Read El asesinato de Rogelio Ackroyd Online
Authors: Agatha Christie
Charles Kent miraba al detective, vacilando.
—Parece usted enterado de muchas cosas, gallito extranjero. Tal vez recuerde que los diarios dicen que el viejo fue despachado entre las diez menos cuarto y las diez.
—Es verdad —convino Poirot.
—Sí, pero, ¿ocurrió realmente así? Eso es lo que me interesa saber.
—Este caballero se lo dirá —contestó Poirot. Señaló a Raglán. Éste vaciló, miró al superintendente Hayes, luego a Poirot y, finalmente, como si hubiese obtenido aprobación de éstos, dijo:
—Así fue, en efecto.
—Entonces no tienen por qué retenerme aquí —dijo Kent—. Estaba lejos de Fernly Park a las nueve y veinticinco. Pueden preguntarlo en The Dog & Whistle. Es un bar situado a una milla de Fernly Park, en la carretera de Cranchester. Recuerdo que armé un escándalo allí. No faltaría mucho para las diez menos cuarto. ¿Qué les parece eso?
Raglán hizo una anotación en su cuaderno.
— ¿Qué anota? —preguntó Kent.
—Se harán las gestiones necesarias —contestó el inspector—. Si usted ha dicho la verdad, no habrá motivo alguno para inculparlo. De todos modos, ¿qué hacía en Fernly Park?
—Fui a ver a alguien.
— ¿A quién?
—Eso es asunto mío.
—Más vale que conteste con cortesía —le avisó el superintendente.
— ¡Al infierno la cortesía! Fui allí por un asunto que me interesaba y no tengo que dar cuenta de ello a nadie. Lo único debe interesar a la poli es si yo estaba lejos cuando se cometió el crimen.
— ¿Se llama usted Charles Kent? —dijo Poirot—. ¿Dónde nació?
El hombre se le quedó mirando y se echó a reír.
—Soy inglés.
—Sí. Creo que lo es. Me parece que nació en el condado de Kent.
El hombre pareció asombrado.
— ¿Por qué? ¿Acaso por mi nombre? ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? ¿Es que un hombre que se llama Kent tiene que haber nacido necesariamente en ese condado?
—En determinadas circunstancias, imagino que sí —señaló Poirot—. ¡En determinadas circunstancias! ¿Me comprende usted?
Hablaba con un tono tan significativo, que los dos policías se sorprendieron. El rostro de Kent se puso rojo como un tomate y, durante un momento, creí que iba a saltar sobre Poirot. Lo pensó mejor y se volvió mientras reía para sus adentros.
Poirot inclinó la cabeza como si estuviera satisfecho y salió de la estancia. Los dos policías no tardaron en reunirse con él.
—Comprobaremos su declaración —observó Raglán—. No creo que mienta, pero tendrá que decir qué hacía en Fernly Park. Me parece que hemos cogido a nuestro chantajista. Por otra parte, si su historia es verídica, no pudo cometer el crimen. Llevaba diez libras encima cuando fue detenido. Creo que las cuarenta libras que han desaparecido han ido a parar a sus manos. Los números de los billetes no corresponden, pero lo primero que haría sería cambiarlos. Mr. Ackroyd debió de dárselo y él se largó con el dinero sin perder tiempo. ¿Qué es eso de que ha nacido en Kent? ¿Qué tiene que ver con el asunto?
—Nada en absoluto —dijo Poirot con voz suave—. Es una idea mía, nada más. Soy famoso por mis pequeñas ideas.
— ¿De veras? —replicó Raglán, mirándole con asombro.
El superintendente se echó a reír ruidosamente.
—Más de una vez he oído al inspector Japp hablar de las ideas de Mr. Poirot. Demasiado fantasiosas para mi gusto, dice, pero siempre hay algo en ellas.
—Usted se burla de mí —contestó Poirot, sonriendo—. Tanto da. Algunas veces, los viejos nos reímos cuando los jóvenes inteligentes no tienen ganas de hacerlo.
