Detrás de la Lluvia (36 page)

Read Detrás de la Lluvia Online

Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
5.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
Capítulo 50

Homo sum humani nihil a me alienum puto.

(Hombre soy y nada humano me resulta extraño.)

TERENCIO

Oviedo, octubre de 1937

En su mente se originó un torbellino. Le fue difícil encontrar un estímulo para analizar con sosiego el inesperado encuentro. El hombre desconocido le sugería una llamada a algo impreciso, como el regreso a la inocencia perdida. Era también como si intentara recordarle que detrás de la lluvia siempre aparece el aire purificado. Y lo más impactante: tuvo la tremenda impresión de estar contemplando la resurrección de Cristo dos mil años atrás, algo que durante sus años de seminario nunca consiguió imaginar a pesar de haberlo intentado. No podía apartar la mirada de ese rostro macilento y barbado, y de esos ojos que se abrían y cerraban no sabía si buscando algo o emitiendo señales, como el faro en la noche tormentosa.

—¿No me oyes? Digo que si le conoces —oyó a su lado. Miró al paúl.

—No, no. ¿Y usted?

—Me salvó la vida el mes pasado ante la Iglesiona de Gijón. Apareció como un ángel en un momento terrible y luego desapareció. Por casualidad le vi ayer mientras buscaba a un familiar.

—¿Qué sabe de él?

—Carlos Rodríguez, dice su ficha.

—Eso es bien poco. ¿Me acompaña?

Fueron al fondo, al despacho del médico. Era un hombre alto, de rostro encendido y agradecido de vientre. No tenía insignias en su bata impecable por lo que no parecía haber prestado servicio en el Ejército. Daba la impresión de que la guerra había pasado por su lado sin rozarle. Estaba leyendo unos documentos. Se levantó con no fingida amabilidad, mostrándose refinado de modales.

—El herido de la cama 24 —dijo José Manuel—. ¿Podemos saber de él, además de su nombre?

El médico miró un listado.

—Sí. Cuando lo trajeron conservaba su documentación, lo que es raro.

—¿Por qué es raro?

—Normalmente llegan sin documentos. Se deshacen de ellos para evitar depuraciones, sobre todo los que han tenido función de mando. La mayoría de los que ven están sin identificar. Han dado nombres, que serán falsos. Comprobar los verdaderos tardará, salvo que sean reconocidos por alguien. ¿Ven allí? —Señaló un grupo de tres hombres jóvenes rodeando una cama—. Son de la Comisión de Depuración y Clasificación, falangistas, y actúan, según dicen, con autorización judicial. Están interrogando al herido, intentando establecer su verdadero nombre.

—¿Tiene la documentación de Carlos?

—No. Hubimos de entregarla a esa Comisión. Pero tenemos los datos transcritos. Veamos. —Se caló las gafas y leyó—: Natural de Madrid, vecino de Sama de Langreo, soltero, veinte años, minero de profesión. Ha sido teniente del Ejército republicano. —Movió la cabeza—. Lo tiene difícil. Todos los que tuvieron mando están siendo juzgados por consejos de guerra.

José Manuel había oído de esos consejos y sabía que sin excepción todos eran sumarísimos. Los desdichados carecían de posibilidades y sus destinos terminaban en el paredón.

—¿Cuánto lleva aquí?

—Una semana. Recibió una bala en el pecho. Está reponiéndose de la cirugía.

En ese momento vieron llegar a cuatro hombres jóvenes por el pasillo central. Por la abertura de sus chaquetones asomaban los cuellos de camisas azules. Apenas saludaron, como si tuvieran mucha prisa.

—Estos hombres —dijo uno, tendiendo un papel.

El médico leyó la orden y luego buscó en un cuaderno. Puso el número de cama en cada margen. Los falangistas salieron e hicieron levantarse a los heridos. Eran tres, uno en tan mal estado que no se tenía en pie. Los emisarios no esperaron a que se vistieran. José Manuel les vio cubrirse con la manta de la cama y caminar entre empujones hasta desaparecer por la puerta del fondo. Comprendió de pronto por qué había camas vacías.

—¿Adónde los llevan? —preguntó el paúl al médico, que había permanecido de espectador.

—A otro hospital.

—No hay ningún otro hospital en Oviedo —dijo José Manuel notando que la voz le temblaba—. Usted lo sabe. Los van a matar. También lo sabe y no ha hecho nada por impedirlo.

El médico enfrió su sonrisa y no evitó que su mirada se pusiera a la defensiva.

—¿Impedirlo? Ese no es mi cometido. ¿Qué poder cree que tengo?

