su enorme vestidor, porque Adam no podía soportar nada que no fuera liso y brillante y, preferiblemente, metálico. Igual que su corazón.

Sin embargo, tener que adaptarse a la agenda de otra persona era algo completamente distinto y, aunque se sentía un tanto infantil por ello, Catherine estaba un poco molesta con Anita.

Telefoneó a Anita al móvil una tarde en la que se encontraba sentada en El Fénix haciendo tiempo hasta la hora de la degustación de vinos que había organizado aquel día:

—¿Esto es porque tiré los cupones?

—No, por supuesto que no —contestó Anita—. Sucede que ha llegado el momento. Y ahora ya tienes tu casa.

—Una chica necesita un apartamento en la ciudad —insistió Catherine.

—Puedes permitirte perfectamente comprar uno, querida —señaló Anita.

—Bueno, es que me gusta vivir en el tuyo —repuso Catherine, adulándola sólo un poquito; cosa que, por desgracia, nunca surtía efecto en Anita.

—Ya lo hablaremos en la próxima reunión del club, querida —repuso Anita—. Ahora mismo estoy haciendo una lista.

—¿Otra?

—Sí. —La voz de Anita sonaba cada vez más irritada—. Tuve tres hijos, ¿sabes? Nunca he planeado una boda. La mía la organizó mi madre.

—Tú piensa en ello como si fuera una fiesta —sugirió Catherine.

—Es lo que estoy haciendo —explicó Anita—. Una fiesta para la cual necesito repintar el apartamento, volver a tapizar el sofá, contratar un servicio de catering, encontrar el vestido perfecto, perder seis kilos y hacerme un lifting.

—Mira, déjame que te hable de los
liftings,
Anita —dijo Catherine, que había tenido abundantes escarceos con la cirugía de realce—. Estás guapísima, como siempre. El tiempo de recuperación no vale la pena. Lo que quiero decir es que... bueno, ¿cuándo tienes pensado hacértelo?

—¡Por centésima vez, no lo sé! Si alguien más me pregunta cuándo va a ser, le voy a dar en la cabeza con este anillo.

Catherine se apartó el teléfono del oído.

—¿Te sientes a gusto con la idea de casarte? —se aventuró a preguntar.

—¡Sí, no es la parte del matrimonio lo que causa el problema! —contestó Anita. Respiró profundamente y habló con más calma—. Hay demasiadas opciones.

—Yo hubiera dicho que una persona de tu... —Catherine hizo una pausa mientras intentaba encontrar la palabra adecuada— de tu sabiduría, sería inmune a todo ese asunto del histerismo de las novias.

—La edad no tiene nada que ver con el criterio, querida —replicó Anita—. Creía que a estas alturas ya te habrías dado cuenta.

—¡Ay! —exclamó Catherine. Anita se estaba volviendo cada vez más cascarrabias, no había duda—. Mira, está sonando el otro teléfono. ¿Puedo llamarte más tarde? Tengo algunas buenas ideas y me gustaría ayudarte a planearlo todo, si puedo. Ahora te tengo que dejar.

Volvió a sentarse en el taburete que tenía junto a la caja registradora y contempló todos los objetos brillantes que había en El Fénix. Había días en los que Catherine se sentía poderosa y ambiciosa y le encantaba el nombre de la tienda; otros días, deseaba no haber abierto siquiera. Apenas se daba cuenta cuando el reloj de pie sonaba, alertándola de que eran las tres de la tarde y quizá quisiera hacer algo antes de dejarlo hasta el día siguiente. Había encontrado aquel reloj en Francia, en uno de sus viajes en busca de inventario. Catherine tenía incluso unas cuantas chucherías —una copa de plata de los Covenanters, una mesa auxiliar de cerezo— que se había traído de Escocia hacía dos años, cuando se encontró allí con James y Dakota y le llevaron a la abuela una caja gigantesca de bombones belgas. El detalle había sido muy bien recibido, sobre todo por las trufas de ganache de chocolate negro, y aun así Catherine se sintió incómoda tomando el té en la cocina con la abuela. «Tienes la sensación de formar parte de las cosas, y luego descubres que en realidad nunca te pertenecieron», pensó entonces. Siempre eran las cosas de otra persona y tú sólo formabas parte de la multitud.

