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Authors: Joaquín M. Barrero

Detrás de la Lluvia (31 page)

BOOK: Detrás de la Lluvia
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El mando, para levantar el ánimo de los sitiados, había hecho correr la noticia de que una columna gallega venía desde Lugo para romper el cerco y establecer un «pasillo», como dos años antes. Y ahora esperaban, sabiendo que el enemigo había acumulado artillería y gran cantidad de material de guerra para iniciar el ataque el día 4, aniversario de la sublevación del 34; es decir, ese mismo día.

Ya el alba se desperezaba con el alboroto de los gallos y perros y de pronto la lluvia se pintó de rojo. El tronar de cañones avanzó desde los Arenales al Naranco. Una lluvia de fuego cayó sobre la línea de defensa donde estaba José Manuel. Luego, la lucha cuerpo a cuerpo y con bombas de mano. El capitán ordenó la retirada al Canto, posición clave para ambos bandos, cruzada por trincheras profundas llenas de ametralladoras. Dos días después el ataque artillero deshacía la loma, las casas de labranza y todo el terreno circundante. Llegó otra noche de lluvia y la lucha no decreció, ahora sólo de fusilería y dinamita. José Manuel disparaba, rezando intensamente para no dar en el blanco. No tenía odio y deseaba que esos jóvenes decididos que morían en el estrépito tampoco lo tuvieran. Intentaba convencerse de que todos sentían su amargura al ver tanta destrucción inútil. Veía morir a su alrededor a los fogosos falangistas, sus rostros diluidos en la nada. Allí quedaban sin enterrar, hermanados con el enemigo, deshechas sus ideologías. «Cuando la terrible ausencia me comía medio lado», dijo Góngora. Y en esas jornadas de Apocalipsis él entendió el llanto del poeta.

Una cadena de estallidos avanzaba imparable. Los mineros manejaban la dinamita en progresión, derribando un muro tras otro y metiéndose intrépidamente por los pasos abiertos, arrollando a los defensores y muriendo en el feroz empeño. Nueva orden de retirada con grandes pérdidas por ambos bandos. José Manuel retrocedió empujado por la avalancha de explosiones, su cuerpo esquivado por los proyectiles. Balas, fuego, lluvia y barro. No intentaba ya comprender esa locura. Tenía que hacer lo mejor en ese lugar que le asignó el destino. Procuró mantener el temple necesario para dominar el pánico y no lanzarse a una huida ciega como otros. Pasó por los derribos y oyó el gemido. Miró atentamente intentando traspasar el polvo. De entre cuerpos destrozados vio asomar una mano. Se acercó ensordecido por los estampidos. El herido estaba casi cubierto por cascotes. Se inclinó y le vio el rostro. Era Eduardo, uno de los hermanos de Amador. Dejó el fusil y comenzó a quitar escombros con la mayor celeridad. Nuevas explosiones conmovieron los muros aún en pie. Miró hacia arriba. Uno de ellos se movía y comprendió que se desplomaría en poco tiempo. Se apresuró y logró sacar al herido. Lo cargó sobre un hombro, agarró el fusil y buscó la salida del laberinto de derrumbes. El lienzo de ladrillos cayó detrás de él sobre el lugar que había ocupado Eduardo. Siguiendo su instinto logró salir de la zona y avanzar hacia la nueva línea de defensa de los suyos. Gritó para que no le dispararan. Más tarde los camilleros cogieron al herido y lo llevaron a la retaguardia.

—Joder, tío. Ye imposible —le dijo un sargento—. Vienes vivo y cargando con un herido. Aquello está en manos de los rojos.

—Tuve suerte.

—La vamos a necesitar.

José Manuel, que siempre ayudaba a compañeros heridos, en esta ocasión se sintió especialmente confortado por lo realizado, ya que el rescatado era hermano de su amigo. Pero no se vanaglorió porque tenía como dogma hacer lo mejor en los lugares que el destino le asignaba. Coincidió con el sargento en lo sorprendente de haber salido ileso de ese trance. Quizás era una compensación. El otro hermano de Amador, Juanjo, había muerto. Un obús le cayó encima en su posición del antiguo convento de las Adoratrices. De ello hacía unos días. La noticia le llegó a su amigo, que en ese momento luchaba a su lado y que no recibió permiso para el entierro debido a la gravedad del frente; entierro que se efectuó en el viejo cementerio del Prau Picón.

La presión republicana era asfixiante pero, como si la fatiga hubiera invadido tanta excitación, un día la intensidad del cañoneo decreció y trozos de silencio fueron llegando a las trincheras. Hubo como una pausa mientras la lluvia persistía inalterable. Se apreció un vacío, como si algo trascendental estuviera ocurriendo. La noche se llenó de expectativas. Y de pronto estallaron explosiones por la zona del Naranco. Pero no eran de dinamita sino cohetes. Una corriente de gritos y luces agitó la ciudad acorralada. No tardaron en saber que la columna mandada por el coronel Martín Alonso, con ayuda de la aviación, había tomado por sorpresa la retaguardia de los republicanos y aniquilado los puestos para avanzar sin oposición hasta la plaza de América y el Campo de San Francisco. El ansiado pasillo había sido establecido. Los ovetenses ya no estaban aislados.