—Todo el poder. Es la máxima autoridad en un hospital. Nadie está por encima de un director médico.

—No soy el director médico. El está en la sala de oficiales. El escrito traía su firma.

José Manuel quedó un momento bloqueado. Pero estaba lanzado.

—Pero es el responsable de esta sala.

—Está loco. ¿Sabe quiénes son? Tienen campo libre para actuar. Además, seguimos estando en guerra. ¿Y quién sabe lo que esos hombres hicieron? Si están en las listas por algo será.

—¡Médico! —enfatizó José Manuel sin levantar la voz—. ¿Se lo recuerdo? Su deber es curar, es el fundamento de su profesión. Mientras no sean curados, los enfermos están bajo su responsabilidad. Me avergüenzo de lo que acabo de ver.

—Debo pedirle que se marche —dijo el facultativo con voz temblada.

José Manuel salió seguido del sacerdote pero se detuvo en la cama de Carlos. Le puso la mano en la frente y luego miró al médico, que se acercaba remolonamente.

—Tiene fiebre. —Alzó la sábana. Las vendas del pecho estaban sangrantes—. Y ya sabemos la causa. ¿Qué dijo sobre su cometido?

El galeno hizo un palpable esfuerzo para dominar su ira. Llamó a una enfermera y le dio instrucciones. De inmediato la mujer volvió con los útiles necesarios. Lavaron al herido, le pusieron unos polvos y le vendaron de nuevo. Le hicieron tomar un calmante y cambiaron la sábana de arriba. El herido tenía los ojos cerrados y pareció respirar más calmado. José Manuel miró al facultativo.

—Tenga muy claro lo que voy a decirle. Este herido no debe ser sacado de este hospital por nadie ni por motivo alguno. Vendré a hacerme cargo de él. Le responsabilizo de su custodia. Y como usted dijo seguimos estando en tiempo de guerra... todos.

El médico tenía la cara haciendo juego con el color de la bata. Fue consciente de la amenaza implícita. José Manuel se apartó y llamó al clérigo.

—Voy a buscar ayuda. No se aparte de él mientras pueda. Y si le echan quédese en la puerta.

—No me echarán. Ve tranquilo.

—¿Quién es ese oficial tan engreído? —dijo el médico tratando de desfogarse mientras veía alejarse a José Manuel—. ¿Qué coño le pasa? ¿No sabe cómo están las cosas?

—Yo también quiero salvar a ese herido de un fusilamiento precipitado.

—Lo tienen difícil.

—Quizás usted puede hacer más de lo que ha hecho por esos desgraciados.

—¿Por qué tengo que meterme en complicaciones?

—Por caridad cristiana. ¿Tiene tiempo para que le cuente brevemente por qué deseo que ese hombre sea salvado?

El médico señaló su despacho con gesto de resignación.

* * *

La calle Uría estaba muy animada de gente y circulación. Los escombros habían ido desapareciendo y volvía a recuperar su prestancia de primera avenida. José Manuel fue recibido con alborozo por los padres de Amador. Insistían en que era como un hijo para ellos. Las dos hijas le cubrieron de abrazos. Loli tenía su mirada cargada de doble sentido y por un momento José Manuel se vio perdido en el recuerdo constante. Se sobrepuso pero apreció lo arduo de su misión. Sabía que iba a crear un cisma en la tranquilidad familiar. Todavía se sorprendía de la amenaza hecha al doctor porque no disponía de posibilidades para sostenerla. Fue un farol, como en una partida de mus entre jugadores experimentados. Y él nunca había echado un pulso a nadie. El resumen que percibía era que, aunque convencido de lo contrario, podría estar añadiendo más pecados en su conciencia según las normas de comportamiento fijadas para el camino hacia Dios, con lo que su carrera sacerdotal se llenaba de más lagunas.

—Amador está en Toledo, en el curso de teniente. Quizá debiste ir con él.

—Hay que empezar a reconstruir Asturias en todos sus aspectos. Es mucha la tarea y alguien debe quedarse para echar una mano.

—Tienes razón. Bien. Nos complace mucho tu visita.

—En realidad vine a pedirle un favor. Mejor dicho, a usar de su influencia.

—Lo que me pidas. A un héroe no se le niega nada.

—Quiero que me ayude a sacar a un herido del hospital. Un preso.

—¿Un preso? —Su mirada se volvió gris—. ¿Un rojo?

—Sí.

—¡Ni hablar! Antes me corto una mano que salvar a uno de esos.

—No sabe quién es ni lo que ha hecho.

—No me importa.

—Salvó la vida de Eduardo.

—¿Cómo? ¿Qué estás diciendo? Fuiste tú quien lo hizo.

