El asesinato de Rogelio Ackroyd (11 page)

BOOK: El asesinato de Rogelio Ackroyd
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—Inglaterra es muy hermosa —afirmó Poirot, abarcando el paisaje con la vista. Sonrió y prosiguió—: También lo son las muchachas inglesas. —Bajó el tono—. Chitón, amigo mío, mire el bonito cuadro que se presenta a nuestros pies.

Entonces fue cuando vi a Flora. Llegaba por el sendero que acabábamos de dejar y tarareaba una canción. Bailaba más bien que andaba y, a pesar de su vestido negro, su actitud denotaba alegría. Hizo una pirueta sobre la punta de los pies y sus vestidos negros flotaron en torno suyo. Al mismo tiempo echó atrás la cabeza y se puso a reír.

En aquel momento, un hombre surgió de entre los árboles. Era Héctor Blunt.

La muchacha se quedó mirándole y su expresión cambió ligeramente.

—Me ha asustado usted. No le había visto.

Blunt no dijo nada. Miró a la joven durante un par de minutos sin abrir la boca.

—Lo que me gusta en usted —dijo Flora con algo de malicia— es su alegre conversación.

Me pareció ver a Blunt ruborizarse muy ligeramente. Cuando habló, su voz sonó distinta, con acento de humildad.

—Nunca he sido un gran orador, ni cuando era joven.

—De eso hace muchos años, supongo —dijo Flora gravemente.

Me fijé en su risita ahogada, pero me dio la sensación de que Blunt no se daba cuenta.

—Sí. Muchos años.

— ¿Qué efecto produce ser un Matusalén? —preguntó Flora.

Esta vez la risa era más aparente, pero Blunt estaba ensimismado.

— ¿Recuerda usted a aquel individuo que vendió su alma al diablo para recobrar la juventud? Hay una ópera sobre esta historia.

— ¿Habla de Fausto?

—Eso mismo. Bonita historia. Algunos de nosotros lo haríamos si fuese posible.

—Cualquiera diría, al oírle, que usted se cae de viejo —exclamó Flora entre irritada y divertida.

Blunt hizo una pausa. Aparto luego la mirada de Flora y mientras observaba un árbol situado a algunos pasos, dijo que ya era hora de regresar a África.

— ¿Va usted a preparar una nueva expedición de caza?

—Sí, es mi ocupación usual.

—Usted mató al animal cuya cabeza adorna el vestíbulo, ¿verdad?

Blunt asintió con un gesto y dijo vacilando:

— ¿Le gustaría recibir algunas pieles? En ese caso se las enviaría.

— ¡Oh, sí, gracias! —exclamó Flora—. ¿Se acordará usted?

—No lo olvidaré —prometió Blunt, añadiendo en un arranque de confianza—: Es hora de que me vaya. Esta vida no está hecha para mí. No sé adaptarme a ella. Soy un hombre rudo que no ha sabido adaptarse a la sociedad en que vive. No recuerdo nunca lo que conviene decir según las ocasiones. Sí, es hora de que me vaya.

—Pero usted no se irá enseguida —exclamó Flora— Ahora que estamos tan trastornados. ¡Por favor, si usted se va...! —Se volvió un poco.

— ¿Desea usted que me quede? —preguntó Blunt.

Hablaba deliberadamente, pero con gran sencillez.

—Todos nosotros lo deseamos.

—Hablo de usted en particular —dijo Blunt con gran franqueza.

Flora lo miró fijamente.

—Deseo que usted se quede. Si eso representa alguna diferencia.

—Representa toda la diferencia del mundo.

Hubo un momento de silencio. Se sentaron en el banco de piedra, delante del estanque de los pececillos dorados. Era evidente que ninguno de los dos sabía qué decir.

— ¡El día es precioso! —declaró Flora—. ¿Sabe? Me siento feliz a pesar de todo. Es horrible, ¿verdad?

—Es muy natural. Usted no había visto a su tío hasta hace un par de años. Es lógico que no sienta una pena inmensa. También es lógico ser sincero con uno mismo.