Al día siguiente las posiciones fueron reforzadas por más de siete mil legionarios, moros de Regulares y miembros del Ejército de Galicia. Aunque el cerco seguía por los demás lugares, la situación había cambiado. La ciudad estaba desbordada de júbilo y la gente se abrazaba en las calles, los niños cantando; rostros llorosos equipados de alegría a pesar de los obuses y disparos que de vez en cuando caían. Amador consiguió un permiso y José Manuel le acompañó. La ciudad era una escombrera, desmembrados la mayor parte de los edificios. Otra vez, sin haber curado de las heridas recibidas dos años antes, como si hubiera sido marcada por Dios para su total aniquilación tal que una nueva Pompeya.

En casa del amigo ambos se asearon por primera vez en mucho tiempo. José Manuel se vio colmado de agradecimientos por haber salvado a Eduardo y le hicieron sentirse como el héroe que distaba de considerarse y desear.

—Siempre te estaremos agradecidos —dijo don Amador, adornándose de una inédita ternura—. Soy deudor de ti. Cualquier cosa que me pidas es tuya.

La madre de Amador vestía de negro, como sus hijas. Había adelgazado y el gesto se le había llenado de luto. Don Amador estaba entero. Llevaba un traje oscuro y no había hecho dejación de su diario aseo.

—¿Ves lo que hacen esos asesinos? —Miró a José Manuel como si él hubiera tenido alguna responsabilidad—. Pero lo pagarán caro esta vez. No se irán de rositas cuando esto termine.

Estaba claro que se apoyaba en el vigor que da el deseo de venganza. Loli aprovechó un aparte con él.

—¿Cómo estás?

—Bien —mintió—. ¿Y tú?

—Ojalá tengamos ocasión de repetir aquello —dijo, envolviéndole con sus ojos.

José Manuel la miró con admiración. Era un ejemplo de que la vida debía seguir. No le respondió. Nunca imaginaría lo mucho que había pensado en ella en esos meses, las veces que soñó con su cuerpo desnudo y el momento en que le hizo entrar en aquella magnitud desconocida. La tenía metida en su cerebro y no sabía si podía o si quería extirparla.

Fueron al cementerio donde antes del conflicto apenas había enterramientos, que ya venían haciéndose en el de El Salvador. La situación de guerra había hecho que el viejo camposanto volviera a ser utilizado. La tumba tenía una cruz de madera con el nombre del muchacho.

—Cuando termine esto le haremos una buena lápida.

Tuvieron que salir rápido de allí porque disparos de ametralladora procedentes del campo republicano batían la zona.

Con las tropas de refuerzo, Aranda pasó a la acción consolidando los frentes y retomando las posiciones perdidas. Pero llegado noviembre, la actividad bélica había decrecido hasta estacionarse.

Capítulo 42

Madrid, junio de 2005

No había contento en el gesto de Iñaki. Estaba claro que no asumió bien mi decisión de abandonar la búsqueda de Carlos, y más cuando no aporté ningún dato sobre su inocencia.

—Dijiste que dejabas de buscar al tipo. Y ahora estás aquí. Seguro que vienes a por la pasta.

—Vengo a informarte de la solución del caso. Te dije que, al margen de Carlos, seguiría con la investigación.

Estábamos en el salón-jardín de su chalé, de pie. No me invitó a tomar asiento, lo que expresaba su desagrado por mi visita.

—Tú dirás.

—Tengo el nombre del asesino de tus familiares.

La noticia no le alegró la cara.

—Dispara.

—Se llamaba David Navarro. Estuvisteis acosando a un inocente.

—¿Se llamaba?

—Murió en la División Azul.

—Muy oportuno.

—¿Qué quieres decir?

—Es muy característico echarle la culpa a un muerto.

—Tengo un testigo presencial y la pistola empleada. El testimonio es incontrovertible. Señala cómo se hizo y en qué lugar.

—Me gustaría hablar con ese testigo.

—No creo que esté en esa disposición. Pero puedo enviarte su informe firmado... y confidencial.

—Hazlo.

—Bien. Ahora puedes hacerme cheque por el resto del precio acordado.

—No lo haré. No has encontrado a Carlos Rodríguez. Ese era el trato.

Se hinchó como el gallo cuando se pavonea ante su harén, dejando clara su intención de acoquinarme con su exuberancia muscular.

—El contrato establece que debo buscar a Carlos porque le atribuíais la comisión de un doble asesinato. Aparecido el verdadero asesino, la presencia de Carlos es irrelevante. No es parte involucrada. Nunca lo fue y da lo mismo que siga perdido o muerto. Pero ello es bueno para vosotros porque, en el improbable caso de que apareciera, podría poneros una querella por persecución continuada y acusación injusta.

—No te voy a dar ni un puto duro mientras no aparezca Carlos.

