El asesinato de Rogelio Ackroyd (5 page)

BOOK: El asesinato de Rogelio Ackroyd
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— ¿Qué ocurre?

Ackroyd permaneció en silencio unos momentos. Parecía no saber cómo empezar. Cuando habló, su pregunta me cogió por sorpresa, pues era lo último que esperaba oír de su boca.

—Sheppard, usted cuidó a Ashley Ferrars durante su última enfermedad, ¿verdad?

—Sí.

Pareció encontrar mayor dificultad aún en formular la siguiente pregunta.

— ¿No se le ocurrió nunca que le hubiesen envenenado?

Guardé silencio durante unos momentos. Decidí entonces explicar lo que sabía. Roger no es como mi hermana Caroline.

—Voy a decirle la verdad —confesé—. Entonces no tuve la menor sospecha, pero luego, en fin, lo que me dijo mi hermana me dio que pensar. Desde entonces, no he dejado de darle vueltas. Pero tenga en cuenta que no poseo pruebas.

—Fue envenenado —afirmó Ackroyd con voz apagada,

— ¿Por quién? —pregunté inmediatamente. :

—Por su esposa.

— ¿Cómo lo sabe?

—Me lo dijo ella. -

— ¿Cuándo?

— ¡Ayer! ¡Dios mío! ¡Ayer! ¡Me parece que hace diez años!

Esperé un momento y Ackroyd continuó:

—Verá usted, Sheppard, le digo esto confidencialmente. Nadie debe saberlo. Deseo su consejo. No puedo llevar este peso solo. Tal como acabo de decirle, no sé qué debo hacer.

—Puede usted contármelo todo. No estoy enterado de nada. ¿Cómo es que Mrs. Ferrars le hizo esa confesión?

—Hace tres meses, le pedí a Mrs. Ferrars que se casara conmigo. Rehusó, insistí y consintió finalmente, pero no permitió que se hiciera público el compromiso hasta haber transcurrido un año de la muerte de su esposo. Ayer fui a verla, le recordé que hacía un año y tres semanas que su esposo había muerto y que nada se oponía a que hiciéramos público el compromiso. Hacía días que me había fijado en su extraña actitud. De pronto, sin el menor aviso, me lo confesó todo, presa del mayor abati-miento. Habló de su odio hacia su brutal esposo, de su amor por mí y de la horrible solución que encontró. ¡El veneno! ¡Dios mío! ¡Fue un asesinato a sangre fría!

Vi la repulsión y el horror reflejados en el rostro de Ackroyd del mismo modo en que debió verlos Mrs. Ferrars. Ackroyd no es de esos enamorados exaltados que lo excusan todo llevados por su pasión. Es un buen ciudadano. Sus profundas convicciones morales y su respeto a la ley le apartaron sin duda de ella en el terrible momento de la revelación.

— ¡Me lo confesó todo! —repitió en voz baja—. Había alguien que lo sabía también desde el principio, alguien que la chantajeaba, exigiendo importantes cantidades. Fue esa tensión la que la llevó al borde de la locura

— ¿Quién es ese nombre?

De pronto surgió ante mis ojos el cuadro de Ralph Patón y de Mrs. Ferrars en íntimo conciliábulo y, por un momento, sentí un ramalazo de ansiedad. ¡Y si...! ¡Pero era imposible! Recordé la franqueza del saludo de Ralph aquella misma tarde. ¡Era absurdo!

—No quiso decirme su nombre —dijo Ackroyd lentamente—. No precisó tampoco que se tratara de un hombre, pero desde luego...

—Claro —interrumpí—. Debe de haber sido un hombre. ¿Sospecha usted de alguien?

Por toda respuesta, Ackroyd lanzó un gruñido y se llevó las manos a la cabeza.

— ¡No puede ser! Me vuelve loco pensar algo así. No, ni siquiera a usted le diré la disparatada sospecha que ha pasado por mi cabeza. No añadiré más que esto. Algo que ella me dijo me hizo pensar que la persona en cuestión se encuentra actualmente bajo mi techo, pero es imposible. Debo estar equivocado.

