Detrás de la Lluvia (33 page)

Read Detrás de la Lluvia Online

Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
3.68Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Bueno, habrá muerto ya o estará muy viejo. Tendrá ahora noventa o más.

—No, digo que hubiera muerto de joven. Y por eso no reclamó nada.

—Pudiera ser, pero dame el corazón que no.

—Me pregunto por qué quiere usted saberlo tan tardíamente.

Ella me miró. A través de las gafas sus ojos estaban ausentes de fatiga, pero en el filo del desmoronamiento.

—Siempre anduviera intrigada, pensando en él. Eso de que echárale a gritos, como si de un apestado tratárase, y nunca apareciera... Fuera una gran crueldad. ¿Adónde pudiera ir si ya hubiera dejado el seminario...? Y luego, la vida, ya sabe... Pásase volando. Ahora, muchas veces, cuando estoy sola, lléganme tantos recuerdos de los que... —Se ensimismó un momento—. Me gustaría, pero... Bueno, también está lo de la cueva. El estuviera en ella.

—¿Qué cueva?

—La del tesoro.

Miré a Rosa, que afirmó con la cabeza.

—Disculpe —dije—, ¿qué es eso de la cueva del tesoro?

—Allá para la Ballota hay una cueva. Dijeran que hubiera un tesoro. Mi abuelo, padre de José Manuel, y su hermano, buscáronlo durante años. Nada encontraran a pesar de gastar sus pocos dineros, sus energías, su tiempo y su humor. Pero José Manuel estuviera allá.

—¿Él estuvo allí?

—Sí, siendo guaje. Convenciera a su primo Jesús, que siempre siguiérale a todas partes, y ambos marcharan por esas cumbres. Buscaran en la cueva durante dos días.

—¿Lo encontraron?

—No, claro que no. Hubiéranos cambiado la vida a todos.

—Me refiero a si lo encontraron en búsquedas posteriores, años después.

—Ya digo que José Manuel marchara y nunca volviera. No pudiera buscar nada.

—¿Jesús también desapareció?

—Sí, estuviera ausente durante muchos años por otras razones. Pero volviera, ya mayor.

—Si Jesús era tan amigo de José Manuel quizá pudiera aportar alguna pista sobre su paradero y sobre el tesoro.

—No lo creo. Pero si al final tien curiosidad vaya a Lena. Allí está mi prima Georgina. Sigue viviendo en el pueblo. Tien buena memoria. Ella puede decirle.

Ya la tarde se arrimaba hacia el bosque, el sol abatido, y por la cordillera se insinuaban azules oscuros. Nos levantamos y fuimos despacio hacia el hotel, al que iban convergiendo otros residentes.

—¿Qué piensas hacer? —dijo Rosa, más tarde, cuando todo parecía estar en paz.

Desde la ventana del dormitorio se veía una parte del inmenso parque residencial, con faroles sembrados estratégicamente. De vez en cuando la figura blanca de un vigilante rompía la quieta estampa.

—Respecto a qué.

—A lo de la cueva del tesoro de la señora Adonina.

—Que no es un tema singular. Hay miles de relatos en nuestro país acerca de tesoros escondidos. En cada región, casi en cada pueblo, se conservan testimonios y leyendas de fortunas ocultas en lugares diversos, sobre todo en cuevas. Asturias no es una excepción a esa tradición romántica. Hubo un tiempo largo en que muchos hicieron profesión de la búsqueda de tesoros. Una forma de ganarse la vida. Pocos consiguieron resultados y esos Alí Babás dejaron de existir. Yo también caí en tentación similar. Con diez años fui en busca de un tesoro.

—Nunca dejas de sorprenderme —dijo, mirándome de tal forma que sentí como si mis huesos se licuaran—. No me lo contaste.