Imaginé sus músculos hinchándose bajo la camisa, los dos con los codos sobre la mesa en un concurso de pulso.

—Vaya, el mismo proceder de la familia. Era de esperar. Bonita herencia.

—¿A qué coño te refieres? —dijo, colgando un rictus de su boca.

Miré con atención su rostro desabrido. ¿Sería posible que no estuviera al tanto de las fechorías de sus ancestros? Fui desgranando cómo fueron las cosas. Al principio siguió con su gesto hosco, pero a medida que escuchaba, toda su arrogancia fue disolviéndose como el humo de un cigarrillo. Sentí cierto reparo en mostrarle las miserias ocultas de la familia.

—¿Es cierto lo que dices?

—Tan cierto. Pregúntale a tu tía abuela. No te contentes con un no. Lo siento, pero ella debió de saber o sospechar que el sueldo de su marido no daba para el nivel que tenían.

Se adscribió a un amargado silencio.

—¿Eso está en el informe?

—Con pelos y señales.

—El testigo puede sacarlo en cualquier momento.

—No. A él tampoco le interesa que nada de esto vea la luz. Tiene una reputación que configuró durante toda su vida y querrá conservarla.

—Espera aquí —dijo, y desapareció por una de las puertas. Un rato después volvió con un cheque en la mano—. Toma. No hace falta que me mandes factura.

Me acompañó sumido en silencio hasta la verja del jardín. Me dio la mano. En sus ojos había un gran vacío.

Capítulo 43

En túmulos de escarlata

corta lutos el silencio.

MANUEL AZAÑA

Antigua Polonia, septiembre de 1941

Era el último día en el campamento. La División abandonaría Grozno al alba tras el desayuno y la recogida de tiendas, después de una semana de incomprensible vivaqueo. Durante la jornada los pases de visita a la ciudad fueron suspendidos y todos los hombres se dedicaron a preparar las armas pesadas, los camiones y las bestias. Les quedaban más de novecientos kilómetros de caminata. La próxima escala sería Vilna, en la antigua Lituania, a unos ciento veinte kilómetros.

—No son tantos. ¿Qué es eso para nosotros? —presumió Alberto.

Carlos y sus compañeros habían tenido que escuchar la admonición del capitán de la compañía y fueron sancionados a no salir del recinto. La carta del capitán de las SS no fue la única que recibió el regimiento. Otras se unieron a la que el comandante general de la plaza envió al general Muñoz Grandes, en las que se censuraba el comportamiento inadecuado de los divisionarios y se pedía más disciplina. Pero la preocupación del grupo castigado no estaba en ellos mismos. Faltaba Antonio. Carlos solicitó hablar con el capitán al día siguiente y le pidió que le permitiera volver al gueto en busca del ausente.

—¿Crees que somos niñeras? ¿Exponer a más soldados a la posibilidad de desaparecer también?

—Conocemos el lugar donde nos dejó, mi capitán, aquella taberna.

—¿Y los permisos para entrar en el gueto? ¿Olvidas que os colasteis? ¿Más problemas con los alemanes? —El capitán estaba realmente enfadado—. Olvídalo, soldado. Tendrá que valerse por sí mismo. Si tuvo cojones para unas cosas debe tenerlos para encontrar el camino de vuelta.

—El capitán tiene razón —dijo Alberto, más tarde.

—Si fueras tú el desaparecido, ¿no te gustaría que fuéramos en tu busca?

—Yo nunca me salgo de madre.

Carlos miró a sus tres compañeros. Uno de ellos era su asesino. ¿Cómo descubrirlo?

El silencio se adueñó del campamento aunque pocos dormían en la excitación de la inminente reanudación en la marcha. En la madrugada primera se oyeron disparos, que alertaron y agitaron a los hombres. ¿Partisanos otra vez? Carlos salió de la tienda. Se veían sombras moviéndose entre luces de linternas hacia la entrada del campamento. Corrió hacia allá. Varios hombres transportaban un cuerpo hacia la enfermería. Les siguió y logró hacerse sitio entre los mirones.

—Está muerto —dijo el capitán médico—. ¿Cómo ha ocurrido?

—El centinela le dio el alto y le pidió la contraseña. Dice que daba gritos, que no le entendía. Le disparó.

—Bueno. Llamad a su capitán para que disponga su entierro.

Carlos miró el cadáver de Antonio. No se sintió especialmente afectado porque era indudable que pronto habría muchos más, quizás él. Su amigo no había muerto en combate pero quiso creer que gozó de la belleza y del amor, lo que pocos de la División llegarían a conquistar.

Capítulo 44

... et non potui silentii perfectioni resistere.

(... y no pude resistir la perfección del silencio.)

ANTONIO GAMONEDA

Oviedo/Ávila, enero de 1937

—No podemos quedarnos simplemente a esperar que nos rescaten —señaló Juan Manuel Espíritu Santo una mañana.

—¿Qué propones? —dijo Amador.

—Faltan oficiales. Han caído tantos que se resienten los cuadros. Voy a cursar solicitud para conseguir la estrella de alférez en la Escuela de Ávila.

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