Read El asesinato de Rogelio Ackroyd Online
Authors: Agatha Christie
— ¡A la mayor gloria del inspector Raglán! —contesté solemne.
—Bien, bien —asintió Melrose. Se dirigió al detective—. Mr. Poirot, vamos a ponerle al corriente de los últimos detalles del caso.
—Gracias. Mi amigo, el doctor Sheppard, mencionó que las sospechas recaían en el mayordomo.
— ¡Pamplinas! —dijo Raglán al instante—. Todos los criados de la clase alta son tan susceptibles, que obran de un modo sospechoso sin motivo alguno.
— ¿Las huellas dactilares? —pregunté.
—No se parecen en nada a las de Parker. —Sonrió levemente y añadió—: Ni a las suyas ni a las de Mr. Raymond tampoco.
— ¿Qué me dicen de las del capitán Patón? —preguntó Poirot.
Despertó en mí cierta admiración secreta por su manera de coger el toro por los cuernos y vi asomar una mirada de respeto en los ojos del inspector.
—Veo que no deja usted que la hierba le crezca bajo los pies, Mr. Poirot. Será un verdadero placer trabajar con usted. Tomaremos las huellas dactilares de ese joven en cuanto le pongamos las manos encima.
—Creo que va por mal camino, inspector —señaló el coronel, un poco mosqueado—. Conozco a Ralph Patón desde que era un chiquillo. No llegaría nunca al asesinato.
—Tal vez no —repuso el inspector con voz serena.
— ¿Qué pruebas hay contra él? —inquirí.
—Anoche salió a las nueve. Se le vio en los alrededores de Fernly Park a eso de las nueve y media. Desde entonces ha desaparecido. Creemos que se encuentra en una difícil situación pecuniaria. Tengo aquí un par de sus zapatos, zapatos con tacones de goma. Tenía dos pares casi exactamente iguales. Voy a compararlos ahora con las huellas. La policía se ocupa de que nadie las toque.
—Vamos allá enseguida —dijo el coronel—. Usted y Mr. Poirot nos acompañarán, ¿verdad?
Aceptamos y subimos todos al automóvil del coronel. El inspector estaba tan ansioso por comparar inmediatamente las huellas, que pidió que le dejáramos bajar ante el cobertizo de la entrada. A medio camino entre éste y la casa, un sendero lleva a la terraza y a la ventana del despacho de Ackroyd.
— ¿Quiere usted ir con el inspector, Mr. Poirot? —preguntó el jefe de policía—. ¿O prefiere examinar el despacho?
Poirot escogió esto último. Parker nos abrió la puerta. Estaba sereno y se mostró sumamente respetuoso. Parecía haberse repuesto del pánico de la noche anterior.
El coronel sacó una llave de su bolsillo, abrió la puerta del pequeño vestíbulo y entramos en el despacho.
—Excepto el cuerpo, que ya se lo han llevado, Mr. Poirot, el cuarto está exactamente igual que anoche.
— ¿Dónde encontraron el cadáver? ¿Aquí?
Con toda la precisión posible, describí la posición de Ackroyd. El sillón continuaba delante del hogar.
Poirot se acercó al sillón y se sentó.
— ¿Dónde estaba la carta azul cuando dejó la habitación?
—Mr. Ackroyd la había dejado en esta mesita, a su derecha.
Poirot asintió.
—Aparte de eso, ¿estaba todo en su sitio?
—Creo que sí.
—Coronel Melrose, ¿tendría usted la bondad de sentarse en este sillón un minuto? Gracias. Ahora,
monsieur le docteur
, hágame el favor de indicarme la posición exacta de la daga.
Así lo hice, mientras él permanecía en el umbral.
—El puño de la daga era visible desde la puerta. Tanto usted como Parker lo vieron inmediatamente.
—Sí.
Poirot se acercó a la ventana.
— ¿La luz estaba encendida cuando descubrieron el cuerpo? —preguntó por encima del hombro.
Asentí y me acerqué a él mientras estudiaba las huellas de la ventana.
—Los tacones de goma son del mismo tipo que los de los zapatos del capitán —dijo.
Volvió al centro de la habitación. Su mirada experta lo escudriñó todo sin perder detalle.
— ¿Es usted buen observador, doctor Sheppard?
—Creo que sí —contesté sorprendido.
—Veo que había fuego en el hogar. Cuando usted echó la puerta abajo y encontró a Mr. Ackroyd muerto, ¿cómo estaba el fuego? ¿Bajo?
Solté una risita de mortificación.
—No puedo decírselo. No me fijé. Tal vez Mr. Raymond o el comandante Blunt...
El belga meneó la cabeza, sonriendo levemente.