—Echo de menos tener una persona que finja estar interesada en mi lista de quejas.

Eso había comentado alguien en la sesión de grupo, cuando James y ella se sentaron en círculo con todos los demás sacos de tristeza. Todos ellos necesitarían mozos para la gran cantidad de bagaje emocional con el que cargaban, las mamás, los papas, los hermanos y amigos, envueltos en frustraciones y confusión. James y ella no estaban por encima de su naturaleza, por supuesto, y se conformaron pasando gran parte del tiempo sintiéndose superiores, tranquilizándose mutuamente con movimientos discretos de la cabeza y arqueos de cejas. Así pues, resultó más bien impresionante estar lloriqueando con todos los demás hacia el término de la reunión.

—Añoro significar algo para alguien —había dicho Catherine. En este sentido pensaba tanto en sus difuntos padres como en Georgia—. Me hacía sentir importante.

Igual que la atención de un hombre.

Se dio cuenta de que en ese aspecto no era tan distinta a muchas mujeres. Aun cuando éstas no quisieran admitirlo. Aunque hablaran de buscar el amor o encontrar un alma gemela. Todo se reducía a lo mismo: importar a otra persona. Incluso su ex marido, Adam, había contado con ella, la había encontrado útil para presentarla en público. Catherine tuvo un papel, sabía qué se esperaba de ella.

Volvió a levantar el auricular. En realidad el teléfono no sonó cuando hablaba con Anita; lo que sucede es que por un momento sintió envidia y frustración.

—Aquí no es que haya mucha conversación —dijo Catherine dirigiéndose a la tienda llena de muebles, pero carente de seres humanos—. Nunca me preguntas cómo estoy —le dijo a la caja registradora. Se acercó a un aparador de cerezo—. Estoy bien —susurró Catherine mirando el cristal—. Y tú, ¿qué tal?

Regresó a su mesa a grandes zancadas, sacó una tarjeta de visita y marcó una serie de números que parecía no acabarse nunca.

—Buongiorno,
Marco —dijo—. El vino me encantó. ¡Me he bebido casi tanto como el que he vendido! Ha sido una recomendación fantástica. Vas a tener que venderme más, no cabe duda. Bueno, dime, ¿cuál es la previsión del tiempo para este verano en Roma?

Capítulo 11

Anita miró los dígitos brillantes del radio despertador y se dio cuenta de que tarde o temprano tendría que contárselo a los chicos. Dejar que Nathan despotricara, que David fingiese interés y que Benjamín nadara entre dos aguas. «Por un lado es una buena idea, madre, pero por otra parte...»

Se tapó hasta la barbilla y cerró los ojos, haciendo como que se estaba quedando dormida cuando en realidad sólo escuchaba la suave respiración de Marty que dormía, una pauta regular de inspiraciones y espiraciones. Se le ocurrió que respiraba muy bien. Al cabo de veinte minutos ya no pudo quedarse por más tiempo allí tumbada, con los ojos cerrados, contando respiraciones.

—¿Crees que estamos haciendo lo adecuado? —Entonces, sólo por si acaso, Anita lo repitió. Esta vez en voz más alta—: ¿Crees que estamos haciendo lo adecuado?

No obtuvo respuesta, aunque no es que hubiera esperado recibirla. Marty tenía un sueño profundo y si quería su atención entre que apagaban las luces y el alba, tenía que recurrir a un buen puntapié en las espinillas o a un pellizco en la oreja. Cosa que negaba haber hecho inmediatamente después, por supuesto.

—¿Qué? —El hombre se incorporó en la cama—. ¿Qué hora es?

—Marty —empezó diciendo Anita tranquilamente, como si estuvieran sentados tomando té con
muffins
por la tarde—, me gustaría que habláramos.

Puedes hacerte una buena idea de cómo es un hombre por la manera en que reacciona cuando lo despiertas en mitad de la noche sin que haya indicios de un incendio o de ladrones.

Marty encendió la luz y pasó las piernas por encima del borde de la cama para ponerse las gastadas zapatillas de punteras de gamuza, pulcramente metidas bajo la mesita de noche.

—Haré café —dijo, y salió tranquilamente del dormitorio.

Si iban a casarse, pensó Anita, finalmente había llegado el momento de hablarle de Sarah. De contárselo todo.

