Detrás de la Lluvia (15 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
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Los trescientos reclutas del Tercio, todos vestidos de paisano, descendieron y pasaron lista mientras la banda del regimiento interpretaba el himno legionario. En la sala sanitaria del acuartelamiento de transeúntes tuvieron que pasar el proceso de desinfección que incluía el pelado, afeitado, ducha con agua caliente y vacuna anti tifoidea. Las ropas fueron retiradas y a cambio recibieron mudas, botas y uniformes, todo nuevo y de acuerdo a sus tallas.

Dos horas después de una opípara comida toda la tropa fue embarcada en unos autobuses que tomaron la carretera que unía Melilla con Zeluán, ya en terreno marroquí bajo Protectorado. Durante el viaje por la bien conservada pista, Carlos apreció que a la izquierda las aguas marítimas eran calmadas. Más allá había una larga lengua de tierra, como un dique natural, partiendo en dos las aguas. Había estudiado los mapas y sabía que esa enorme charca se llamaba Mar Chica, un mar interior como el Mar Menor de Murcia y por el que se movían barcas de pescadores. Como la manga española, esa lengua era una tierra desnuda, de arena y sal, vacía de edificaciones. Sólo dos enclaves entre los dos mares: La Restinga, con su poblado, puerto y fortín, y el Atalayón, una península en miniatura que se adentraba en el pequeño mar, con su base de hidros.

En Nador, la población central de Mar Chica, tan sólo a quince kilómetros de Melilla, tomaron una carretera secundaria que les llevó al poblado de Tauima, donde destacaba el enorme acuartelamiento del Primer Tercio legionario, llamado Gran Capitán. Parecía un castillo medieval, con dos torreones irregulares centrando el gran arco de entrada donde un ligero viento hacía ondear la bandera de España. Allí se encontraban las 2.ª, 4.ª y 11.ª Bandera de la Legión, distribuidas en doce compañías más otras dos para grupos de zapadores, transmisiones y antitanques. Las demás Banderas integraban los otros Tercios situados en distintos lugares de Marruecos y España.

La llegada de nuevos reclutas era siempre un acontecimiento. En los dormitorios de las catorce compañías, adonde fueron repartidos provisionalmente, los veteranos les recibieron con silbidos y chanzas. Carlos y Javier fueron asignados a la 1ªde la 2.ªBandera. Se hicieron con las camas y las taquillas correspondientes y procedieron a organizar sus equipajes. Luego rindieron presencia en la armería, donde les hicieron entrega del fusil y las demás dotaciones. La noche llegaba pronto en esa zona. Después de la cena y antes del toque de retreta, Carlos se dio una vuelta con Javier por el inmenso patio de armas. Habían cambiado las duras botas por alpargatas de cordones y se sentían más ligeros. Carlos miró a su amigo, que permanecía en silencio. La noche era tan profunda que las estrellas parecían colgadas de hilos infinitos. Encendió un cigarrillo y reflexionó sobre la velocidad con que acontecen las cosas.

Capítulo 20

Nullis boni sine socio incunda possessio est.

(De ningún bien se goza la posesión sin un compañero.)

SÉNECA

Valdediós/Pradoluz, Asturias, abril de 1932

José Manuel fue llamado al despacho del rector, recién terminado el desayuno. Tuvo un principio de temor porque de esas llamadas nunca surgían buenas noticias. ¿Qué habría hecho mal? Llamó quedamente. Al lado del director estaba su profesor.

—El propio que va a Villaviciosa cada semana a recoger el correo, trajo una nota del alcalde. Habían telefoneado desde Campomanes —dijo el rector, mirándole y analizando lo que veía. Ante él no estaba el asustado principiante sino un mozo alto y bien parecido, aunque seguía teniendo los ojos llenos de preguntas—. Toma, léela.

De esa forma se enteró de que su padre había sucumbido a la silicosis y que falleció cinco días atrás. Miró a ambos clérigos con desconcierto. Luego sintió un acceso de ira que se enredó dentro de sí mismo sin salir al exterior. Muerto, a los 44 años. Sin tiempo para llegar a beneficiarse de los proyectos que albergaba para él.