— ¿Qué le contestó usted?

— ¿Qué podía decirle? Comprendió, desde luego, el golpe que yo había recibido. Surgió entonces la cuestión de saber cuál era mi deber. Ella acababa de hacerme cómplice suyo de aquel crimen. Se dio cuenta de todo antes que yo, pues estaba anonadado. Me pidió veinticuatro horas de plazo, me hizo prometer que no haría nada hasta transcurridas esas horas y rehusó terminantemente darme el nombre del chantajista que la había estado desangrando. Supongo que temía que fuera a encararme con él y lo descubriera todo. Me dijo que tendría noticias suyas antes de veinticuatro horas. ¡Dios mío! Le juro, Sheppard, que nunca pensé en que pudiera suicidarse. ¡Yo la impulsé a matarse!

— ¡No, no! No exagere usted las cosas. Usted no es responsable de su muerte.

—La cuestión es ¿qué voy a hacer? La pobre mujer ha muerto. ¿Por qué resucitar cosas pasadas?

—Estoy de acuerdo con usted.

—Pero queda otro asunto. ¿Cómo voy a desenmascarar al rufián que la impulsó a matarse de un modo tan inexorable como si la hubiese matado él mismo? Conocía su primer crimen y se cebó en ella como un buitre. Ella ha pagado el precio de su delito. ¿Acaso él quedará impune?

—Comprendo. Usted quiere desenmascararle. Pero no debe olvidar que eso daría publicidad al asunto.

—He pensado en ello. Le he dado mil y una vueltas.

—Estoy de acuerdo con usted en que el truhán ha de recibir un castigo, pero hay que pensar en las consecuencias.

Ackroyd se levantó y se paseó por la habitación. Al cabo de unos segundos, se dejó caer nuevamente en una silla.

—Mire usted, Sheppard, dejémoslo así. Si no sabemos nada por ella, no daremos ningún paso.

— ¿Qué quiere usted decir? —pregunté con curiosidad.

—Tengo la impresión de que ha dejado un mensaje para mí antes de morir.

Meneé la cabeza.

— ¿Le ha dejado una carta o algún tipo de mensaje?

—Estoy seguro de que sí, Sheppard. Y lo que es más: sospecho que, al escoger la muerte, deseó que se supiera todo, aunque sólo fuera para verse vengada del hombre que la llevó a la desesperación. Creo que, de haberla visto entonces, me hubiese dicho su nombre, encargándome que le persiguiera.

Me miró fijamente.

— ¿No cree usted en los presentimientos?

—Sí, sí, desde luego. Si, como usted dice, se recibiera algo de ella...

Callé. La puerta se abrió silenciosamente y Parker entró con una bandeja, en la que había algunas cartas.

—El correo de la noche, señor —dijo acercando la bandeja a Ackroyd.

Después recogió las tazas del café y se alejó.

Mi atención, alejada por un momento de Ackroyd, volvió a concentrase en él. Miraba como hipnotizado un sobre azul largo y estrecho. Había dejado caer las otras cartas al suelo.

—Su letra —dijo en un murmullo—. Debió de salir y echarla al correo anoche, antes... antes...

Abrió el sobre y sacó de éste una hoja de papel grueso. Levantó la vista rápidamente.

— ¿Está seguro de haber cerrado la ventana?

—Segurísimo —dije sorprendido—. ¿Por qué?

—He tenido toda la noche la extraña sensación de que me vigilaban, de que me espiaban. ¿Qué es eso?

Se volvió bruscamente y le imité. A ambos nos había parecido oír un leve ruido en la puerta, como si alguien moviera el pomo. Me puse en pie y abrí la puerta. No había nadie.

—Son los nervios —murmuró Ackroyd.

