Read El asesinato de Rogelio Ackroyd Online
Authors: Agatha Christie
— ¡Dios mío! El caso se presenta cada vez más negro.
— ¿De veras? Aquí es donde no estamos de acuerdo usted y yo. Tres motivos son muchos. Me inclino a creer que, después de todo, Ralph Patón es inocente.
Después de la conversación que acabo de relatar, me pareció que el asunto entraba en una fase distinta. Se puede dividir en dos partes, bien diferenciadas. La primera empieza con la muerte de Ackroyd el viernes por la noche y acaba al atardecer del lunes siguiente. Es el relato fiel de lo ocurrido expuesto a Poirot. Yo estuve a su lado continuamente. Veía lo que él veía e hice lo que pude por adivinar sus pensamientos. Comprendo ahora que fracasé en este punto. Aunque Poirot me enseñó sus descubri-mientos —por ejemplo, la alianza de oro— se calló las impresiones vitales y lógicas a las que llegó. Como descubrí más adelante, este secretismo era una de sus principales características. Se permitía lanzar sugerencias sin ir más allá. Como he dicho, mi relato hasta el lunes al atardecer pudo ser el de Poirot en persona. Él era Sherlock Holmes y yo Watson. Pero, después del lunes, nuestros caminos se separaron. Poirot tenía trabajo. Me enteré de lo que hacía porque en King's Abbot se sabe todo, pero no me lo comunicaba de antemano. Yo también tenía mis preocupaciones. Al recordarlo, lo que me llamaba la atención era que el asunto se parecía a un rompecabezas en el cual todos intervenían, aportando sus conocimientos particulares: un detalle, una observación, que contribuían a su solución. No obstante, a Poirot le tocó el honor de colocar todas esas piezas en su lugar correspondiente.
Algunos de los incidentes parecían entonces carentes de interés y de significado. Estaba, por ejemplo, la cuestión de los zapatos negros, pero eso vendrá después. Para poner las cosas por orden riguroso, debo empezar con la llamada de Mrs. Ackroyd.
Me envió a buscar el martes por la mañana de un modo tan urgente, que me apresuré a trasladarme a su lado, convencido de que la encontraría
in extremis.
Mrs. Ackroyd estaba en la cama. Ésa fue una concesión por su parte a la etiqueta de la situación. Me alargó su huesuda mano y me señaló una silla junto al lecho.
—Bien, Mrs. Ackroyd. ¿Qué le pasa?
Le hablé con jovialidad, una característica de los médicos de cabecera.
—Estoy deshecha —afirmó con voz débil—, completamente deshecha. Es la impresión de la muerte del pobre Roger. Dicen que son cosas que no se sienten en el acto ¿sabe usted? La reacción viene después.
Es una lástima que su profesión le impida a un médico decir algunas veces lo que piensa en realidad. Hubiera dado cualquier cosa por poder contestarle: « ¡Pamplinas!»
En vez de eso, le propuse tomar un tónico, que Mrs. Ackroyd aceptó enseguida. El primer movimiento del juego estaba hecho. No se me ocurrió en ningún momento que me había enviado a buscar a causa del efecto que le causó la muerte de Roger, pero Mrs. Ackroyd es incapaz de seguir una línea recta, sea cual sea el asunto a tratar. Siempre recurre a medios tortuosos. Me pregunté con curiosidad por qué me habría mandado llamar.
— ¡Luego está esa escena de ayer!
— ¿Qué escena?
—Doctor, ¿cómo puede usted decir eso? ¿Acaso lo ha olvidado? Hablo de ese hombre horrible, de ese francés o belga, de su modo de maltratarnos a todos. Me trastornó completamente después de la muerte de Roger.
—Lo siento mucho, Mrs. Ackroyd.
—No sé qué es lo que se proponía, gritándonos como lo hizo. Sé cuál es mi deber y nunca soñaría con ocultar nada. He ayudado a la policía con todos los medios a mi alcance.