—Quiero ir a verle.

—Para qué. Ya lo enterraron.

—De todas formas, le ruego me permita ir.

—Si quieres rezar por él, puedes hacerlo desde aquí. Te acompañaremos en tu sentimiento. Espera a las vacaciones.

—Padre, necesito ir ahora. Quiero ver a mi madre.

—Tendrías que ir solo y ahora no es buen momento.

José Manuel sabía a lo que se refería. La República había llegado y por todas partes se producían manifestaciones en contra de los patronos, de los ricos y, fundamentalmente, de la Iglesia. Habían tenido algunas algaradas en los paseos desde entonces. En las primeras ocasiones, caminando en grupo por la carretera a Amandi, habían sido insultados y amenazados por mozos iracundos. Les llamaban cuervos, les piaban, se burlaban y algunos hasta pedían su muerte. En ocasión posterior, en Villaviciosa sufrieron una agresión. José Manuel se asombró de que algunos alumnos respondían a puñetazos y otros con palos que llevaban escondidos, lo que puso en desacuerdo a los furiosos. No creía que tal cosa pudiera ocurrir. Nadie le había dicho que repeler agresiones era permitido a quienes se formaban sobre la base de la bondad y el amor entre los hombres. Pero más se asombró cuando en el convento, al volver, los profesores avalaron esa conducta porque «hay que hacerse respetar por esa masa asilvestrada». Para evitar conflictos no les permitieron pasear fuera del valle y menos en solitario.

—Este mes se cumple un año de esa calamidad que ensombreció el país. Habrá exaltados que desearán celebrarlo. No te será fácil transitar por tu zona de nacimiento.

—Procuraré soslayar los problemas —aseguró.

—Bien. Tienes dos días de permiso. Te daremos dinero para el viaje. —Miró la hora en un reloj de bolsillo—. Mandaremos al propio a Villaviciosa para que telefoneen a Campomanes avisando de que llegarás a mediodía en tren. Que Dios te guíe.

Media hora más tarde subió andando los tres kilómetros hasta San Pedro de Ambás, el pueblo grande situado en plena carretera general para coger el autobús que lo llevaría a Oviedo. Era el camino usado por los que escapaban del convento. Chicos que tenían otros planes para sus vidas y que no aguantaban el severo régimen. También los que fueron desestimados. Pero el seminario estaba bien provisto de estudiantes porque otros llegaban para que la rueda siguiera girando.

El autobús era un «Imperial» de la línea Salustio. La gente le miraba porque no era frecuente ver a un seminarista solo en esos tiempos. Subió a la parte de arriba, sobre el techo, al aire libre. La superficie estaba ocupada por unos bancos de madera atornillados a la chapa y el viajar en ellos suponía un precio menor. Se quitó el bonete de tres picos, se ajustó la esclavina y dejó que el aire acariciara sus cortos cabellos, sin dejar de agarrarse bien a los reposabrazos. El chofer no ponía empeño en conducir con sosiego, y en las múltiples curvas y bajadas todos iban de un lado para otro como si estuvieran en un barco, a punto de caer en cualquier momento. Algunas mujeres vomitaban y el líquido se esparcía hacia los de atrás provocando denuestos y sonoras blasfemias.

Estaba en cuarto curso de carrera y notaba lo que en él influía el seminario, el mundo que descubría en los libros, los conocimientos de cosas que ignoraba existieran. Al margen del latín y las obligaciones puramente religiosas, sentía pasión por las matemáticas, geografía, literatura e historia. Pero dentro de él seguían porfiando las dudas.