Desdobló la hoja de papel y leyó en voz baja:

«Mi amado, mi bien amado Roger: Una vida exige otra, lo comprendo, lo he leído en tu cara esta tarde y estoy tomando el único camino que me queda. Te dejo el encargo de castigar a la persona que ha hecho un infierno de mi vida durante el último año. No he querido decirte antes su nombre, pero pienso escribírtelo ahora. No tengo hijos ni parientes en qué pensar y no temo la publicidad. Si puedes, Roger, querido Roger, perdóname el mal que te quise hacer, puesto que al llegar la hora, no me vi con ánimo para realizar...»

Ackroyd, con el dedo puesto para doblar la página, se detuvo.

—Perdóneme, Sheppard —dijo con voz temblorosa—, pero debo leer esto a solas. Lo escribió para mí personalmente.

Guardó la carta en el sobre y lo dejó en la mesa.

—Más tarde, cuando esté solo...

—No —grité impulsivamente—. Léala ahora.

Ackroyd me miró con sorpresa.

—Dispénseme —dije, enrojeciendo—. No quise decir que la leyera en voz alta, pero léala mientras estoy aquí.

Ackroyd meneó la cabeza.

—Prefiero esperar.

Algún motivo oculto me obligó a insistir.

—Cuando menos, lea el nombre del culpable.

Pero Ackroyd es tozudo. Cuanto más se le insiste para que haga una cosa, menos dispuesto está a dejarse convencer. Todos mis argumentos fueron en vano.

Habían entrado el correo a las nueve menos veinte. A las nueve menos diez, le dejé con la carta por leer. Vacilé con la mano en el picaporte, mirando hacia atrás y preguntándome si olvidaba algo. No recordé nada. Meneando la cabeza, salí y cerré la puerta.

Me sobresalté al ver a Parker a mi lado. Parecía cohibido y se me ocurrió que tal vez había estado escuchando detrás de la puerta. Aquel hombre tenía un rostro ancho y grasiento, en el cual brillaban unos ojillos de mirada viva.

—Mr. Ackroyd desea que no se le moleste —-dije fríamente—. Me ha encargado que se lo dijera.

—Muy bien, señor. Creí haber oído el timbre. ;

Era una mentira tan burda, que no me tomé la molestia de contestarle. En el vestíbulo, Parker me ayudó a ponerme el abrigo y salí a la calle. La luna se había escondido. La oscuridad era total y reinaba el más profundo silencio.

En el reloj del campanario de la iglesia daban las nueve cuando traspasé la verja de la mansión. Me encaminé a la izquierda, hacia el pueblo, y casi tropiezo con un individuo que se acercaba en la dirección opuesta.

— ¿Es éste el camino de Fernly Park, caballero? —preguntó el desconocido con voz ronca.

Le miré. Llevaba un sombrero caído sobre los ojos y el cuello de la americana vuelto hacia arriba. No veía sus facciones, pero parecía ser joven. Su voz era áspera y vulgar.

—Aquí está la entrada —dije.

—Gracias, señor. —Vaciló y después, sin venir a cuento, añadió—: Soy forastero, ¿sabe usted?

Se alejó y le vi cruzar la verja cuando le seguí con la mirada.

Lo más curioso fue que su voz me recordó a la de alguien conocido, pero sin que pudiera precisar quién. Diez minutos después llegaba a casa. Caroline estaba muerta de curiosidad por saber el motivo de mi regreso anticipado. Inventé un relato apropiado de los acontecimientos de la velada con el fin de satisfacer su curiosidad, pero tuve la desagradable impresión de que se daba cuenta del engaño.

A las diez me levanté, bostecé y hablé de irme a la cama. Caroline declaró que haría otro tanto.

Era viernes por la noche y los viernes doy cuerda a los relojes de la casa. Lo hice como de costumbre mientras Caroline se cercioraba de que las criadas habían cerrado las puertas.

Eran las diez y cuarto cuando subimos la escalera. Ya casi estaba en el piso superior cuando el teléfono sonó abajo en el vestíbulo.

—Mrs. Bates —dijo Caroline.

—Lo suponía —contesté desconsolado.

Corrí escaleras abajo y atendí la llamada.

— ¿Qué? ¡Qué! Desde luego. Voy enseguida.

