El asesinato de Rogelio Ackroyd (20 page)

BOOK: El asesinato de Rogelio Ackroyd
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— ¿Y el importe? —preguntó Poirot.

—Las diversas cantidades subían por lo menos a veinte mil libras.

— ¡Veinte mil libras! —exclamé—. ¡En un solo año!

—Mrs. Ferrars era una mujer riquísima —dijo Poirot—. Y el castigo por un crimen no es precisamente agradable.

— ¿Necesitan saber algo más? —inquirió Mr. Hammond.

— ¡Gracias, no! —dijo Poirot, levantándose—. Dispénsenos por haberle perturbado.

—Ninguna molestia, se lo aseguro.

—La palabra «perturbado» —le dije al salir— se aplica sólo a los trastornos mentales.

— ¡Ah! Mi inglés nunca será perfecto. Curiosa lengua. Habría tenido que decir «fastidiado»,
n’est ce pas?

—«Molestado» era la palabra justa.

—Gracias, amigo mío —me dijo Poirot—, por recordarme la palabra exacta.
Eh bien
¿Qué me dice ahora de nuestro amigo Parker? ¿Con veinte mil libras en su poder habría continuado haciendo de mayordomo?
Je ne pense pas
. Desde luego, es posible que haya ingresado el dinero en el banco bajo otro nombre, pero estoy dispuesto a creer que nos ha dicho la verdad. Si es un pillo, lo es en pequeña escala. No tiene grandes ideas. Eso nos deja dos posibilidades: Raymond o el comandante Blunt.

—No puede ser Raymond —objeté—, puesto que sabemos que se encontraba apurado por una suma de quinientas libras.

—Eso es lo que dice.

— ¡Y en cuanto a Héctor Blunt...!

—Voy a decirle algo sobre el buen comandante —interrumpió Poirot— Mi trabajo consiste en enterarme.
Eh bien!
Me he enterado. He descubierto que ese legado de que habla sube a unas veinte mil libras. ¿Qué le parece?

Estaba tan sorprendido que apenas pude contestar.

— ¡Es imposible! ¡Un hombre tan conocido como Héctor Blunt!

Poirot se encogió de hombros.

— ¿Quién sabe? Él sí es hombre de grandes ideas. Confieso que no me lo imagino en el papel de chantajista, pero hay otra posibilidad que usted aún no ha considerado siquiera.

— ¿Cuál?

—El fuego, amigo mío. Ackroyd pudo destruir esa carta junto con el sobre azul después de salir usted.

—No lo creo probable. Sin embargo, es posible. Quizá cambiara de idea.

Llegábamos a casa e invité a Poirot a almorzar con nosotros.

Pensé que Caroline estaría contenta, pero es empresa difícil satisfacer a las mujeres. Resultó que almorzábamos chuletas. En la cocina tenían callos con cebollas. ¡Y dos pequeñas chuletas para tres personas es un problema de complicada solución!

Sin embargo, Caroline no se dejó amilanar por tan poca cosa. Mintiendo con descaro, explicó a Poirot que, aunque James se reía siempre de ella, seguía un régimen estrictamente vegetariano. Habló largo y tendido sobre el asunto y comió un plato de legumbres, al tiempo que se explayaba sobre los peligros que encierra el comer carne.

Momentos después, cuando estábamos fumando frente al fuego, Caroline atacó directamente a Poirot.

— ¿No ha encontrado todavía a Ralph Patón?

— ¿Dónde debo buscarlo, mademoiselle?

—Pensé que quizá lo hallaría en Cranchester —dijo Caroline con un tono muy significativo.

Poirot pareció asombrado.

— ¿En Cranchester? ¿Por que allí precisamente?

Se lo expliqué con un toque de malicia.

—Uno de nuestros numerosos detectives privados le vio a usted en un automóvil en la carretera de Cranchester.

El asombro de Poirot se esfumó. Se echó a reír alegremente.