Mrs. Ackroyd se detuvo mientras yo contestaba:
— ¡Sí, sí, desde luego! —Empezaba a vislumbrar de qué se trataba.
—Nadie puede acusarme de haber faltado a mi deber. Estoy segura de que el inspector Raglán está satisfecho. ¿Por qué tiene que meterse en todo ese forastero intrigante? Es el hombre más ridículo que he visto en mi vida. Se parece a un cómico francés de esos que salen en las revistas. No comprendo por qué Flora ha insistido en que se encargue del caso. No me lo dijo de antemano. Todo lo hizo por su propia iniciativa. Flora es demasiado independiente. Soy una mujer de mundo y soy su madre. Debió dejar que la aconsejara ante todo.
Escuché todo eso en silencio.
— ¿Qué pensará ese individuo? Me gustaría saberlo. ¿Creerá acaso que escondo algo? Ayer me acusó.
Me encogí de hombros.
—No tiene importancia, Mrs. Ackroyd. Puesto que no esconde usted nada, lo que ha dicho no se refiere a usted.
La dama cambió de conversación, como era su costumbre.
— ¡Los criados son tan fastidiosos! Hablan, charlan entre ellos. Luego se sabe y, probablemente, no hay nada de cierto en todo ello.
— ¿Han hablado los criados? ¿De qué?
Mrs. Ackroyd me lanzó una mirada muy astuta que me hizo perder la calma.
—Estaba convencida de que usted lo sabría, doctor. Usted estuvo todo el tiempo con Mr. Poirot, ¿verdad?
—Sí, es cierto.
—Entonces, lo sabe. Fue esa muchacha, Úrsula Bourne, ¿verdad? Desde luego, sale de la casa y trata de hacer todo el mal posible. Es una mujer despechada. Todas son iguales. Y usted que estaba allí, doctor, sabrá exactamente lo que dijo. Me preocupa la idea de que se formen im-presiones erróneas. Después de todo, hay pequeños detalles que no se explican a la policía, ¿verdad? A veces son cosas familiares que no tienen nada que ver con el crimen. Pero si la muchacha se sentía despechada, puede haber inventado toda clase de mentiras.
Comprendí que Mrs. Ackroyd estaba verdaderamente angustiada. Poirot no se había equivocado. De las seis personas reunidas en torno a la mesa ayer, Mrs. Ackroyd, por lo menos, tenía algo que esconder. A mí sólo me quedaba descubrir qué era.
—En su lugar, señora —dije bruscamente—, yo lo confesaría todo.
Lanzó un leve gemido.
— ¡Oh, doctor! ¿Cómo puede usted ser tan brusco? Lo dice como si yo... ¡Pero si puedo explicarlo todo de un modo sencillo!
— ¿Por qué no lo hace?
Mrs. Ackroyd cogió un pañuelo y empezó a lloriquear.
—He pensado, doctor, que usted podría decírselo a Mr. Poirot, explicárselo, ¿comprende? Es tan difícil para un extranjero darse cuenta de nuestro punto de vista. Usted no sabe, nadie sabe lo que he tenido que luchar. Mi vida ha sido un martirio, un largo martirio. No me gusta hablar mal de los muertos, pero es así. Todas, todas las facturas, hasta las más pequeñas, tenían que ser comprobadas y estudiadas como si Roger sólo tuviese unos cuantos centenares de libras de renta, en vez de ser, como me dijo ayer Mr. Hammond, uno de los hombres más ricos de la comarca.
Mrs. Ackroyd se detuvo para enjugarse los ojos con el pañuelito.
— ¿Me hablaba usted de facturas? —dije animándola.
— ¡Esas horribles facturas! Algunas no las enseñaba siquiera a Roger. Eran cosas que un hombre no comprende. Habría dicho que no eran necesarias. Y, desde luego, iban en aumento y llegaban periódicamente.
Me miró suplicante como si quisiera que me condoliera con ella por esta sorprendente peculiaridad.
—Es lo que suele ocurrir.
Su tono cambió y se hizo más incisivo.