Llegó a Oviedo y quedó deslumbrado, más que la vez anterior porque entonces era un guaje y carecía del discernimiento adquirido con la edad y el estudio. Tanta gente y tanto movimiento. Fue a la estación del Norte e hizo esfuerzos para disimular su torpeza en el guirigay del enorme lugar. Sacó billete de tercera clase para el primero que partía hacia Lena. Tenía tiempo hasta la próxima salida, por lo que decidió caminar hasta la catedral. En la calle Uría, la principal de la ciudad, se admiró de los bellos edificios, especialmente uno llamado La Casa Blanca, cuya fachada de mármol le hacía sobresalir de entre otros de apreciable diseño. Con su espigada figura y su fajín rojo atraía las miradas de todos. Ningún cura transitaba, al menos él no los vio. Intuyó que también por allí dictaba la orden de que se guardaran de andar solos. Para algunos paisanos podía ser una demostración de valentía, y para otros, una provocación. Pero nadie se metió con él. De reojo miraba a las mujeres y sentía zozobrar su fortaleza. Tan hermosas, elegantes, emitiendo feminidad como esas plantas que lanzan sus efluvios para atraer y atrapar a los insectos. Era la prueba más dura para él. En los paseos desde el seminario veía a las mozas por la carretera y en las faenas de los caseríos y notaba las urgencias dentro de sí, nunca consumadas. Pero las féminas de Oviedo eran increíbles y le aplastaban. Recordó la conversación tenida con el confesor en uno de los repasos de culpas, tiempo atrás, al principio, cuando declaraba todo lo que sentía.

—¿Te dejaste vencer por la práctica solitaria del falso deleite carnal?

—No, no, padre, nunca me toqué pero... ¿por qué ye falso?

—Porque es deshonroso para el espíritu y perjudicial para la salud del cuerpo.

—¿Por qué ye malo para el cuerpo?

—Es una práctica antinatural y como tal deja secuelas, como la ceguera y la sordera.

—¿En serio queda uno ciego?

—Bueno, afecta mucho a la vista. Es un hecho comprobado.

—Entonces, casi todos los curas se la mueven porque la mayoría lleva gafas. Usted mismo las tiene.

El confesor se atragantó.

—Bueno, no todas las afecciones oculares vienen de eso. Los curas gastamos la vista en las muchas lecturas que hacemos durante años. Es importante no olvidar que la función principal del órgano masculino es la de orinar.

—Sí, pero todos los días amanece dura y grande como el palo de la
fesoria
, hasta duele de lo tiesa.

—Son mecanismos del cuerpo que luego ceden. Como estornudar o tener calambre en una pierna. Cuando tengas esas... durezas, ve a la ducha o mete los pies en el arroyín. Y reza. Los rezos con fe anulan cualquier otro sentimiento que el de la pureza. Eres de los mejores en todo y me consternaría si tuvieras que dejar el seminario por sucumbir a tan perniciosa atracción.

Sabía que, con el fin de torpedear su ansiedad y mantener el miembro en flacidez, en la bebida les echaban una cosa llamada bromuro, algo que resultaba ineficaz para la brava mayoría. Tampoco era desconocedor de que les vigilaban. Miraban las sábanas para ver si había huellas. No ignoraba que muchos buscaban hacerlo en el retrete, donde desaparecían los rastros del impulso pecaminoso.

La catedral le extasió. Entró y con sus ojos acarició las bóvedas, las columnas, las figuras de los santos y vírgenes, el coro y todo lo demás. Se sentó y estuvo meditando cómo los hombres antiguos podían hacer tan bellas obras. Recordó a su padre. Se arrodilló y oró por él. Al deán que le atendió le expuso su deseo de ir al Palacio Episcopal con la intención de ver al obispo. Le quitó la idea porque estaba enfermo y, además, había que pedir audiencia con antelación. La entrevista mantenida en tono reverencial con el canónigo le hizo notar todo el poder de la Iglesia.

El tren tenía destino a León. Iba lleno de gente y paraba en las estaciones principales. Al salir de Oviedo se obligó a concentrarse en el paisaje. No le fue difícil dejarse absorber. Más adelante vería los montes de su niñez. Aunque para un extraño no había diferencia en todo el diseño asturiano sí la había para un natural.