—Hay algo en usted que irradia consuelo —continuó Flora—. Explica las cosas de una forma tan sencilla.

—Es que, por regla general, todo es sencillo —replicó el cazador.

—No siempre.

La muchacha había bajado la voz y vi cómo Blunt se volvía a mirarla. Era evidente que tradujo a su modo su cambio de tono, puesto que después de una breve pausa dijo de un modo bastante brusco:

—No se preocupe usted. Al muchacho no va a pasarle nada. El inspector es un asno. Todo el mundo lo sabe. Es absurdo pensar que pueda haberlo hecho. Eso es obra de un ladrón cualquiera. No hay otra explicación.

— ¿Usted lo cree así? —Flora se volvió para mirarle.

— ¿Y usted no?

—Yo sí, claro.

Hubo una nueva pausa. De pronto, Flora exclamó:

—Voy a confesarle por qué me siento tan feliz esta mañana. Aunque me tache de mujer sin corazón, prefiero decírselo. Es porque ha venido el notario, Mr. Hammond. Nos ha hablado del testamento. El tío Roger me ha dejado veinte mil libras. Piénselo. Veinte mil hermosas libras.

Blunt pareció sorprendido.

— ¿Tanto representan para usted?

— ¡Que si representan! Pues lo son todo: libertad, vida, el fin de tantas maquinaciones, mentiras y miserias.

— ¿Mentiras? —dijo Blunt con voz adusta.

Flora vaciló un momento.

—Ya sabe usted a qué me refiero —explicó finalmente—. Eso de fingir que se agradece la ropa usada que los parientes ricos le regalan a una, los trajes y los sombreros del año anterior.

—No entiendo de vestidos de mujeres, pero hubiera dicho que usted viste siempre muy elegante.

—Caro lo pago —dijo Flora en voz baja—. No hablemos de esas cosas que me asquean. Soy tan feliz y libre. Libre de hacer lo que quiera. Libre de no...

Se detuvo de pronto.

— ¿Libre de qué? —se apresuró a preguntar Blunt.

—Lo he olvidado. Nada importante.

Blunt tenía un bastón en la mano y lo metió en el estanque, tratando de alcanzar algo.

— ¿Qué está usted haciendo, comandante?

—Hay algo brillante más abajo. No sé qué será. Parece un broche de oro. He removido el barro y ha desaparecido.

—Tal vez sea una corona —sugirió Flora—, como la que Melisanda vio en el agua.

— ¡Melisanda! —murmuró Blunt—. Es un personaje de ópera, ¿verdad?

—Sí. Usted parece saber mucho sobre ópera.

—Tengo amigos que me invitan a veces —explicó el cazador con tono melancólico—. Extraño modo de divertirse. Arman un ruido peor que los indígenas con sus tam-tam.

Flora se echó a reír.

—Recuerdo a Melisanda —continuó Blunt—. Se casa con un viejo que podría ser su padre.

Echó un guijarro en el agua y, cambiando de actitud, se volvió hacia Flora.

— ¿No puedo hacer nada, miss Ackroyd? Me refiero a Patón. Comprendo la ansiedad que usted sufre.

—Gracias —contestó Flora fríamente—. No se puede hacer nada. A Ralph no va a sucederle ningún contratiempo. He encontrado al mejor detective del mundo y se encargará de descubrir la verdad.

Hacía un momento que nuestra posición me tenía contrariado. No estábamos precisamente escuchando a escondidas la conversación de Flora y de su compañero, pues sólo tenían que levantar la cabeza para vernos. Sin embargo, cuando intenté avisarles de nuestra presencia, mi compañero me contuvo cogiéndome del brazo y entonces advertí su deseo de que pasáramos inadvertidos. Pero, al oír las últimas palabras de Flora, Poirot se decidió actuar. Se irguió rápidamente y se aclaró la voz.