—Le aseguro, doctor, que tenía los nervios deshechos. No podía dormir. Tenía palpitaciones extrañas. Finalmente recibí una carta de un caballero escocés, perdón eran dos, ambas de escoceses. La una, de Mr. Bruce Mac Pherson y la otra era de Colin Mac Donald. ¿Qué coincidencia, no?
—No lo creo —repliqué secamente—. En general, se las dan de escoceses, pero sospecho antecedentes semíticos en sus antepasados.
—De diez a diez mil libras, sólo contra un pagaré —murmuró Mrs. Ackroyd, rememorándolo—. Escribí a uno de ellos, pero hubo dificultades.
Se detuvo.
Comprendí que llegábamos a un terreno delicado. No he conocido nunca a nadie que le costase tanto hablar sin ambages.
—Todo es cuestión de expectativas —prosiguió Mrs. Ackroyd—. Estaba convencida de que Roger pensaría en mí al hacer su testamento, pero no lo sabía con certeza. Pensé que si pudiese ver una copia de su testamento, no con el vulgar deseo de espiar, sino sólo para hacer mis propios cálculos...
Me miró de reojo. La posición era muy delicada. Afortunadamente, las palabras empleadas con tacto sirven para disfrazar la fealdad de los hechos desnudos.
—Sólo soy capaz de decirle esto a usted, querido doctor Sheppard —continuó precipitadamente—. Confío en que no se formará un juicio erróneo de mí y explicará a Mr. Poirot la cosa tal como es. El viernes por la tarde...
Se detuvo de nuevo y tragó saliva con dificultad.
—Sí, el viernes por la tarde —repetí para animarla.
—Todo el mundo había salido, o así lo creí. Entré en el despacho de Roger y, cuando vi los papeles amontonados en la mesa, pensé de pronto: «¡A ver si Roger guarda su testamento en uno de los cajones de la mesa!». Soy muy impulsiva, siempre lo he sido, desde niña. Había dejado las llaves, un descuido imperdonable de su parte, en la cerradura del cajón superior.
—Comprendo. ¿De forma que usted registró la mesa? ¿Dio con el testamento?
Mrs. Ackroyd lanzó un leve grito y comprendí que no había actuado con la suficiente diplomacia.
— ¡Qué horrible suena! No, no fue así.
—Claro que no —me apresuré a contestar—. Perdone mi torpe manera de decir las cosas.
—Los hombres son muy peculiares. En el lugar de mi querido Roger, no me habría importado dar a conocer las cláusulas de mi testamento, ¡pero los hombres son tan reservados que una se ve obligada a recurrir a pequeños subterfugios en defensa propia!
— ¿Y el resultado de ese pequeño subterfugio?
—Eso iba a decirle. Cuando iba a abrir el cajón inferior, entró Úrsula. Era una situación delicada. Cerré el cajón y me erguí, llamándole la atención sobre el polvo que había en la mesa. Pero no me gustó su mirada, res-petuosa en apariencia y con un extraño brillo, casi de desdén. Sí, usted comprende lo que quiero decir. Nunca me ha gustado esa chica. Es una buena camarera, la llama a una: «Señora» y no rehusa llevar cofia y delantal, lo que pocas hacen hoy día. Sabe contestar: «La señora no está en casa» sin escrúpulos, si debe abrir la puerta en vez de Parker, y no hace ruidos extraños como las demás criadas cuando sirven la mesa. ¿Qué estaba diciendo?
—Decía usted que, a pesar de sus valiosas cualidades, no le gustaba esa chica, Úrsula Bourne.
—No. Es rara. Hay algo que la diferencia de las demás. Creo que está demasiado bien educada. Ahora resulta difícil distinguir a las señoras de las criadas.
— ¿Qué ocurrió luego?
—Nada. Roger entró. Creía que había ido a dar un paseo. Y dijo: « ¿Qué ocurre aquí?», y yo le contesté: «Nada. He venido a buscar el
Punch
». Recogí la revista y salí. Bourne se quedó atrás. Le oí preguntar a Roger si podía hablarle un momento. Yo me fui a mi cuarto para echarme un rato en la cama. Estaba completamente trastornada.