—Estoy enamorada —le susurró Dakota por encima de la ropa que sujetaba mientras buscaban el conjunto de novia perfecto para Anita.

Catherine siguió considerando los trajes de color crema en medio de la
boutique.
En aquel establecimiento, a diferencia de las tiendas que frecuentaba con Dakota, la ropa estaba dispuesta de manera que quedaba un espacio inmenso entre las prendas, ya que sólo había uno o dos conjuntos en cada perchero. Por lo visto, todo el mundo tenía el amor metido en la cabeza, desde Anita, pasando por Darwin y hasta Dakota. Bodas, bebés... todo era cuestión de sexo.

Sexo.

Catherine alzó la cabeza de golpe para mirar a Dakota, que la observaba, esperando.

—¿Enamorada? —preguntó Catherine, como si no estuviera demasiado segura del significado de la palabra. Y tal vez no lo estuviera—. ¿Qué quieres decir?

—He conocido a un chico —dijo Dakota, que apretó los labios y ladeó la cabeza en dirección a Anita, quien salía del probador con un frufrú, luciendo una falda de tafetán de color azul pastel y un conjunto de suéter y chaqueta de cachemira. Dakota le lanzó una mirada significativa que indicaba: «¡No digas nada!».

—Ay, chicas, no sé qué deciros de éste —comentó Anita mientras les hacía señas para que se acercaran al probador y se colocaba delante de un espejo triple.

—¿Vas a dar un baile o una barbacoa? —preguntó Dakota—. Pareces estar por todas partes. Te pruebas un traje de color crema que parece igual que los que te pones continuamente para ir a la tienda («¡Ah, mira, podría llamarte por teléfono!»; o «Espera, quizá lo haga, ya lo creo») y al cabo de un minuto tienes el mismo aspecto que si fueras al baile para la tercera edad. Y al decir tercera edad me refiero...

—¡Chitón, jovencita! —exclamó Anita, enfurruñada—. El hecho de que sepas hablar no significa que tengas que decir todas las majaderías que se te ocurren. —Anita se dio la vuelta frente al espejo—. ¿Catherine?

—Yo creo que deberíamos ir directamente a Kleinfeld —afirmó—. ¡Eres una novia! ¿Por qué no vas a ir a la tienda de novias más famosa de Nueva York y probarte hasta el último vestido que tengan? Voy a decirte, de una vez por todas, la clase de novia que quieres ser. Quizá lo que quieres en realidad es vestir de blanco en lugar de azul pastel. Entonces, partiremos de ahí.

Catherine aguardó hasta que la puerta del probador de Anita se cerró con un chasquido y entonces agarró a Dakota de la muñeca y la atrajo hacia sí.

—¿Lo sabe tu padre?

James no le había comentado nada cuando se encontraron para asistir a la terapia de grupo y Catherine estaba segura de que se lo habría contado si lo supiera. Uno de los mayores temores de James era que Dakota, al igual que su madre, se enamorase de un joven con mucha labia, pero inmaduro. Alguien que se largara si surgían problemas, es decir, un embarazo. Esto constituía también el legado de James a su hija.

Entre las socias del club no era ningún secreto que James tenía dificultades para aceptar que Dakota se estaba desarrollando. La joven les había expuesto con detalles lo mucho que él insistió en oponerse a que se mudara a la residencia de estudiantes. Y siguió llevando pasteles a las reuniones de vez en cuando, quejándose de que su padre no lo entendía. A pesar de todas las cosas que su madre había dejado —el testamento, un seguro de vida, la escritura del negocio, las disposiciones para la custodia, la manta de punto Georgia tejida por las socias del club—, ciertas cuestiones prácticas habían quedado desatendidas. Concretamente, una serie de instrucciones diciéndole a James cuándo estaría bien que Dakota tuviera una cita, por ejemplo, o una hora para el toque de queda que fuera más o menos normal. Había pasado de andar por ahí de puntillas durante los meses posteriores a la muerte de Georgia a intentar proteger a Dakota de todos los peligros posibles, incluida la falta de sueño. La joven no comprendía por qué en noveno curso tenía que irse a la cama más temprano de lo que lo hacía en séptimo. Pasar la noche fuera el día del baile del instituto supuso una prolongada negociación digna de una cumbre del G–8.

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