—Les pido perdón —gritó—. No puedo permitir que mademoiselle me cumplimente de esta manera, llamando la atención sobre mi persona. Dicen que los que escuchan a los demás no oyen nada bueno de ellos. Pero esta vez no ha sido así. Para no ruborizarme, me reúno con ustedes y me excuso.

Bajó rápidamente el sendero y yo le seguí. Nos reunimos con ellos al lado del estanque.

— ¡Monsieur Poirot! —dijo Flora—. Supongo que habrá oído hablar de él.

Poirot se inclinó.

—Conozco al comandante por su reputación —dijo cortésmente— y me alegro de conocerle, monsieur. Necesito una información que usted puede proporcionarme.

Blunt le miró durante unos instantes, esperando que continuara.

— ¿Cuándo vio usted vivo a Mr. Ackroyd por última vez?

—Cuando cenábamos.

— ¿No le vio ni le oyó después?

—No le vi, pero oí su voz.

— ¿Cómo es eso?

—Yo paseaba por la terraza.

—Perdone, ¿a qué hora?

—A eso de las nueve y media. Daba un paseo mientras fumaba y pasé frente a la ventana del salón. Oí a Ackroyd hablando en su despacho.

Poirot se inclinó y arrancó un microscópico hierbajo.

— ¿Cómo pudo oír las voces del despacho desde aquel punto de la terraza?

Poirot no miraba a Blunt, pero yo sí tenía la vista fija en él y, con gran sorpresa por mi parte, éste se ruborizo.

—Fui hasta la esquina —explico a regañadientes.

— ¿De veras?

De la manera más suave posible, Poirot insistió en recabar más información.

—Creí ver a una mujer que desaparecía entre los matorrales. Me llamó la atención una cosa blanca. Acaso me equivoqué. Mientras estaba en la esquina de la terraza, oí la voz de Ackroyd hablándole a su secretario.

— ¿Hablaba con Raymond?

—Sí, eso es lo que supuse entonces, pero resulta que no era cierto.

— ¿Mr. Ackroyd no le llamó por su nombre?

—No.

—Entonces, ¿qué le hizo pensar que se trataba de ese joven?

—Di por descontado que se trataba de Raymond —se explicó Blunt a duras penas—, porque antes de salir había dicho que iba a llevar unos papeles a Ackroyd. Nunca se me había ocurrido que pudiese tratarse de otra persona.

— ¿Recuerda usted las palabras?

—Siento decirle que no. Era algo intrascendente, sin importancia, y sólo oí dos o tres palabras. Estaba pensando en otra cosa.

—No tiene importancia. ¿Volvió usted a colocar un sillón contra la pared cuando entró en el despacho, después de que fuera descubierto el cuerpo?

— ¿Un sillón? No, señor, en absoluto. ¿Por qué había de hacerlo?

Poirot se encogió de hombros sin contestar y se volvió hacia Flora.

—Hay algo que me gustaría saber de usted, mademoiselle. Cuando estaba mirando el contenido de la vitrina con el doctor Sheppard, ¿la daga estaba o no en su sitio?

Flora irguió la cabeza.

—El inspector Raglán me lo ha preguntado ya —dijo con resentimiento—. Se lo he dicho y se lo repito a usted. Estoy completamente segura de que la daga no estaba allí. Él cree que sí y que Ralph la cogió más tarde. No me cree. Está convencido de que lo digo con el fin de salvar a Ralph.

— ¿Acaso no es cierto? —pregunté gravemente.

Flora dio una ligera patada en el suelo.

— ¿Usted también, doctor Sheppard? ¡Esto es el colmo!

Con gran tacto, Poirot cambió de tema.

— ¡Tiene usted razón, comandante! Algo brilla en este estanque. Vamos a ver si lo pesco.

Se arrodilló delante del agua, se arremangó hasta el codo y hundió la mano lentamente con el fin de no enturbiar el agua. Pero, a pesar de sus precauciones, el fango se arremolinó y se vio obligado a retirar el brazo sin haber cogido nada.

Miró con tristeza el lodo que le cubría la piel. Le ofrecí un pañuelo, que aceptó con fervientes manifestaciones de agradecimiento. Blunt consultó su reloj.