—A mi padre, siendo niño, alguien le dio un plano. Lo escondió en un libro cuyo título olvidó. Un día, años después, lo encontró al hojear el libro olvidado. Me lo mostró con cierta excitación. El papel estaba muy gastado en los bordes y tenía trazos torpes. Parecía auténtico por su aspecto de viejo. Me invitó a que fuéramos a buscarlo el domingo siguiente. El lugar señalado estaba por el antiguo Pozo del Tío Raimundo, más allá del Puente de Vallecas, donde él nació. Por entonces era un campo con muchas chabolas, según dijo. Fuimos en metro y autobús porque mi padre no tenía coche y el sitio estaba lejos. Puedes imaginar cómo temblaba yo de contento. Iba en busca de un tesoro con mi padre, el hombre serio y equilibrado. ¿Qué te parece? —dije. Rosa tenía la misma mirada que su hijo cuando le leía novelas de Emilio Salgari.

—No sé, pero creo que te lo estás inventando.

—Para nada. Absolutamente cierto.

—¿Y qué pasó?

—Todas aquellas chabolas y campos habían desaparecido. En su lugar, un barrio entero de casas altas. Nuestros sueños desvanecidos. Mi padre no pareció muy afectado pero yo tuve una gran desilusión.

—Ahora tienes oportunidad de resarcirte con el tesoro de esa gente. Hay una cueva concreta y una búsqueda familiar.

—Que no ha dado frutos. No me llama la atención. Por el contrario sí me es sugerente lo de ese hombre que echaron y del que nunca se volvió a saber.

—Bueno, ya tienes algo que investigar.

—Sería un fracaso. Probablemente todos los testigos han dejado de existir.

—Ella está viva. Y puede que algunos más. El tema de la edad no es un freno para ti. Estás acostumbrado a buscar gente mayor.

—No tengo mucho tiempo. Estoy en lo de Méjico.

—Este sería otro caso sugerente. Deberías pensarlo. Me gustaría ayudar a esa mujer.

—Te olvidas de algo importante. ¿Quién pagaría la investigación? Ella no me ha contratado.

—¿Necesitas ese estímulo para tu curiosidad? Además, hasta es posible que encuentres el tesoro.

Se inclinó y me besó. Y para mí sobraron todos los tesoros del mundo.

Capítulo 46

La negra noche horrenda y espantosa

cubriendo tierra y mar cayó del cielo

dejando antes de tiempo presurosa

envuelto el mundo en tenebroso velo.

ALONSO DE ERCILLA

Voljov, Rusia, octubre de 1941

Desde la bombardeada Smiesko, ahora en manos divisionarias, debían salir para tomar Sitno, dos kilómetros al sur en el mismo lado del ancho Voljov. Para ello tendrían que avanzar unos quinientos metros por un campo nevado y despejado, a tumba abierta y sin más defensa que su propia suerte. Y luego atravesar el oscuro bosque donde los rusos esperaban atrincherados en sus nidos de ametralladoras y pozos de fusileros.

Desde temprana hora el 2.° del 269 estaba listo en sus posiciones, el armamento presto, esperando la orden de ataque. Pero no estaban preparados para morir. Ahora Carlos veía los gestos forzados, las miradas huidizas, las manos agarrando los fusiles como si su contacto fuera un asidero a la vida. De las trincheras salía una nube de humo de tabaco. Los hombres fumaban compulsivamente tratando de recobrar la fortaleza huida con la incertidumbre. Hacía un frío demoledor y en la espera angustiada él recordó a aquel teniente de las SS que le regalara la estilográfica dos meses atrás, cuando se quejaban del calor y se esperaba ansiosamente el enfrentamiento con los soviéticos como si fuera una aventura de retorno asegurado. Ya estaban en la cruda guerra y la División iba sumando muertos a diario.

Primero cayeron algunos por accidente. Luego muchos empezaron a desfallecer por el cansancio acumulado y a sumar dolencias en pies y hombros, despellejados por el peso del equipo en la inacabable marcha. Después apareció fugazmente, como ajeno a lo cotidiano, el rostro de la guerra cuando las minas y los ametrallamientos nocturnos abatieron a algunos hombres.

