Read El asesinato de Rogelio Ackroyd Online
Authors: Agatha Christie
— ¿Cuándo creen que ocurrió el crimen? ¿Poco antes de las diez?
—Así es. Entre las diez menos cuarto y las diez.
— ¿No antes? ¿No antes de las diez menos cuarto?
La miré con atención. Estaba claro que esperaba con ansiedad una respuesta afirmativa.
—No hay que pensar siquiera en ello. Miss Ackroyd saludó a su tío a las diez menos cuarto.
Se volvió abatida.
« ¡Hermosa chica!», me dije al alejarme. « ¡Muy hermosa!»
Caroline estaba en casa. Había recibido la visita de Poirot y estaba sumamente complacida y orgullosa.
—Le ayudo en su trabajo —me explicó.
Me sentí algo inquieto. Caroline es ya bastante difícil de manejar tal como es. ¿Qué ocurriría si alguien alentaba su instinto detectivesco?
— ¿Y qué haces? ¿Te ha encomendado buscar a la misteriosa muchacha que acompañaba a Ralph Patón?
—No, eso ya lo hago por mi cuenta. Pero hay una cosa que Mr. Poirot desea que descubra para él.
— ¿De qué se trata?
—Quiere saber si las botas de Ralph Patón eran negras o marrones —respondió Caroline con gran solemnidad.
Me quedé mirándola. Comprendo ahora que fui un estúpido en ese asunto de las botas, que no me di cuenta de su importancia.
—Eran unos zapatos marrones —dije—. Yo los vi.
—No se trata de zapatos, sino de botas, James. Mr. Poirot desea saber si el par de botas que Ralph tenía en el hotel eran marrones o negras. Es un detalle esencial.
No sé si seré tonto, pero no acertaba a comprenderlo.
— ¿Y cómo lo sabrás?
Caroline me dijo que eso no presentaba dificultad alguna. La mejor amiga de Annie, nuestra doncella, era la de miss Gannett que se llama Clara. Esa tal Clara salía a pasear con el botones del Three Boars. Nada tan sencillo pues. Con ayuda de miss Gannett, que prestaría lealmente su cooperación dejando la tarde libre a Clara, el asunto se llevaría a cabo con la máxima rapidez.
Cuando nos sentamos para almorzar, Caroline observó con indiferencia estudiada:
—En cuanto a las botas de Ralph Patón...
—Sí. ¿Qué ocurre con ellas?
—Mr. Poirot creía que eran de color marrón, pero se equivocaba. Son negras.
Caroline asintió varias veces. Al parecer, pensaba que había superado a Poirot.
No le contesté. Me preocupaba la idea de que el color de un par de botas de Ralph Patón tuviera algo que ver con el caso.
Aquel mismo día estaba destinado a recibir una nueva prueba del éxito de la táctica de Poirot. Su método estaba inspirado en su profundo conocimiento de la naturaleza humana. Una mezcla de temor y de remordimiento había arrancado la verdad a Mrs. Ackroyd. Fue la primera en reaccionar.
Por la tarde, cuando volví de mis visitas a los enfermos, Caroline me dijo que Geoffrey acababa de irse.
— ¿Quería verme? —pregunté, mientras colgaba mi abrigo en el vestíbulo.
Caroline revoloteaba a mi alrededor.
—Quería ver a Mr. Poirot. Llegaba de The Larches. Mr. Poirot había salido. Raymond pensó que tal vez estaría aquí, o que tú sabrías dónde encontrarle.
—No tengo la menor idea.
—He intentado hacerle esperar —añadió Caroline—, pero me ha dicho que quería volver a The Larches dentro de media hora y se ha ido al pueblo. Es una lástima, porque Mr. Poirot regresó exactamente un minuto después de irse Raymond.
— ¿Ha venido aquí?
—No, ha entrado en su casa.
— ¿Cómo lo sabes?
—Le he visto por la ventana lateral —explicó Caroline.
Creía que el tema estaba acabado, pero mi hermana no era de la misma opinión.