En los paseos desde el seminario durante los periodos de vacaciones, escaló El Pedroso y caminó por el Cordal del Peón, atestado de pinares y pumaradas y de una belleza anonadante. También estuvo en la Peña de los Cuatro Jueces, lugar donde decían que cada año se reunían los alcaldes de los concejos de Gijón, Sariego, Siero y Villaviciosa para cumplir con la añeja tradición entre algazara de sidra y buen yantar. En Oles había una mina de azabache y vendían los abalorios en las tiendas. Cuando tuviera suficiente dinero compraría un rosario de esa piedra negra para regalárselo a su madre. Le encantaba ir a Villaviciosa y contemplar la hermosa ría desde la carretera que lleva a El Puntal. Perezoso en la obediencia de retorno al grupo, siempre se extasiaba largo tiempo junto al Faro de San Miguel. Allá, el mar infinito que nunca vio antes ni lo había navegado. Ahora sabía que en algún lugar de la América lejana, adonde un tío suyo marchara muchos años antes, olas similares estaban desmayándose.

Pero nada era como regresar a casa, ningún lugar comparable a sus montes. No había vuelto a ver a los suyos. En los dos veranos anteriores nadie acudió a verle y él no abandonó la zona por diversas causas, tampoco por las Navidades. Recordó el viaje de casi cuatro años antes en sentido contrario. Quiso verse en aquel niño desaparecido y la imagen le vinculó a ese momento.

En la abierta estación de Campomanes le esperaba su hermano Eladio. Fue un encuentro lleno de silencios, centrando las miradas de todos los curiosos. Estaban en una esquina de la zona minera y las sotanas no encontraban ecos de bienvenida. El aire le trajo comentarios preocupantes de algunos adultos.

—Mírale, como si no supiera lo que les viene.

—Hemos dacabar con tos ellos.

Un grupo de mozalbetes se le acercó a la carrera como si fuera objeto de feria.

—¡Viva Rusia!

—¡Vivan los mineros!

—¡Mueran los curas!

Agitaban los puños en alto entre burlas y gestos procaces mientras intentaban rodearle. Eladio les dispersó sin contemplaciones.

Subieron andando por el pedregoso camino. Le vino a la memoria cuando partió al seminario en el carro y preguntó por don Abelardo. Su hermano le miró y dijo que había muerto, pero enseguida se deshizo del asunto como si fuera algo inoportuno.

Allá por donde pasaban, los paisanos de los pueblos menores se paraban y algunos le saludaban. No imaginaba que por esos lares hubiera beligerancia antirreligiosa. Sabían quién era porque la noticia había corrido. Las mozas con las que se cruzaba le miraban con curiosidad, cesando en sus labores. Lo hacían sin disimulo, con el descaro natural de quienes lo tienen por costumbre. Algunas se le acercaban y le daban la bienvenida, otras le sonreían con timidez y otras se apartaban intimidadas ante ese atractivo y delgado mozo de sayo negro.

Una hora después llegaron al cementerio. Allí estaba su madre con las lágrimas eternizadas, sus tías, su hermano Manolín, y Pepa, la mujer de Adriano, con sus dos rapacinos. Le presentaron a Georgina, que llevaba una cría agarrada al sayal. Era moza de Espinedo y mujer de Tomás, otro de sus hermanos, de cuyo casamiento fue informado por carta. Sus ojos esmeraldinos subrayaban la armonía de sus facciones. Y conoció a Adonina, con la que Eladio casara un año antes acuciado de prisas. No pudieron invitarle al casi escondido acto, según le escribieran posteriormente. Procedía del Concejo de Ibias. Era familia de los Castro de Pradoluz y visitándoles se prendó de su hermano. Ahora tenía una niña que apenas andaba y estaba encinta, lo que confirmaba las prisas que en esa línea llevaba su hermano. No se sorprendió de ver a tanta prole, pero sí de conocer a dos cuñadas realmente guapas, rubias y con similares piedras preciosas por ojos a pesar de proceder de casas distintas. Pepa distaba de ser fea pero era diferente.

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