El asesinato de Rogelio Ackroyd (28 page)

BOOK: El asesinato de Rogelio Ackroyd
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__Mi querido Poirot —exclamé sonriendo levemente, seré cualquier cosa, pero no soy un loco.

Me levanté.

— ¡Bien, bien! —dije, desperezándome—. Me voy a casa. Gracias por su interesante e instructiva disertación.

Poirot se levantó también, se inclinó con su acostumbrada cortesía y salí del cuarto.

Capítulo XXVII
-
Apología

Son las cinco de la mañana. Estoy muy cansado, pero he concluido mi tarea. El brazo me duele de tanto escribir.

Mi manuscrito tiene un extraño final. Pensaba publicarlo algún día como la historia de uno de los fracasos de Poirot. Es curioso cómo se desarrollan las cosas.

Desde el principio tuve la impresión de que ocurriría un desastre, desde el momento en que vi a Ralph Patón y a Mrs. Ferrars hablando con las cabezas muy juntas. Creí entonces que ella le hacía confidencias. Me equivoqué, pero la idea persistió aun después de que me encerrara en el despacho con Ackroyd aquella noche hasta que me dijo la verdad.

¡Pobre viejo Ackroyd! Siempre me alegro de haberle dejado una oportunidad de salvarse. Le insté a que leyera aquella carta antes de que fuera demasiado tarde. O, para ser honrado, ¿acaso no comprendí subconscientemente que la testarudez de un hombre como él era una garantía de que no la leería? Su nerviosismo de aquella noche era interesante psicológicamente hablando. Sabía que el peligro le acechaba y, sin embargo, no sospechó nunca de mí.

La daga fue una idea de última hora. Había traído un arma de fácil manejo que tenía en mi casa, pero cuando vi la daga en la vitrina, se me ocurrió en seguida que sería preferible emplear una que no me perteneciera.

Supongo que desde el principio pensé en matarle. En cuanto me enteré de la muerte de Mrs. Ferrars tuve la convicción de que le había contado todo antes de morir. Cuando me reuní con él y le vi tan agitado, pensé que quizá sabía la verdad, pero que le parecía increíble, y estaba dispuesto a darme la oportunidad de explicarme.

Me fui a casa y tomé mis precauciones. Si lo que le preocupaba sólo se relacionaba con Ralph nada ocurriría. Me había dado el dictáfono dos días antes para ajustarlo. Algo se había estropeado en su mecanismo y le convencí para que me lo dejara en vez de devolverlo a la fábrica. Hice lo que me pareció necesario y me lo llevé en mi maletín aquella noche.

Me siento orgulloso de mis dotes de escritor. En efecto, ¿qué puede ser más claro que las frases siguientes?:

Habían entrado el correo a las nueve menos veinte. A las nueve menos diez le dejé con la carta todavía por leer. Vacilé con la mano en el picaporte, mirando atrás y preguntándome si olvidaba algo.

Toda la verdad, lo ven. Pero supongan que pusiera una línea de puntos después de la primera frase. ¿Se habría preguntado alguien qué ocurrió en aquellos diez minutos?

Cuando eché una ojeada desde la puerta, me sentí satisfecho. No había olvidado nada. El dictáfono estaba en la mesa, ante la ventana, preparado para funcionar a las nueve y media. El mecanismo era ingenioso, accionado con la máquina de un reloj despertador. El sillón había sido movido de modo que escondiera el aparato a las miradas de los que entraran.

Debo confesar que me sobresalté al encontrar a Parker al otro lado de la puerta. He apuntado fielmente este detalle.

Más tarde, cuando se descubrió el crimen y envié a Parker a telefonear a la policía, qué frases tan acertadas: «Hice lo poco que era preciso hacer». Poca cosa: meter el dictáfono en mi maletín y alinear el sillón contra la pared.

No imaginé siquiera que Parker se hubiera fijado en el sillón. Lógicamente, la contemplación del cuerpo debía hacerle olvidar lo demás, pero no conté con sus cualidades de criado metódico.

Quisiera haber sabido antes que Flora iba a declarar que había visto a su tío a las diez menos cuarto. Este detalle me desconcertó y preocupó sobremanera. A decir verdad, en este caso hubo cosas que me preocuparon de un modo tremendo. Todos parecían haber metido mano en el asunto.

Mi gran temor era que Caroline lo advirtiera todo. Su modo de hablar aquel día de mi «debilidad» fue pura coincidencia.

No sabrá nunca la verdad. ¡Queda, tal como ha dicho Poirot, otra alternativa, otra solución!

Puedo confiar en él. Junto con el inspector Raglán se las compondrán para que Caroline no lo sepa. No me gustaría que lo supiese. Me quiere y es orgullosa. Mi muerte será dolorosa para ella, pero la pena pasa con el tiempo.

Cuando haya concluido mi narración, meteré este manuscrito en un sobre dirigido a Poirot.

Y entonces, ¿qué será? ¡Una dosis de veronal! Eso sería una especie de justicia poética. No es que acepte la responsabilidad de la muerte de Mrs. Ferrars. Fue la consecuencia directa de sus propias acciones. No tengo compasión por ella. ¡Tampoco la siento por mí! ¡Así pues, que sea veronal!

Pero me hubiera gustado que Hercule Poirot no se hubiese retirado nunca para venir aquí a cultivar calabacines.

Notas

[1]
The Mill on the Floss publicado en España con el título de El molino junto al Floss, 3 vols. CU. 1932 (N. del T.)

[2]
Manicomio especial para dementes criminales situado en el condado de Berkshire. (N. del T.)

[3]
Bulo que se publica en los periódicos para confundir al lector. (N. del T.)

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