— ¿No vas allá?
— ¿Adonde?
—A The Larches, desde luego.
— ¿Para qué, mi querida Caroline?
—Mr. Raymond quería verle con mucha urgencia. Así te enterarías de lo que ocurre.
Enarqué las cejas.
—La curiosidad no es mi peor vicio —observé con frialdad—. Puedo vivir confortablemente sin saber al dedillo qué hacen o piensan mis vecinos.
— ¡Tonterías, James! Tienes tantas ganas de saberlo como yo, pero no eres franco y te gusta disimular tu curiosidad.
—Es cierto, Caroline —dije, entrando en mi sala de consultas.
Diez minutos después, Caroline llamó a la puerta y entró con un bote de jalea.
—Me pregunto, James, si te molestaría llevar este bote de jalea de nísperos a Mr. Poirot. Se lo he prometido. No ha comido nunca jalea de nísperos hecha en casa.
— ¿Por qué no puede ir Annie?
—Está zurciendo y la necesito.
Nos miramos fijamente.
—Muy bien. Sin embargo, si llevo este maldito tarro, lo dejaré en la puerta. ¿Lo oyes?
Mi hermana enarcó las cejas.
—Naturalmente. ¿Quién ha hablado de otra cosa?
Caroline siempre pronunciaba la última palabra.
—Si «por casualidad» ves a Mr. Poirot —ironizó cuando abría la puerta—, puedes decirle lo de las botas.
Era un tiro acertado. Yo deseaba, ansiaba comprender el enigma de las botas. Cuando la anciana del gorro bretón me abrió la puerta, pregunté si Poirot estaba en casa.
Él salió a recibirme, mostrando una gran satisfacción al verme.
—Siéntese, mi buen amigo. ¿En este sillón? ¿En esta silla? La habitación no está demasiado caldeada, ¿verdad?
Me ahogaba, pero me abstuve de decírselo. Las ventanas estaban cerradas y un gran fuego ardía en el hogar.
—Los ingleses tienen la manía del aire fresco —declaró Poirot—. El aire está muy bien en la calle, que es donde pertenece. ¿Por qué admitirlo en casa? Pero no discutamos esas nimiedades. ¿Tiene usted algo para mí?
—Dos cosas —dije—. Ante todo, esto de parte de mi hermana.
Le entregué el bote de jalea.
— ¡Cuan amable es miss Caroline al recordar su promesa! ¿Y la segunda cosa?
—Una información. —Le hablé de mi entrevista con Mrs. Ackroyd. Me escuchó con interés, pero sin excitarse.
—Esto echa un poco de luz sobre el asunto —dijo pensativamente— y tiene cierto valor, porque confirma la declaración del ama de llaves. Ella dijo, como recordará usted, que encontró abierta la tapa de la vitrina y la cerró al pasar.
— ¿Qué le parece su excusa de que fue al salón para ver si las flores estaban frescas?
— ¡Ah! No la tomaremos en serio, ¿verdad, amigo mío? Era tal como usted dice, una excusa, inventada apresuradamente por una mujer que se veía en la necesidad de explicar su presencia, cosa que por otra parte no se le hubiera ocurrido a usted preguntar. Pensé que tal vez su agitación se debía al hecho de que había abierto la vitrina, pero creo que ahora tenemos que buscar otro motivo.
—Sí. ¿A quién fue a ver fuera de la casa? ¿Y por qué?
— ¿Usted cree que fue a ver a alguien?
—Estoy convencido de ello.
Poirot asintió.
—Yo también.
Hubo una pausa.
—A propósito —dije—, mi hermana me ha encargado que le transmita un mensaje. Las botas de Ralph Patón eran negras y no marrones.
Le miraba fijamente y me pareció verle cambiar de expresión, pero esta impresión se desvaneció en el acto.
—Su hermana, ¿está segura de que no eran de color marrón?
—Absolutamente.
— ¡Ah! ¡Qué lástima!