— ¡Ah! Fui a visitar al dentista,
c'est tout
. Me dolía una muela. Al llegar allí, ya no notaba dolor y quería irme, pero el dentista dijo que no, que era preferible extraerla. Discutimos, pero él insistió. Por fin hice lo que él quería y la muela no me volverá a doler más.

Caroline se desinfló como un globo pinchado.

Empezamos a discutir de Ralph Patón.

—Temperamento débil —opiné—, pero no es un inmoral.

— ¡Ah! —exclamó Poirot—. Pero, ¿adonde lleva la debilidad?

—Eso es lo que digo —interrumpió Caroline—. Mire usted a James. Es débil como el agua. ¡Si no estuviese aquí para cuidar de él...!

—Mi querida Caroline —repliqué, irritado—, ¿no puedes hablar sin personalizar?

— Eres débil, James —dijo Caroline, impávida—. Tengo ocho años más que tú. No, no me importa que rnonsieur Poirot lo sepa.

—Nunca lo hubiera imaginado, mademoiselle —señaló Poirot con una inclinación galante.

—Ocho años mayor. Pero siempre he considerado que mi deber es cuidar de ti. Con tu mala educación, sólo Dios sabe en lo que estarías metido ahora.

—Tal vez me hubiese casado con una hermosa aventurera —murmuré, contemplando el techo mientras hacía anillos de humo.

— ¡Aventurera! —dijo Caroline con desdén—. Si empezamos a hablar de aventureras...

Dejó la frase sin acabar.

— ¡Continúa! —dije con cierta curiosidad.

—Nada, pero puedo pensar en alguna a mucho menos de cien millas de aquí.

Se volvió de pronto hacia Poirot.

—James insiste en que usted cree que alguien de la casa cometió el crimen. Lo único que puedo decirle es que se equivoca.

—No me conviene equivocarme —contestó Poirot—. No es... cómo lo diría... no es
mon métier!

—Lo tengo todo muy presente —continuó Caroline sin hacerle caso—. Por lo que deduzco, sólo dos personas tuvieron la oportunidad de hacerlo: Ralph Patón y Flora Ackroyd.

—Mi querida Caroline.

—No me interrumpas, James. Sé lo que digo. Parker encontró a Flora delante de la puerta, ¿verdad? No oyó a su tío darle las buenas noches. Pudo matarlo entonces.

— ¡Caroline!

—No digo que lo hiciera, James. Digo que pudo hacerlo. Aunque Flora, al igual que todas las muchachas modernas, no tiene el menor respeto a los que tienen más edad y experiencia que ella, no creo que sea capaz de matar un pollo. Sin embargo, ahí están Mr. Raymond y el comandante Blunt que tienen coartadas. Incluso Mrs. Ackroyd tiene una. También la Russell parece tener otra, ¡Tanto mejor para ella! ¿Quién queda, pues? ¡Sólo Ralph; y Flora! Y digan lo que digan, no creo que Ralph Patón sea un asesino. Es un muchacho que hemos conocido toda la vida. ;

Poirot guardó silencio un minuto, mirando el humo que subía en espiral de su cigarrillo. Cuando habló, era con una voz de ensueño que nos produjo una sensación extraña por ser totalmente distinta de su modo usual de expresarse.

—Imaginemos a un hombre, a un hombre como cualquier otro, a un hombre que no abriga en su corazón ningún pensamiento criminal. Hay debilidad en ese hombre, una debilidad bien escondida. Hasta ahora jamás ha salido a la superficie. Quizá nunca aflorará y, en ese caso,: se irá a la tumba honrado y respetado por todos. Pero supongamos que algo ocurre. Que se encuentra presa de dificultades o sencillamente descubre por casualidad un secreto, un secreto de vida o muerte para otra persona. Su primer impulso es hablar, cumplir con su deber de ciudadano honrado. Entonces es cuando la debilidad de su temperamento surge. Ahí tiene la posibilidad de hacerse con dinero, con mucho dinero. Lo desea, ¡y es tan fácil! No tiene que hacer nada, sólo callar. Es el comienzo.