—Hay que proceder siempre con método. He cometido un error de juicio al hacerle esta pregunta. A cada hombre su propia ciencia. Podrá usted darme los detalles del aspecto del paciente, nada le escaparía en ese terreno. Si deseara información sobre los papeles de esa mesa, Mr. Raymond habría notado lo que había que ver. Para saber el estado del fuego, debo preguntarlo al hombre cuyo deber consiste en observar esa clase de cosas. Con su permiso.
Se acercó a la chimenea y pulsó el timbre.
Parker se presentó en dos minutos.
— ¿Han llamado, señores?
—Entre, Parker —dijo Melrose—. Este caballero quiere preguntarle algo.
Parker mostró una respetuosa atención hacia Poirot.
—Parker, cuando usted echó abajo la puerta con el doctor Sheppard anoche y encontró a su amo muerto, ¿cómo estaba el fuego?
—Muy bajo, señor —contestó sin dilación—. Estaba casi apagado.
— ¡Ah! —profirió Poirot. La exclamación parecía triunfante. Después dijo—: Mire usted en torno suyo, mi buen Parker. ¿Se encuentra esta habitación exactamente como estaba entonces?
El mayordomo miró en derredor y después a las ventanas.
—Las cortinas estaban corridas, señor, y la luz encendida.
Poirot hizo una señal de aprobación.
— ¿Nada más?
—Sí, señor. Este sillón estaba algo mal colocado.
Señaló un sillón de orejas colocado a la izquierda de la puerta, entre ésta y la mesa. Diseñaré un plano del cuarto para mejor comprensión y marcaré el sillón con una X.
—Enséñeme cómo estaba.
El mayordomo apartó unos dos palmos el sillón de la pared, dándole media vuelta, de modo que el asiento estuviera frente a la puerta.
—
Voilá ce qui est curieux!
—murmuró Poirot—. Me parece que nadie se sentaría en un sillón colocado de ese modo. ¿Quién volvió a ponerlo en su sitio? ¿Usted, amigo mío?
—No, señor —dijo Parker—. Estaba demasiado trastornado después de ver al amo. Poirot me miró.
— ¿Fue usted, doctor?
Meneé la cabeza.
—Volvía a estar en su sitio cuando llegué con la policía, señor —apuntó Parker—. Estoy seguro de ello.
— ¡Curioso! —repitió Poirot.
—Raymond o Blunt pueden haberlo movido —sugerí—. Seguramente no tiene importancia.
—Ninguna. Por eso es tan interesante -—declaró Poirot.
—Dispénseme un minuto —dijo Melrose y salió del cuarto acompañado de Parker.
— ¿Cree usted que Parker dice la verdad? —pregunté.
—Respecto al sillón, sí. En otros detalles, lo ignoro. Descubrirá usted,
monsieur le docteur
, si se encuentra ante otros casos como éste, que todos tienen algo en común.
— ¿Qué?
—Todos los que andan mezclados en el asunto tienen algo que esconder.
— ¿Yo también? —pregunté sonriente.
Poirot me miró con atención.
—Creo que sí.
—Pero...
— ¿Me ha dicho usted todo lo que sabía del joven Patón? —Esbozó una sonrisa al ver mi confusión—. No tema usted. No insisto, porque me enteraré de todo a su debido tiempo.
—Quisiera que me hablara de sus métodos —manifesté precipitadamente para disimular mi desconcierto—. Por ejemplo, ¿lo del fuego?
— ¡Ah! Eso es muy sencillo. Usted dejó a Mr. Ackroyd a las nueve menos diez, ¿verdad?
—Sí, exacto.
—La ventana estaba cerrada y con el pestillo echado y la puerta abierta. A las diez y cuarto, cuando se descubre el cuerpo, la puerta está cerrada y la ventana abierta. ¿Quién la ha abierto? Se deduce que únicamente Mr. Ackroyd ha podido hacerlo y por uno de estos motivos: porque reinara en el cuarto un calor insoportable, pero puesto que el fuego estaba bajo y la temperatura sufrió un descenso notable anoche, hay que descartar tal posibilidad, o porque dejara entrar a alguien por ese lugar. Siendo así, debía de tratarse de una persona a la que conociera muy bien, ya que momentos antes había demostrado inquietud respecto a la ventana en cuestión.
—Parece muy sencillo.
—Todo es sencillo si se ordenan los hechos con método. Lo que nos interesa ahora es identificar a la persona que anoche se encontraba con él a las nueve y media. Todo señala que fue el individuo que se introdujo por la ventana y, aunque Mr. Ackroyd habló con miss Flora más tarde, no podemos esclarecer el misterio hasta saber quién era el visitante. La ventana podía haber quedado abierta después de franquear la entrada al asesino y éste introducirse en la estancia, o acaso la misma persona se introdujese otra vez. ¡Ah! Aquí tenemos al coronel.
Melrose estaba muy animado.