Parecía desanimado y no entró en explicaciones, sino que inmediatamente empezó a hablar de otra cosa.
—El ama de llaves, miss Russell, fue a su consulta aquel viernes por la mañana. ¿Sería indiscreto preguntar qué ocurrió durante esa entrevista, detalles profesionales aparte?
—Nada de eso. Después de la consulta, hablamos unos minutos de venenos, de la facilidad o de la dificultad de descubrir el empleo de los estupefacientes y de los que se entregan a ese vicio.
— ¿Con una mención especial de la cocaína?
— ¿Cómo lo sabe usted? —pregunté sorprendido.
Por toda respuesta, se levantó y se acercó a un extremo de la habitación donde tenía archivados unos periódicos. Me trajo un número del
Daily Budget
del 16 de septiembre, que era viernes, y me enseñó un artículo sobre el contrabando de cocaína. Era un artículo de estilo sombrío y trágico escrito con la intención de llamar la atención sobre el tema.
—Ésta es la idea que le puso la cocaína en la cabeza, amigo mío.
Le hubiera hecho nuevas preguntas, pero no comprendía del todo su razonamiento, pero en aquel momento la puerta se abrió y anunciaron a Geoffrey Raymond.
El joven entró tan alegre y jovial como siempre y nos saludó a ambos.
— ¿Cómo está usted, doctor? Mr. Poirot, es la segunda vez que vengo a su casa esta mañana. Tenía ganas de verle.
—Tal vez haga bien retirándome —sugerí algo torpemente.
—Por mí no lo haga, doctor. Verá usted —dijo, sentándose por indicación de Poirot—. Tengo que hacer una confesión.
—
En verité?
—En realidad no tiene importancia, pero mi conciencia me remuerde desde ayer por la tarde. Usted nos acusó a todos de esconder algo, Mr. Poirot. Yo me confieso culpable. Callaba algo, en efecto.
— ¿Y qué es, Mr. Raymond?
—Le repito que nada importante. Tenía deudas, muchas, y ese legado ha llegado oportunamente. Quinientas libras me ponen a flote y me dejan un pequeño sobrante.
Sonrió, mirándonos con esa franqueza que le hacía resultar tan simpático a todo el mundo.
—Ya sabe lo que es eso —prosiguió—. La policía sospecha de todo el mundo y es desagradable confesar que uno está en apuros por temor a causar mala impresión. Pero fui un tonto, puesto que Blunt y yo estuvimos en la sala del billar a partir de las diez menos cuarto, de forma que tengo una excelente coartada y nada que temer. Sin embargo, cuando usted nos gritó eso de que callábamos cosas, sentí un ligero malestar y pensé que más valía aligerar mi espíritu de ese peso.
Se levantó, siempre sonriente.
—Es usted un muchacho muy cuerdo —dijo Poirot, mirándole con aprobación—. Verá usted, cuando sé que alguien me esconde cosas, sospecho que lo que se calla puede ser muy malo. Usted ha obrado bien.
—Me alegro de verme libre de toda sospecha —dijo Raymond riendo—. Ahora me retiro.
— ¡De forma que ya sabemos lo de Mr. Raymond! —afirmé en cuanto salió.
—Sí. Es una bagatela, pero si no hubiese estado en el billar, ¿quién sabe? Después de todo, muchos crímenes han sido cometidos por menos de quinientas libras. Todo depende de la cantidad de dinero que hace falta para corromper a un hombre. Es una cuestión de relatividad. ¿No es cierto? ¿Ha pensado usted, amigo mío, en que muchas personas resultarán beneficiadas en esa casa con la muerte de Mr. Ackroyd? Mrs. Ackroyd, miss Flora, Mr. Raymond, el ama de llaves. Con una excepción: el co-mandante Blunt.
Pronunció este nombre con un tono tan singular, que le miré asombrado.
—No le entiendo.
—Dos de las personas que acusé me han dicho la verdad.
— ¿Cree que el comandante tiene algo que esconder?