—Ese hombre salvó mi vida en el 34. Pude estar vivo para salvar a su hijo. Es como si lo hubiera hecho él a través de los pliegues del destino.

Don Amador le miró intentando captar el sentido. José Manuel volvió a admirarse del poder que le iba naciendo y que parecía desplazar sus permanentes inseguridades. Mirando al desconcertado hacendado supo que no sólo le estaba planteando una peliaguda toma de posición. Era algo más. Una amenaza sibilina a su conciencia, no como la directa hecha al médico pero con mayor fuerza de convencimiento. Algo especial, como si el negarse a pagar una deuda de sangre pudiera suponerle no entrar en el reino de los cielos. Un panorama difícil de enfrentar para hombre tan religioso.

—Y, dado que no tiene dónde ser atendido, quisiera que lo trajeran a esta casa para cuidarle —añadió José Manuel haciendo caso omiso del gesto escandalizado del magnate—. Una vida por otra. Piense en Eduardo.

—¡Estás loco si crees que voy a hacer una cosa así! —Dio unos pasos a un lado y a otro tratando de vencer la ira—. ¡Traerle aquí, infectar esta santa casa! ¡Cuidarle! ¿Crees que no tenemos otra cosa que hacer? ¿Quién le cuidaría?

—Yo —dijo Loli con decisión—. Tengo tiempo y lo haría con el mayor agrado porque lo pide José Manuel.

El hombre bufó y paseó la mirada por el salón, deteniéndola en los ojos de su mujer. En ellos estaba la respuesta.

Capítulo 51

¿RECUERDAS?

Junto al lago, entre llanuras y estrellas

¿Recuerdas?

¿Recuerdas el bosque de abedules blancos

iluminado de luz violeta

¿Recuerdas la música de acentos pánicos

el pájaro, la ardilla

el manto de hielo sobre la estepa

y la mirada aquella

La Patria tan lejos, la muerte tan cerca...

¿Recuerdas?

JUAN PABLO D'ORS

Voljov, Rusia, diciembre de 1941

Las «Posiciones Intermedias A y B» estaban situadas en ribazos y equidistantes entre los cuatro kilómetros que separaban Possad de Otenskij. No llegaban a ser blocaos sino zanjas reforzadas con rollizos de madera, protegidas por alambradas en la parte exterior que daba al bosque. Eran defensas más psicológicas que efectivas porque sólo servían como vigilancia y barrera para los movimientos de los ivanes, nunca para aguantar un ataque artillero o de aviación, o un despliegue masivo de la infantería rusa.

En el túnel de la «Posición Intermedia B», que iba desde el extremo del pozo de tirador hasta la cuneta, Carlos evaporó de golpe su sopor. Un ancho espacio sembrado de blanco se perdía hacia límites imprecisos entre la carretera y un amedrentador bosque de pinos erizados de nieve. Por allí, como por cada zona boscosa, podían aparecer los partisanos de repente. Su duermevela no fue interrumpida por el cañoneo constante de la artillería rusa sobre las dos aldeas y, más al este, sobre Posselok. Los terribles «Organos de Stalin», una variable de artillería ligera, eran piezas con dieciséis tubos lanzacohetes unidos de 130 mm que disparaban con una rapidez de vértigo y machacaban amplias zonas, dejándolas arrasadas. Iban instaladas en camiones, que variaban de posición para no ser localizadas. El ulular de los cohetes, lanzados en andanadas, causaba una impresión aterradora en muchos combatientes. Pero aunque nunca llegara a acostumbrarse, Carlos, como otros, lo había situado en las coordenadas de sus sentidos. No. Lo que le había puesto alerta era un ruido más cercano y distinto.

La noche, como todas desde que irrumpió el invierno, no había llegado acompañada de la negrura lógica. Lo impedía la nieve, que pintaba la explanada de una tétrica palidez y llenaba de amenazas el umbrío bosque. Carlos volvió reptando al pozo donde estaban sus cuatro compañeros. En la luz difusa no captó ningún movimiento. Quizá no habían podido evitar el dormitar, como le ocurrió a él, por la acumulación de cansancio y frío. Llegó hasta ellos lentamente, examinándolos con precaución. Estaban muertos y la helada había transformado sus rostros en caretas de espanto. Cada uno mostraba un agujero en la cabeza. Tal precisión sólo podía deberse a un fusil automático con mira telescópica, de los que había oído hablar. Significaba que había un tirador especializado, quizá más, emboscado entre el arbolado. De nada les había servido llevar el casco pintado de blanco para disimularse en el terreno ni tener los fusiles envueltos en telas blancas para ocultar incluso el agujero por donde salía la muerte. Retrocedió y se apostó en la boca del túnel, esperando, aguantando la mordedura del frío mientras apuntaba con su arma automática.