»El deseo de tener dinero va en aumento. Quiere más, siempre más. Está embriagado por la mina de oro que se abre a sus pies. Se vuelve codicioso y, en su codicia, se excede. Es posible presionar a un hombre tanto como se quiera, pero con una mujer no hay que rebasar ciertos límites, pues una mujer tiene en el fondo de su corazón un gran deseo de decir la verdad. ¡Cuántos esposos han engañado a sus esposas y bajan tranquilamente a la tumba, llevando su secreto consigo! ¡Cuántas esposas que han burlado a sus esposos arruinan sus vidas confesándolo todo! Han sido empujadas demasiado lejos. En un momento de atrevimiento, que les pesa haber tenido después,
bien entendu
, desprecian toda cautela y proclaman

la verdad con gran satisfacción momentánea. Creo que es lo que ha ocurrido en este caso. La tensión era demasiado grande y así sucedió, como en la fábula, la muerte de la «gallina de los huevos de oro». Pero esto no es todo. El peligro de ser desenmascarado acecha al hombre de quien hablamos. No es el mismo hombre que era, digamos, un año antes. Su fibra moral se ha deshecho. Está desesperado. Lucha una batalla perdida y está dispuesto a valerse de todos los medios a su alcance, pues la denuncia significa la ruina. ¡Y entonces la daga golpea!

Poirot calló un momento. Era como si hubiera lanzado un sortilegio sobre la habitación. No puedo describir la impresión que sus palabras produjeron. Había algo en su análisis despiadado y en su capacidad de visión que nos atemorizó.

—Después —continuó con voz suave—, pasado el peligro, volverá a ser un hombre normal, bondadoso, pero si la necesidad surge nuevamente, golpeará de nuevo.

Caroline salió de su estupor.

—Habla usted de Ralph Patón. Tal vez tiene razón, pero no puede condenar a un hombre sin dejarle que se defienda.

La llamada del teléfono nos interrumpió. Salí al vestíbulo y atendí.

— ¿Diga...? Sí, soy el doctor Sheppard.

Escuché unos minutos y respondí brevemente. Colgué el teléfono y volví al salón.

—Poirot —anuncié—, han detenido a un hombre en Liverpool. Su nombre es Charles Kent y creen que es el forastero que visitó Fernly Park aquella noche. Quieren que yo vaya a Liverpool en seguida para identificarlo.

Capítulo XVIII
-
Charles Kent

Media hora después, Poirot, el inspector Raglán y yo viajábamos en tren hacia Liverpool. Raglán estaba bastante excitado.

—Aunque no se logre nada más, conseguiremos, algo es algo, dar con una pista relacionada con ese asunto del chantaje —declaró con satisfacción—. Ese individuo es un tipo duro, según me han dicho por teléfono. Aficionado a las drogas también. No será difícil hacerle confesar lo que deseamos saber. Si hubo el más mínimo móvil, es muy probable que matara a Mr. Ackroyd. Pero, en ese caso, ¿por qué se esconde el joven Patón? ¡Es un enigma, un verdadero enigma! A propósito, Mr. Poirot, usted tenía razón respecto a esas huellas dactilares. Eran de Mr. Ackroyd. Tuve la misma idea, pero la rechacé por parecerme poco probable.

Sonreí para mis adentros. Raglán sabía quedar bien en todas las ocasiones.

—Referente a ese hombre, ¿no habrá sido encarcelado todavía? —preguntó Poirot.

—No. Sólo está retenido como sospechoso.

— ¿Qué explicaciones ha dado?

—Muy pocas. Es un pájaro de cuenta. Lanza insultos, cubre a la gente de improperios, pero no dice nada más.

Al llegar a Liverpool me sorprendió ver cómo era recibido Poirot con aclamaciones entusiastas. El superintendente Hayes, que nos esperaba, había trabajado con él en otro caso hacía tiempo, y tenía evidentemente una opinión exagerada de su talento.