Se despidió de ellos con una inclinación de cabeza y salió a la calle.
Almorzamos juntos en un restaurante. Ahora me consta que lo sabía todo y que poseía el último indicio que necesitaba para alcanzar la verdad.
Pero entonces yo no sospechaba esa particularidad. Desconfiaba de su perspicacia y creía que las cosas que me desconcertaban producían el mismo efecto sobre él.
Lo que no comprendía era lo que Charles Kent había ido a hacer a Fernly Park. Una y cien veces me hacía esa pregunta sin encontrar contestación satisfactoria. Por último, me arriesgué a participar mis dudas a Poirot. Su respuesta no se hizo esperar.
—
Mon ami
, yo no pienso. Sé.
— ¿De veras? —manifesté con incredulidad.
—Sí, de veras. Supongo que no me comprenderá si le digo que él fue aquella noche a Fernly Park porque nació en Kent.
Me quedé mirándole.
—No comprendo nada —repliqué secamente.
— ¡Ah! —dijo Poirot, compadecido—. Tanto da. Yo tengo mi pequeña idea.
Al día siguiente, Raglán me detuvo delante de mi casa cuando regresaba de mis visitas.
—Buenos días, doctor Sheppard. Oiga, la coartada de aquel hombre resultó cierta.
— ¿La de Charles Kent?
—Sí. La camarera de The Dog & Whistle, Sally Jones, le recuerda perfectamente. Escogió su fotografía de entre cinco. Eran las diez menos cuarto cuando entró en el bar y éste se encuentra a más de una milla de Fernly Park. La muchacha dice que llevaba bastante dinero. Le vio sacar un fajo de billetes del bolsillo. Eso la sorprendió por tratarse de un individuo que llevaba unas botas destrozadas. Al fin sabemos dónde fueron a parar las cuarenta libras.
— ¿Rehusa decir por qué había ido a Fernly Park?
—Es más obstinado que una muía. He hablado con Hayes por teléfono esta mañana.
—Poirot dice que sabe por qué motivo ese hombre estaba allí aquella noche —observé.
— ¿De veras? —exclamó el inspector con interés.
—Sí —repliqué maliciosamente—. Dice que fue porque nació en Kent.
Me produjo un inconfundible placer transferirle algo de mi propia confusión.
Raglán me miró un momento como si no comprendiera. Después, una sonrisa apareció en su rostro de comadreja y se llevó un dedo a la sien.
—Está un poco ido de aquí. Hace tiempo que lo pienso. Pobre hombre. Por eso tuvo que abandonarlo todo y venirse a vivir aquí, Es hereditario, seguro. Tiene un sobrino completamente chinado.
— ¿Poirot?
—Sí. ¿No se lo ha dicho nunca? Creo que es inofensivo, pero está loco de remate.
— ¿Quién se lo dijo?
Una vez más apareció una sonrisa en el rostro de Raglán.
—Su hermana, miss Sheppard, me lo contó, doctor.
Caroline es verdaderamente asombrosa. No se da reposo hasta conocer los últimos detalles de los secretos familiares de uno. Por desgracia, no he logrado nunca inculcarle la decencia de guardarlos para ella.
—Suba usted, inspector. —Abrí la puerta de mi coche—. Iremos a The Larches con el fin de transmitir a nuestro amigo belga las últimas noticias.
—Conforme. Después de todo, aunque está un poco trastornado, la pista que me dio en el asunto de las huellas dactilares resultó muy útil.
Poirot nos recibió con su cortesía habitual. Escuchó la información que le traíamos, asintiendo de vez en cuando.
—Parece verosímil, ¿verdad? —dijo el inspector un tanto lúgubre—. ¡Un individuo no puede asesinar a alguien en un sitio mientras bebe en la barra de un establecimiento emplazado a una milla de distancia!
— ¿Van ustedes a ponerle en libertad?