—En cuanto a eso —observó Poirot, displicente—, hay un refrán que dice que los ingleses esconden sólo una cosa: su amor. El comandante Blunt no sabe disimular.
—A veces me pregunto si no hemos ido demasiado aprisa al llegar a algunas conclusiones.
— ¿A qué se refiere?
—Estamos convencidos de que el individuo que hizo víctima de un chantaje a Mrs. Ferrars es necesariamente el asesino de Mr. Ackroyd. ¿Acaso no nos equivocamos?
Poirot meneó la cabeza con energía.
— ¡Muy bien, excelente! Me preguntaba si usted tendría esa idea. Desde luego, es posible. Pero debemos recordar una cosa. La carta desapareció. Sin embargo, tal como dice usted, eso no indica que fuera el criminal quien se apoderó de ella. Cuando usted encontró el cuerpo, Parker pudo sustraer la carta sin que lo viera.
— ¿Parker?
—Sí, Parker. Siempre vuelvo a Parker, no como el asesino, no. Él no cometió el crimen, sino como el truhán capaz de aterrorizar a Mrs. Ferrars. Quizás obtuviera información de la muerte de Mr. Ferrars a través de uno de los criados de King's Paddock. De todos modos, es más probable que se haya enterado de ello por un huésped ocasional como Blunt, por ejemplo.
—Parker pudo coger la carta —admití—. No me fijé en que faltaba hasta bastante después.
— ¿Cuándo exactamente? ¿Después de entrar Blunt y Raymond en el cuarto o antes?
—No lo recuerdo. Creo que fue antes. No, después. Sí, estoy casi seguro que fue después.
—Esto ensancha el campo hasta tres —opinó Poirot—. Parker es, sin embargo, el más indicado. Tengo la intención de someter a Parker a un pequeño experimento. ¿Quiere usted acompañarme a Fernly Park?
Asentí complacido y los dos nos pusimos en camino inmediatamente.
Al llegar a la mansión, Poirot preguntó por miss Ackroyd y Flora no tardó en presentarse ante nosotros.
—Mademoiselle Flora —dijo Poirot—. Tengo que confiarle un pequeño secreto. No estoy convencido todavía de la inocencia de Parker. Necesito su ayuda para someterle a un pequeño experimento. Deseo reconstruir algunos de sus movimientos de aquella noche, pero tenemos que encontrar una excusa. ¡Ah, sí! Dígale que yo desearía saber si las voces de los que hablaban en el vestíbulo pequeño pueden oírse desde la terraza. Ahora llame usted a Parker, por favor.
Así lo hizo y el mayordomo se presentó servicial como siempre.
— ¿Ha llamado usted, señor?
—Sí, mi buen Parker. Pienso hacer un pequeño experimento. He colocado al comandante Blunt en la terraza, frente a la ventana del despacho. Deseo saber si alguien que estuviera allí alcanzaría a oír las voces de miss Ackroyd y de usted cuando se encontraban en el vestíbulo aquella noche. Quiero recrear aquella escena. Traiga usted la bandeja o lo que llevara.
Parker se alejó y nos trasladamos al vestíbulo, frente a la puerta del despacho. Pronto oímos un ruido de tintineo en el vestíbulo y Parker apareció en el umbral de la puerta, cargado con una bandeja con la botella de whisky, un sifón y dos vasos.
—Un momento —exclamó Poirot, levantando la mano y al parecer muy excitado—. Tenemos que hacerlo todo con orden, tal como ocurrió. Es mi método usual.
—Costumbre extranjera, señor —dijo Parker—. Creo que lo llaman reconstrucción del crimen...
Parker permaneció de pie, imperturbable, con la bandeja en las manos, aguardando pacientemente las órdenes de Poirot.
— ¡Ah! Nuestro buen Parker sabe eso —exclamó Poirot—. Ha leído cosas. Ahora, se lo ruego, hagámoslo todo del modo más exacto. Usted salió del vestíbulo. Mademoiselle, ¿dónde...?