Subí corriendo a mi cuarto, recogí mi maletín y puse unos cuantos vendajes suplementarios en el interior.

—Parker ha telefoneado —le grité a Caroline—. Desde Fernly Park. Acaban de encontrar asesinado a Roger Ackroyd.

Capítulo V
-
Crimen

Saqué mi coche en un segundo y me dirigí a Fernly Park. Bajé de un salto y toqué el timbre impaciente. Tardaban en abrirme, volví a llamar.

Oí entonces el ruido de la cadena y Parker, impasible como siempre, apareció en el umbral.

Le aparté y penetré en el vestíbulo.

— ¿Dónde está? —pregunté secamente.

—Dispense, señor.

—Su amo, Mr. Ackroyd. No se quede mirándome de ese modo, hombre. ¿Ha avisado a la policía?

—¿La policía, señor? ¿Ha dicho la policía? —Parker me miraba como si viera un aparecido.

— ¿Qué le pasa, Parker? Si, como dice usted, su amo ha sido asesinado...

Parker lanzó una exclamación ahogada.

— ¿El amo? ¿Asesinado? ¡Imposible!

— ¿No me ha telefoneado usted, hace cinco minutos, para decirme que habían encontrado asesinado a mister Ackroyd?

— ¿Yo, señor? ¡De ninguna manera! ¡Jamás se me ocurriría hacer algo así!

— ¿Quiere usted decir que se trata de una broma de mal gusto? ¿Que no le ha sucedido nada a Mr. Ackroyd?

—Dispense usted, señor. ¿Ha dado mi nombre la persona que ha telefoneado?

—Voy a repetirle sus palabras textualmente: « ¿El doctor Sheppard? Soy Parker, el mayordomo de Fernly Park. ¿Quiere usted venir inmediatamente, señor? Mr. Ackroyd ha sido asesinado.»

Parker y yo nos miramos, atónitos.

— ¡Es una broma de muy mal gusto, señor! —opinó el mayordomo con voz indignada—. ¡Decir semejante cosa!

— ¿Dónde está Mr. Ackroyd?

—Creo que sigue en el despacho, señor. Las señoras se han ido a dormir y el comandante Blunt y Mr. Raymond están en la sala del billar.

—Voy a verle un momento. Sé que no quería que se le molestara, pero esta extraña broma me tiene intranquilo. Quiero comprobar personalmente que está bien.

—Sí, señor. Yo también me siento inquieto. Si no tiene usted inconveniente en que le acompañe hasta la puerta, señor...

—Claro que no. Venga conmigo.

Salí por la puerta de la derecha y, con Parker pisándome los talones, crucé el vestíbulo pequeño, donde una corta escalera lleva al dormitorio de Ackroyd, y llamé a la puerta del despacho.

Al no obtener respuesta, di la vuelta al picaporte, pero la puerta estaba cerrada.

—Permítame, señor —dijo Parker.

Con una agilidad insospechada en un hombre de su corpulencia, se dejó caer de rodillas y acercó el ojo a la cerradura.

—La llave está puesta por dentro, señor —dijo, levantándose—. Mr. Ackroyd debió de encerrarse y es posible que se haya dormido.

Me incliné y comprobé la exactitud de la aserción de Parker.

—Está bien. Pero, de todos modos, voy a despertar a su amo. No me iré tranquilo a casa hasta saber de sus labios que está sin novedad. —Moví el picaporte al tiempo que llamaba: — ¡Ackroyd! ¡Ackroyd! ¡Abra un momento nada más!

Tampoco entonces obtuve respuesta. Miré por encima del hombro.

—No quisiera sembrar la alarma en la casa —le dije a Parker, vacilando.

El mayordomo fue a cerrar la puerta del vestíbulo principal.

—Así no oirán nada, señor. La sala del billar se encuentra al otro lado de la casa, al igual que las dependencias y los dormitorios de las señoras.

Hice una señal de asentimiento y volví a dar golpes en la puerta, gritando todo lo que pude por el ojo de la cerradura:

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