La tropa divisionaria fue dotada con el mosquetón KAR-98K alemán, similar al Máuser recortado 1898 de cinco cartuchos y 7,92 mm fabricado en Oviedo, que se usaba en la Legión. Pero él tenía en sus manos un subfusil MP-40 de 9 mm Parabellum con peine de treinta y dos cartuchos, arma que sólo manejaban los oficiales y suboficiales. Perteneció al sargento Serradilla, caído en la mañana con otros compañeros al repeler un ataque. La ambulancia se había llevado a los muertos y heridos, quedando él al mando del resto del pelotón.

Tiempo después el limpio aire trajo el chasquido del alambre al ser cortado. El enemigo se acercaba al pozo. Carlos oyó el crujir de sus pasos en la nieve y vio sus sombras perfilarse en el borde de la zanja. Eran cinco, quizás alguno más oculto a sus ojos. Le extrañó que fuera un grupo tan reducido. La infantería rusa atacaba en oleadas al grito de
Urrah! Ispanskii kaput
!, tratando de imponer la fuerza de su masa, como el vómito imparable de los volcanes. Por el contrario, los partisanos irrumpían desde las arboledas en partidas medianas, si bien dispersadas para desorientar a los defensores enemigos. Eran golpes de mano, sorpresivos, de corta duración. Pero esos hombres no eran ni lo uno ni lo otro. Actuaban de forma sigilosa, como el tigre de las nieves. Procuró aguantar la respiración dentro del tapabocas que le cubría casi hasta las nevadas pestañas, simulando un cuerpo sin vida. Los oyó hablar. Uno de ellos encendió una linterna y la enfocó por toda la zanja. Cerró los ojos. Notó el haz luminoso rebotar en él y luego alejarse. Entreabrió los párpados. Vio a dos de ellos saltar abajo, ponerse a rebuscar en los bolsillos de los abatidos y despojarles de los relojes y carteras. Luego les abrieron la boca para ver si tenían piezas de oro y se hicieron con las sortijas y anillos quebrándoles los dedos congelados. Así que era eso. Ahí estaba la explicación. Además de partisanos era una partida de aprovechados en río revuelto. Comprobó que arriba seguían los otros. Cuando uno de los saqueadores se dirigía hacia él, apretó el disparador. Dos ráfagas precisas. La primera a los del borde y la otra a los del pozo. La sorpresa del ruso, a un metro, duró un segundo y quedó grabada en su rostro oscuro. Esperó a que el sonido se disipara y activó al máximo sus oídos. No oyó nada, ni un ruido. Parecía no haber más en la partida de caza. Regresó hacia el fondo del túnel y se asomó por la boca que daba a la cuneta. Miró. No había movimientos. Se dio un plazo de espera y luego retornó a donde estaban los muertos, asomó una mano y tiró a la zanja los tres cadáveres del exterior. Arrastró los cuerpos de sus camaradas, dejándolos juntos, como si estuvieran descansando. Se hizo con las chapas de latón que colgaban de sus cuellos y que indicaban el grupo sanguíneo y un número. También recogió las medallas que llevaban: la
Winterschlacht im oslen
(Campaña de invierno), la
Erinnerungs
(Campaña contra el bolchevismo) y la de los Divisionarios. Tocó sus bolsillos y comprobó que habían sido vaciados. Después registró a los rusos y puso en un macuto todo lo que llevaban, incluyendo las pertenencias robadas a sus compañeros. Los soviéticos llevaban largos capotes de piel forrada, gorros de fieltro con orejeras y botas altas de cuero con lana interior. Era ropa adecuada para soportar el terrible frío, superior a la que vestían los divisionarios. Tanteó y quitó el calzado de uno de ellos, poniéndoselo. Notó el calorcillo en sus pies. También tomó uno de los abrigos y las gruesas manoplas de guata. Los treinta grados bajo cero le hostigaban, pero se sintió más confortado. Buscó los fusiles. Sólo uno era de lentes y diferente. Los demás eran los normales Mosin-N modelo 1891. Estuvo considerando lo que debía hacer. Decidió esperar a que llegara alguna de las patrullas de vigilancia que recorrían audazmente el espacio entre las dos aldeas.

Other books

The Face in the Frost by John Bellairs
A Camp Edson Christmas by Cynthia Davis
Summer Lies by Bernhard Schlink
Wild Waters by Rob Kidd
My Lady Enslaved by Shirl Anders