Tras un descanso en Vilna, la siguiente caminata de otros cien kilómetros les llevó a Minsk, la capital de la Rusia Blanca. Y luego más y más kilómetros avanzando sobre aldeas de nombres olvidados, iguales, viendo casas desperdigadas, la mayoría sólo restos, gente miserable reconstruyendo sus hogares deshechos o asomando su miseria de siglos en las isbas. De vez en cuando aldehuelas plantadas entre campos de girasoles. Vieron paisajes hundidos en la desolación, muertos no alemanes sin enterrar, tumbas con una cruz rústica y nombres en letras góticas; coronándolas, cascos como si además de un último recuerdo quisieran protegerles en la otra vida.

Contemplaron cráteres de bombas con restos humanos, puentes volados, cañones, tanques y camiones convertidos en chatarra entre martirizados bosques de brisas fragantes y ondulados prados de hierba calcinada.

Sorpresivamente, cuando ya habían cruzado el Dnieper y vivaqueaban a tan sólo cuarenta kilómetros de Smolensko, llegó la orden de dar la vuelta y dirigirse a Vitebsk, cien kilómetros al noroeste. Los soldados se limitaron a obedecer pero oyeron jurar y blasfemar a los oficiales y jefes porque se les negaba participar en la gloria de tomar Moscú y desfilar por la Plaza Roja. Más tarde supieron que la División había de integrarse en el 16 Ejército del Grupo de Ejércitos Norte porque su frente de actuación sería el sur de Leningrado y sus tareas básicamente defensivas. La mención confusa de tantas fuerzas armadas dejó de serlo para Carlos cuando se informó de la magnitud de dichas fuerzas. Los Grupos de Ejército estaban integrados por Ejércitos, que a su vez se formaban por Cuerpos de Ejército y éstos por Divisiones. La Azul estaba en una marea de unas treinta divisiones alemanas formadas por cerca de cuatrocientos mil soldados.

En Vitebsk fueron embarcados en vagones de mercancías para cubrir los quinientos kilómetros que les separaban de los frentes asignados, lo que fue recibido con gran alegría por los soldados. Por fin cesaba la incomprensible y salvaje marcha de tantos kilómetros que les hizo perder inútilmente más de un mes y desgastarse por los caminos, como si el mando alemán no supiera qué hacer con ellos. Una marcha sin ningún beneficio para nadie salvo para el enemigo. Porque al pasar cuentas en Vitebsk se vieron los hombres que habían muerto y los miles que habían quedado inutilizados y que fueron enviados a hospitales, muchos de ellos regresados a España. También las bajas de los animales y de los vehículos.

Todo pasó a hacerse a gran velocidad entonces, como si hubiera habido conciencia por parte alemana de que había una división española desperdiciada. Fueron enviados a un sector del norte de Novgorod, la ciudad dorada, la capital más antigua de Rusia, situada justo donde el río Voljov vertía sus aguas en el enorme lago limen. Ahora la ciudad sólo conservaba los muros del Kremlin y las bulbosas cúpulas apenas castigadas de la catedral de Santa Sofía. Casi todo había sido destruido. Primero por los bombardeos de los Stukas alemanes, y luego al ser incendiado por los soviéticos en su retirada. Pocos de los treinta mil habitantes quedaban como fantasmales testigos.

Reemplazaron a dos regimientos de la 126 División alemana y a toda la 18 motorizada, que habían tomado casi todas las poblaciones al este del Voljov. El 2.° del 269 del coronel Esparza fue posicionado en el extremo norte, cerca de la carretera y del ferrocarril que subían a Leningrado. Al otro lado del río veían las aldeas de Russa, Sitno y Tigoda que estaban en posesión de los rusos. Era preciso cruzarlo, lo que no pudieron hacer los alemanes debido a la artillería roja. Si ellos no lo consiguieron a pesar de su gran potencial parecía imposible que pudieran lograrlo los no fogueados españoles. Pero unos días después, una sección al mando del teniente Escobedo atravesó audazmente las aguas sobre botes neumáticos sorprendiendo a los soviéticos y estableciendo una cabeza de puente en una colina a la que denominaron Capitán Navarro. A continuación el batallón tomó Smiesko a costa de grandes pérdidas.