Hubo una pausa.
—Se lo explicará todo a Mr. Poirot, ¿verdad? Usted mismo ve que se trata de una nimiedad, pero se mostró tan severo hablando de cosas que disimulábamos, que recordé enseguida ese incidente. Bourne puede haber inventado una historia extraordinaria con ello, pero usted lo aclarará todo, ¿verdad?
— ¿Es eso todo? —dije—. ¿Me lo ha dicho usted todo?
—Sí —dijo Mrs. Ackroyd, vacilando ligeramente—. ¡Oh, sí! —repitió con mayor firmeza.
Me había fijado en su indecisión momentánea y comprendí que callaba algo. Una inspiración repentina me impulsó a hacerle la siguiente pregunta:
—Mrs. Ackroyd, ¿fue usted la que dejó la vitrina de la plata abierta?
Leí la respuesta en el rubor culpable que el colorete y los polvos no lograron disimular.
— ¿Cómo lo sabe?
— ¿Fue usted, pues?
—Sí. Verá usted. Había uno o dos objetos de plata antigua muy interesantes. Había leído algo sobre el asunto y vi una ilustración que representaba una pieza pequeñísima y que se vendió por una cantidad fabulosa en Christy's. Me pareció igual a una de las que había en la vitrina. Pensé en llevármela a Londres para que la tasaran. ¡Qué sorpresa tan agradable para Roger si de veras se trataba de un objeto de gran valor!
Me abstuve de hacer comentarios, aceptando la historia de Mrs. Ackroyd tal como la explicaba. Incluso evité preguntarle por qué había cogido lo que necesitaba de una forma tan subrepticia.
— ¿Por qué dejó usted la tapa abierta? ¿Olvidó cerrarla?
—Me sobresalté —confesó ella—. Oí pisadas en la terraza, salí del cuarto y subí la escalera antes de que Parker le abriera la puerta a usted.
—Debió de ser miss Russell.
Mrs. Ackroyd me acababa de revelar un hecho en extremo interesante. No me importaba saber si sus intenciones respecto a la plata de Ackroyd fueron o no honradas. Lo que me interesaba era el hecho de que miss Russell había entrado en el salón por la ventana y que no me había equivocado al creer que estaba sin aliento por haber corrido. ¿Dónde habría estado? Pensé en el cobertizo y en el pedazo de batista.
— ¡Me pregunto si miss Russell almidona sus pañuelos! —exclamé de pronto.
El asombro que se dibujó en el rostro de Mrs. Ackroyd me hizo volver a la realidad y me levanté.
— ¿Cree usted que podrá explicarlo a Mr. Poirot? —preguntó, ansiosa.
—Desde luego.
Me despedí después de verme obligado a escuchar nuevas justificaciones de su conducta.
La camarera estaba en el vestíbulo y me ayudó a ponerme el abrigo. La observé más de cerca que antes y me di cuenta de que había llorado.
— ¿Cómo es que usted nos dijo que Mr. Ackroyd la llamó el viernes a su despacho y ahora me entero de que fue usted quien le pidió permiso para hablarle?
La muchacha no pudo resistir mi mirada.
—Pensaba irme de todos modos —contestó insegura.
No insistí. Me abrió la puerta y, cuando ya traspasaba el umbral, dijo de pronto en voz baja:
—Dispense usted, señor. ¿No hay noticias del capitán Patón?
Negué con la cabeza y la miré inquisitivamente.
—Pues debería volver —insistió ella con ojos suplicantes—. Sí, sí. ¡Debería volver! ¿Nadie sabe dónde está?;
— ¿Lo sabe usted acaso?
—No lo sé, pero quienquiera que sienta amistad por él le diría que debería volver.
Me entretuve pensando que tal vez la muchacha diría algo más. Su siguiente pregunta me sorprendió.