—No sé que otra cosa íbamos a hacer. Detenerle bajo la acusación de extorsión no es factible. No se puede probar nada.
El inspector arrojó una cerilla en la parrilla de la chimenea sin fijarse en lo que hacía. Poirot la recogió y la guardó en el pequeño recipiente destinado a ese fin. Sus acciones eran totalmente automáticas. Comprendí que sus pensamientos estaban en otro sitio.
—En su lugar no soltaría todavía a Charles Kent.
— ¿Qué quiere usted decir?
—Como lo oye. No le soltaría todavía.
—Usted no creerá que tiene nada que ver con el crimen, ¿verdad?
—Es probable que no, pero no se puede estar seguro todavía.
— ¿No acabo de decirle que...?
Poirot levantó una mano en señal de protesta.
—
Mais oui, mais oui!
Le he oído. No soy sordo ni tonto, gracias a Dios, pero usted parte de una premisa equivocada.
El inspector le miró sin indulgencia.
—No sé por que lo dice. Mire usted, sabemos que Mr. Ackroyd aún vivía a las diez menos cuarto. Usted mismo lo admite, ¿verdad?
Poirot le miró por un momento y después sacudió la cabeza mientras sonreía.
—No admito nada que no esté comprobado.
—Tenemos pruebas de sobra. Tenemos la declaración de miss Flora Ackroyd.
— ¿De que dio las buenas noches a su tío? Yo no creo siempre lo que una señorita me dice, aunque sea encantadora y hermosa.
—Pero por el amor de Dios, Parker la vio salir de la estancia.
—No —la voz de Poirot sonó con decisión—. Eso es precisamente lo que no vio. Hice un pequeño experimento el otro día, ¿lo recuerda usted, doctor? Parker la vio frente a la puerta, con la mano en el picaporte. No la vio salir de la habitación.
— ¿Dónde estaba entonces?
—Tal vez en la escalera.
— ¿En la escalera?
—Sí, es una de mis pequeñas ideas.
—Pero esa escalera sólo lleva al dormitorio de Mr. Ackroyd.
—Precisamente.
El inspector estaba totalmente desconcertado.
— ¿Usted cree que había estado en el dormitorio de su tío? Pues si era así, ¿por qué decir una mentira en vez de la verdad?
—Ésa es la cuestión. Todo depende de lo que hiciera allí.
— ¿Se refiere usted al dinero? Vamos hombre, no me dirá usted que miss Ackroyd fue la que robó esas cuarenta libras.
—No sugiero nada —replicó Poirot—, pero le recordaré lo siguiente. La vida no era muy fácil para madre e hija. Había facturas, constantes problemas por pequeñas sumas de dinero. Roger Ackroyd era un hombre peculiar cuando se trataba de dinero. Es posible que la muchacha se viera apurada por una cantidad relativamente pequeña. Imagínese entonces lo que ocurre. Coge el dinero, baja por la escalera. Cuando está a medio camino, oye el ruido del tintineo de unos vasos en el vestíbulo. Sabe quién es. Parker que se dirige al despacho con la bandeja. Es preciso que éste no la vea. Parker lo recordaría. Si se descubre la falta del dinero, el mayordomo no dejaría de mencionar que la había visto bajar del piso superior. Tiene el tiempo preciso para correr hasta la puerta del despacho y poner la mano en el picaporte para demostrar que sale, cuando Parker aparece en el umbral de la puerta. Dice lo primero que le viene a la mente, repitiendo la orden que su tío había dado a primeras horas de aquella misma noche, y sube a su dormitorio.
—Sí, pero después —insistió el inspector— tuvo que comprender la importancia de decir la verdad. ¡Caramba! Todo da vueltas en torno a ese punto.
—Después de eso, miss Flora se encuentra en una situación algo delicada. Le dicen que la policía está en la casa y que ha habido un robo. Naturalmente, llega a la conclusión de que se ha descubierto el robo del dinero. No tiene otra idea mejor que repetir su historia. Cuando se entera de que su tío está muerto, le sobrecoge el pánico. Las muchachas no se desmayan hoy día, monsieur, sin un motivo sobrado.