—Casi es hora de almorzar —dijo—. Lo mejor será regresar a casa.

— ¿Almorzará usted con nosotros, monsieur Poirot? —preguntó Flora—. Me gustaría que conociese a mi madre. Ella quiere mucho a Ralph.

— ¡Encantado, mademoiselle!

— ¿Usted también se queda, doctor Sheppard?

Vacilé.

—Se lo ruego.

Deseaba quedarme, de modo que acepté la invitación sin poner más reparos.

Nos encaminamos a la casa. Flora y Blunt abrían la marcha.

— ¡Qué cabellera! —exclamó Poirot en voz baja, señalando a Flora—. ¡Oro de ley! Formarán una hermosa pareja con el moreno y guapo capitán Patón, ¿verdad?

Le miré con una pregunta muda en los ojos, pero empezó a sacudir un brazo para secar unas cuantas y microscópicas gotas de agua que tenía en una manga de la chaqueta. Aquel hombre me sugería a menudo la idea de un gato, con sus ojos verdes y sus gestos imprevistos.

—Todo eso por nada —dije comprensivamente—. Me pregunto qué es lo que habría en el estanque.

— ¿Le gustaría verlo?

Le miré con extrañeza e incliné la cabeza.

—Mi buen amigo —manifestó con un tono de reproche—. Hercule Poirot no corre el riesgo de estropear su atuendo sin estar seguro de alcanzar lo que se propone. Lo contrario sería ridículo y absurdo. Y nunca soy lo primero.

—Pero usted ha sacado la mano vacía —objeté.

—Hay ocasiones en que es necesario obrar con discreción. ¿Nunca oculta nada a sus enfermos, doctor? Lo dudo, como tampoco oculta nada a su excelente hermana, ¿verdad? Antes de enseñar mi mano vacía, he dejado caer su contenido en la otra. Verá usted lo que es.

Abrió la mano izquierda. En la palma había una sortija de oro, una alianza de mujer.

La cogí.

—Mire usted dentro —ordenó Poirot.

Así lo hice y leí una inscripción en caracteres sumamente pequeños:

Recuerdo de R. 13 de marzo.

Miré a Poirot, pero estaba atareado estudiando su rostro en un espejo de bolsillo. Toda su atención estaba concentrada en su bigote y no en mí. Comprendí que no tenía intención de mostrarse comunicativo.

Capítulo X
-
La camarera

Encontramos a Mrs. Ackroyd en el vestíbulo. La acompañaba un hombre seco, de expresión agresiva y penetrantes ojos grises. Tenía todo el aspecto de ser un hombre de leyes.

—Mr. Hammond almuerza con nosotros —dijo Mrs. Ackroyd—. ¿Usted conoce al comandante Blunt, Mr. Hammond? ¿Y al querido doctor Sheppard? Otro amigo íntimo del pobre Roger. Además...

Se detuvo para mirar a Hercule Poirot con perplejidad.

—Es monsieur Poirot, mamá —intervino Flora—. Te hablé de él esta mañana.

—Sí, sí —asintió la mujer vagamente—. Por supuesto, querida, por supuesto. Encontrará a Ralph, ¿verdad?

—Descubrirá quién ha matado a mi tío —exclamó Flora.

— ¡Oh, querida! ¡Por favor! Ten compasión de mis nervios. Estoy deshecha al pensar que ha tenido que ser un accidente. Roger era tan aficionado a las antigüedades. Su mano debió de resbalar...

Esta teoría fue recibida en medio de un cortés silencio. Vi que Poirot se acercaba al abogado y le hablaba a media voz, en tono confidencial. Se retiraron al hueco de la ventana. Me reuní con ellos.

— ¿Tal vez molesto? —pregunté.

—De ningún modo —exclamó Poirot amablemente— Usted y yo,
monsieur le docteur
, investigamos este asunto codo con codo. Sin usted estaría perdido. Deseo que el bueno de Mr. Hammond me facilite una pequeña información.

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