Y ahora esperaban. Alberto y Braulio fumaban silenciosamente al lado de Carlos. Indalecio ya no estaba con ellos. Como tantos otros había sucumbido bajo la pertinaz acción de la artillería rusa.

El ataque fue precedido por un intenso cañoneo de las piezas del 75 de la 13 Compañía artillera, tirando a cero. Los árboles se desmochaban y algunos se partían por los obuses sin que los soviéticos, bien parapetados en pozos de tirador, respondieran. La orden de acometida llegó y la sección de Asalto dirigida por el teniente Galiana se impulsó hacia delante y tiró del batallón. Ochocientos cincuenta hombres se lanzaron hacia el azar contra una barrera de fuego. Corrían en zigzag, se arrojaban a tierra y volvían a levantarse sin dejar de disparar mientras camuflaban su miedo cantando
El novio de la muerte
y
Cara al sol
. Muchos no se levantaron. Pero la furiosa marea llegó al bosque y se batió como en tiempos de las espadas, luchando a bayonetazos hasta barrerlo de enemigos. Sitno, que estaba siendo bombardeada por la artillería española, ardía a menos de un kilómetro. Desde el conjunto de isbas que formaban la aldea los rusos disparaban sus pesadas ametralladoras de carrito y las piezas antitanque. La ola divisionaria llegó al escenario y se fundió en la locura colectiva.

Cuando la noche llamaba, la aldea había caído. Pero no fue una conquista fácil. Ahora, mientras unos intentaban apagar las llamas otros cargaban a los heridos en las ambulancias y en los trineos para llevarlos al hospital de Udarnik. Los oficiales buscaron las isbas más adecuadas para aposentar el mando, y los soldados procedieron a recoger los muertos y depositarlos en el sótano de un castigado edificio de mampostería hasta que pudieran ser enterrados en el cementerio. Allí quedaron rígidos, en segundos, sus ojos ya de cristal y sus rostros despersonalizados. Carlos y Alberto buscaron a Braulio. Lo llevaron adonde los demás muertos, desprendiéndole de sus documentos y chapas. Creyeron que tendrían que romperle los congelados dedos para arrancarle el fusil. Luego se miraron largamente mientras a su alrededor el pandemónium no cesaba.

Capítulo 47

Varios días ha muerto aquí el disparo

y ha muerto el cuerpo en su papel de espíritu

y el alma es ya nuestra alma, compañeros.

CÉSAR VALLEJO

Gijón, septiembre de 1937

Los aviones Heinkel He 111 de la Legión Cóndor procedentes de la base aérea de Valladolid tardaron poco en alcanzar su objetivo: Gijón. Eran bimotores estilizados, manejables y alcanzaban una velocidad de cuatrocientos kilómetros por hora. Orgullo de la industria aeronáutica alemana, los pilotos estaban encantados de su rendimiento en las pruebas a que los sometían en esa guerra lejana e incomprendida. Con las primeras claridades dejaron caer sus bombas de cuatrocientos kilos sobre el puerto de El Musel donde se resguardaban los restos de la escuadra republicana del Cantábrico. Los mortíferos cilindros buscaron los buques, alcanzando a algunos levemente y levantando grandes surtidores de agua. En una progresión colateral, accidental o voluntaria, algunos proyectiles impactaron en la ciudad matando e hiriendo a numerosos civiles.

Other books

El laberinto de la muerte by Ariana Franklin
Tales from the Fountain Pen by E. Lynn Hooghiemstra
Dancing Tides by Vickie McKeehan
Heaven and Hell by Kristen Ashley
Deviations by Mike Markel
A Demon And His Witch by Eve Langlais
Murray Leinster by The Best of Murray Leinster (1976)
Eagles at War by Ben Kane