—Hemos comprobado por fin que la llamada al doctor Sheppard de anoche a las 10.15 no fue hecha desde aquí sino desde un teléfono público de la estación de King's Abbot. Y a las 10.23, el tren correo nocturno sale para Liverpool.
Nos miramos unos a otros.
—¿Supongo que hará usted averiguaciones en la estación? —dije.
—Por supuesto; pero no confío mucho en los resultados. Ya sabe cómo es esa estación.
En efecto, lo sabía. King's Abbot es un pueblecito, pero su estación es un nudo importante. La mayoría de los grandes expresos se detienen aquí. Se añaden o quitan vagones, se forman convoyes, Hay dos o tres cabinas de teléfonos públicos. A esa hora de la noche, llegan tres trenes de cercanías que enlazan con el expreso del norte, que llega a las 10.19 y sale a las 10.23.
En esos momentos la estación está en ebullición y hay pocas probabilidades de que destaque una persona determinada que esté telefoneando o subiendo al expreso.
— ¿Por qué telefonear? —preguntó Melrose—. Eso es lo que encuentro extraordinario. No tiene sentido.
Poirot acomodó un adorno de porcelana de una de las estanterías.
—No dude de que existe un motivo —afirmó por encima del hombro.
— ¿Pero cuál?
—Cuando sepamos eso, lo sabremos todo. Este caso es curioso y muy interesante.
Había algo indescriptible en su modo de pronunciar estas últimas palabras. Me pareció que consideraba el caso desde un ángulo especial y no logré adivinar el porqué.
Fue hasta la ventana y permaneció allí, mirando el exterior.
— ¿Dice usted que eran las nueve, doctor Sheppard, cuando encontró al forastero delante de la verja?
—Sí. Oí las campanadas del reloj de la iglesia.
— ¿Cuánto tiempo necesitaría el forastero para llegar a la casa, a esta ventana, por ejemplo?
—Cinco minutos por la parte exterior de la casa; dos o tres tan sólo si hubiese tomado el sendero de la derecha que lleva directamente hasta aquí.
—Para eso sería preciso que conociese el camino. ¿Cómo podría explicarse? Significaría que había estado aquí antes, que conocía el terreno.
—Es verdad —exclamó Melrose.
—Sin duda, podríamos averiguar si Mr. Ackroyd había recibido a algún forastero durante la semana pasada.
—El joven Raymond podrá decírnoslo —señalé.
—O Parker —sugirió Melrose.
—
Ou tous les deux
—añadió Poirot sonriente.
El coronel fue en busca de Raymond y llamó una vez más a Parker.
Melrose volvió en seguida acompañado del secretario. Le presentó a Poirot. Geoffrey estaba tan alegre y sereno como siempre. Pareció sorprendido y encantado de conocer en persona al belga.
—No tenía idea de que viviese usted entre nosotros de incógnito, Mr. Poirot. Será un gran privilegio verle trabajar. ¡Pero, qué hace!
Poirot había estado hasta entonces de pie a la izquierda de la puerta. De pronto, se apartó y vi que, mientras le daba la espalda, había apartado el sillón hasta colocarlo en la posición indicada por Parker.
— ¿Quiere usted que me siente en el sillón mientras me extrae una muestra de sangre? —preguntó Raymond de buen humor—. ¿Qué piensa usted hacer?
—Mr. Raymond, este sillón se encontraba así cuando encontraron a Mr. Ackroyd muerto. Alguien volvió a ponerlo en su sitio. ¿Fue usted?
—No, no fui yo —contestó el secretario sin vacilar—. No recuerdo siquiera que estuviese en esa posición. No obstante, debe de ser así, puesto que usted lo dice. Otra persona lo habrá cambiado de posición. ¿Han destruido alguna pista al hacerlo? ¡Qué lástima!
—No tiene importancia —dijo el detective—. Lo que deseo preguntarle es lo siguiente, Mr. Raymond: ¿Ha venido algún forastero a ver a Mr. Ackroyd durante esta última semana?
El secretario reflexionó un minuto o dos con el entrecejo fruncido y, durante la pausa, Parker se presentó en respuesta a la llamada.
—No —dijo Raymond—. No recuerdo a nadie. ¿Y usted, Parker?
— ¿Perdón, señor?
— ¿Vino algún extraño a ver a Mr. Ackroyd esta semana?
El mayordomo reflexionó unos segundos.
—Vino un joven el miércoles, señor. Creo que era de Curtís & Troute.
Raymond hizo un gesto de impaciencia.
—Lo recuerdo, pero este caballero no se refiere a esa clase de extraños.
Se volvió hacia Poirot.
—Mr. Ackroyd pensaba comprar un dictáfono —explicó—. Eso nos hubiera permitido hacer mucho más trabajo en menos tiempo. La firma en cuestión nos envió un representante, pero no llegamos a un acuerdo. Mr. Ackroyd no se decidió a comprarlo.