—Ahora que tenemos a monsieur Poirot aquí, la cosa no tardará en resolverse —dijo alegremente—. Creía que se había retirado, monsieur

—Así es, en efecto, mi buen Hayes, pero el retiro es aburrido. Usted no puede imaginarse la monotonía con que un día sigue al otro.

—Me lo figuro. ¿De modo que ha venido usted a echar una mirada a nuestro detenido? ¿Es el doctor Sheppard? ¿Cree usted que podrá identificarle?

—No estoy muy seguro —dije, vacilando.

— ¿Cómo dieron con él? —inquirió Poirot.

—Hicimos circular su descripción. No era gran cosa, lo admito. Ese tipo tiene acento norteamericano y no niega haber estado cerca de King's Abbot la noche de autos. Se limita a preguntar por qué nos interesa saberlo y a decir que nos verá primero en el infierno antes que contestar a nuestras preguntas.

— ¿Podré verle yo también? —preguntó Poirot.

El superintendente hizo un guiño lleno de promesas.

—Estaremos encantados, señor. Usted tiene permiso para hacer lo que quiera. El inspector Japp, de Scotland Yard, preguntó por usted el otro día. Dijo que sabía que usted intervenía en el asunto. ¿Puede decirme dónde se esconde el capitán Patón, señor?

—Dudo que sea conveniente indicárselo en este momento —respondió el belga misteriosamente. Me mordí el labio inferior para no sonreír. El hombre desempeñaba muy bien su papel. Después de algunas formalidades, nos llevaron a presencia del prisionero. Era un muchacho de unos veintidós o veintitrés años, alto, delgado, con manos ligeramente temblorosas y aspecto de poseer una gran fuerza física, agotada hasta cierto punto. Tenía el cabello oscuro y los ojos azules, torvos, que rara vez miraban de frente a su interlocutor. A pesar de la ilusión que me había forjado de poder reconocer al hombre que había visto la noche de autos, me fue imposible decidir si se trataba o no de aquel individuo. No me recordaba a nadie que conociese.

—Bien, Kent —dijo el superintendente—, levántese. Están aquí unos señores que han venido a verle. ¿Reconoce usted a alguno de ellos?

Kent miró de mala gana, pero no contestó. Vi su mirada posarse sobre cada uno de nosotros por turno y volver finalmente hacia mí.

—Bien, doctor —me dijo el superintendente—, ¿le reconoce?

—La estatura es la misma —contesté—. Por su aspecto general, acaso se trate del mismo hombre. No puedo añadir nada más.

— ¿Qué diablos significa todo esto? —preguntó Kent—. ¿De qué se me acusa? Vamos, hablen. ¿Qué suponen que he hecho?

Incliné la cabeza.

—Es el hombre. Reconozco su voz.

— ¿Usted reconoce mi voz? ¿Dónde cree haberla oído antes?

—El viernes por la noche, frente a la verja de Fernly Park. Usted me preguntó el camino que debía seguir.

— ¿Sí, eh?

— ¿Lo admite? —preguntó el inspector.

—No admito nada. Primero debo saber de qué se me acusa.

— ¿No ha leído usted los periódicos durante estos últimos días? —dijo Poirot, hablando por primera vez.

El hombre entornó los ojos.

— ¡Ah! ¿Se trata de eso? He leído que un viejo ha sido enviado al otro barrio en Fernly Park. Intentan demostrar que yo hice la faena, ¿eh?

—Eso es —admitió Poirot—. Usted estuvo allí.

— ¿Cómo lo sabe?

—Por esto. —Poirot sacó algo del bolsillo y se lo enseñó. Era la pluma de oca que habíamos encontrado en el pequeño cobertizo. Al verla, el rostro del hombre cambió de expresión. Alargó la mano.

—«Nieve» —dijo un calculador Poirot—. No, amigo mío, está vacía. La encontré en el cobertizo, donde usted la dejó caer aquella noche.

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