Eh bien!
Ahí lo tiene. Se ve obligada a repetir su historia o confesarlo todo, y a una muchacha joven y bonita no le gusta admitir que es una ladrona, sobre todo delante de las personas cuya estimación desea conservar.
Raglán demostró su disconformidad dando un tremendo puñetazo en la mesa.
—No lo creo —dijo—. No es creíble. ¿Y usted ha sabido todo esto desde el principio?
—La posibilidad ha estado en mi pensamiento desde el primer día —admitió Poirot—. Siempre he estado convencido de que mademoiselle Flora nos ocultaba algo. Para mi satisfacción, hice el pequeño experimento que acabo de explicarle. El doctor Sheppard me acompañó.
—Me dijo usted que se trataba de Parker —observé amargamente.
—
Mon ami
, yo le contesté entonces que había que decir algo.
El inspector se levantó.
—Sólo nos queda una cosa por hacer —declaró—. Debemos hablar con la muchacha. ¿Me acompaña usted a Fernly Park, Mr. Poirot?
—Por supuesto. El doctor Sheppard nos llevará en su coche.
Acepté sin hacerme rogar.
Preguntamos por miss Ackroyd y nos introdujeron en la sala del billar. Flora y Blunt estaban sentados en la banqueta al lado de la ventana.
—Buenos días, miss Ackroyd —dijo el inspector—. ¿Podemos hablar un momento con usted a solas?
Blunt se levantó en el acto y se alejó en dirección a la puerta.
— ¿De qué se trata? No se vaya, comandante Blunt. Puede quedarse, ¿verdad? —le preguntó al inspector.
—Como usted quiera. Hay una pregunta o dos que es mi deber hacerle, señorita, pero preferiría que fuese en privado y me parece que usted también lo preferiría.
Flora le miró fijamente, palideciendo. Se volvió hacia Blunt.
—Quédese, se lo ruego. Sea lo que fuere lo que el inspector tiene que decirme, deseo que lo oiga.
Raglán se encogió de hombros.
— ¡Puesto que usted se empeña! Bien, miss Ackroyd, Mr. Poirot, aquí presente, acaba de sugerirme algo. Dice que usted no estuvo en el despacho el viernes por la noche, que no dio las buenas noches a Mr. Ackroyd y que bajaba la escalera que lleva al dormitorio de su tío cuando oyó a Parker atravesar el vestíbulo.
La mirada de Flora se posó en Poirot. Éste le hizo una señal afirmativa.
—Mademoiselle, el otro día, cuando estábamos sentados en torno a la mesa, le imploré que se mostrara franca conmigo. Lo que uno no dice a papá Poirot, él lo descubre. Era eso, ¿verdad? Mire, le facilito la contestación. ¿Tomó usted el dinero? ¿Sí o no?
— ¿El dinero? —repitió Blunt severo.
Hubo un silencio que duró un minuto.
Flora se levantó.
—Monsieur Poirot tiene razón —confesó finalmente—. Tomé el dinero. Robé. Soy una ladrona. Sí, una vulgar ladrona. ¡Ahora ya lo saben! Me alegro de que se sepa. Estos últimos días han sido una pesadilla. —Se sentó bruscamente y escondió el rostro entre las manos. Habló con voz ahogada por los dedos—. No saben lo que mi vida ha sido desde que vine aquí. Deseaba cosas, hacía planes, mentía, hacía trampas, amontonaba las facturas, prometiendo pagar. ¡Oh! Me odio cuando pienso en ello. Eso es lo que nos unió a Ralph y a mí. ¡Ambos éramos débiles! Le comprendía y le tenía lástima porque en el fondo soy igual que él. No éramos bastante fuertes para luchar. Somos débiles, unos seres despreciables.