Authors: Megan Maxwell
—Cariño, eres demasiado intrépida —susurró tocando con delicadeza el óvalo de su cara.
Al escuchar aquello, el gesto de Megan cambió.
—¡No me llames cariño! —se quejó esquivando su mirada.
—¿Por qué?
—Porque yo no te lo he pedido y porque no quiero que me digas absurdas palabras de amor que no sientes —siseó fundiéndose en aquellos ojos verdes que tanto la aturdían—. Me quedó muy claro lo que piensas sobre el amor.
—Yo no creo en el amor, Megan —se sinceró mirándola a los ojos—. Por amor, una vez alguien me destrozó la vida: me utilizó, me engañó y caí tan bajo cuando ella me abandonó que decidí que nunca más volvería a amar. —Endureciendo la mirada, dijo mientras le tocaba con suavidad la mejilla—: Nunca te he prometido que te amaría, pero sí que te protegería y te cuidaría como mereces.
—Ya lo sé, no te preocupes —comentó con tristeza en su corazón—. Aunque me hubiera gustado que te hubieras casado conmigo por amor, sé que no ha sido así.
Al decir aquello, ambos se miraron en silencio y Megan sonrió a pesar de la pena que sentía. Con cariño le tocó el cabello y dijo:
—Siento mucho que en el pasado te ocurriera algo tan doloroso. —Encogiendo los hombros para quitarle importancia, susurró—: Yo nunca he amado ni me han amado para saber el dolor que se siente cuando alguien a quien tú adoras con toda el alma te abandona.
—Espero que nunca tengas que sufrir por algo así —susurró bajando la mirada, sintiéndose cruel por ella.
—Tú lo has dicho. Ojalá nunca sufra por amor —asintió aclarándose la voz; no quería darle a entender que se estaba enamorando de él—. Lo mejor será que olvidemos esta conversación. —Para hacerle sonreír dijo poniendo los ojos en blanco—: Yo, mientras tanto, intentaré seguir demostrándote lo imprudente que soy para que no te enamores de mí.
—Eres la mujer más imprudente que conozco —se carcajeó al escucharla.
—Quizá por eso te fijaste en mí —bromeó notando cómo él respiraba profundamente y sonreía—. Además, estoy segura de que esas imprudencias son parte de mi encanto.
—Tienes más encantos de los que yo creía —le susurró al oído haciéndola vibrar de deseo—. Pero ¡por favor!, piensa un poco en ti. Ha sido algo peligroso, lo sabes. Repito lo mismo que te dije una vez: «Ayúdame a cuidarte».
Al escucharle, Megan no pudo contener su apetencia, por lo que atrajo a su marido hacia ella, que gustoso aceptó sus besos, mientras sus manos se metían bajo la piel y le acariciaban la suave espalda.
Aprovechando el momento de sinceridad, Megan murmuró:
—Perdóname por no haber sido sincera en lo referente a Anthony. Me inventé esa absurda mentira por miedo a que su sangre inglesa influyera en vosotros a la hora de ayudarle. Me he pasado más de media vida intentando que la gente no supiera de mí ni de mis hermanos justamente lo que oculte de Anthony. Te juro que nunca quise ser desleal, porque yo…
—Psss…, ya está —la mandó callar poniendo un dedo entre sus labios, sorprendido por los sentimientos que ella despertaba en él.
—Perdóname y hazme el amor —susurró con ojos suplicantes sintiendo una tristeza infinita al mirar a aquel hombre que nunca la amaría—. Llevo días añorando tus besos y tus caricias.
—Estás perdonada y te aseguro que hacerte el amor es lo que más me apetecería en este mundo —respondió besándole el cuello—, pero creo que tu cuerpo agradecerá un rato de descanso. Por lo tanto, descansa.
Con un mohín de decepción, ella se quejó y protestó.
—Pero si estoy bien.
—Descansa, Impaciente —sonrió dándole un beso rápido en la punta de la nariz antes de salir por la arcada.
Con una triste sonrisa en los labios, Megan se acurrucó en la cama. El calor de las pieles la sumieron en un maravilloso y profundo sueño, donde Duncan le decía en gaélico que la amaba.
Duncan, tras cerrar la arcada, sintió una presión en el corazón que le hizo tambalearse. ¿Cómo podía haberle dicho que nunca la amaría cuando sentía que ocurría lo contrario? Tras maldecir, bajó al salón, donde encontró a McPherson. Juntos bebieron cerveza, mientras éste le agradecía a Duncan lo que su mujer había hecho por Lena y Joel, mujer e hijo de uno de sus mejores hombres.
Aprovechando aquel momento, Duncan le pidió a McPherson un favor y éste se lo concedió sin pensárselo. Pasado un rato, fue en busca de Lolach y Shelma, quienes estaban curando a Anthony en la casa del anciano Moe. Tras llamar a la arcada, entró y observó callado detrás de Lolach cómo Shelma le cosía algunos puntos que habían saltado.
—¡Ya está! —anunció Shelma mientras cogía unos trozos de tela para taparlo—. Ahora lo vendaré. Intenta por todos los medios no volver a hacer otro esfuerzo.
—¿Cómo está vuestra mujer,
laird
McRae? —preguntó Anthony con gesto preocupado.
—Duncan —le corrigió éste mirándole. Le agradecía con toda su alma lo que había hecho por su mujer—. Te agradecería, Anthony, que a partir de hoy me llamaras Duncan.
Sorprendido por aquello, el hombre sonrió satisfecho.
—De acuerdo, Duncan. ¿Cómo está tu mujer? —repitió sonriendo.
—Está bien, gracias a ti —asintió sonriendo a Shelma que, al verle, le clavó la mirada—. Quería agradecerte personalmente lo que has hecho por Megan.
—Sólo hice lo que debía hacer —comentó agradeciéndole aquel detalle.
—Acabo de hablar con McPherson. Sus tierras lindan con las tierras en las que retienen a tu mujer —comunicó Duncan atrayendo la atención de todos, especialmente la de Anthony—. El padre de tu mujer, Seamus, tiene buena relación con él. En un par de días, cuando estés mejor, te acompañaremos a reclamar a tu esposa.
—¿Por qué esperar? ¡Ya estoy bien! —Anthony saltó de la cama.
Briana estaba en peligro y él quería recuperarla cuanto antes.
—¡Túmbate ahora mismo! —ordenó Shelma haciendo sonreír a su marido.
—¿Te encuentras bien para ir mañana? —preguntó Lolach entendiendo la angustia de aquel hombre. Si alguien le arrebatara a Shelma, él procedería de la misma manera.
—Sí,
laird
McKenna.
—Lolach —le corrigió éste haciendo sonreír a Anthony, que supo que había encontrado a dos amigos para toda la vida.
Shelma, emocionada por aquello, suspiró.
—Ahora, descansa —le aconsejó Duncan—. Mañana partiremos hacia las tierras de Seamus Steward.
Al salir de la casa del viejo Moe, y mientras caminaban hacia la fortaleza, Shelma vio a Sabina, que en ese momento tendía la ropa. Con gesto decidido fue hacia ella, que aún no se había percatado de su presencia.
—¡Sabina! —gritó Shelma—. Ten por seguro que esto no va a quedar así.
—¿De qué habláis,
milady
? —gritó la mujer, temerosa al ver que Duncan y Lolach se acercaban.
—Sabes perfectamente de lo que hablo —dijo Shelma mirándola a los ojos y acercándose a ella con los brazos en jarras—. Has tenido suerte de que a mi hermana no le pasara nada, porque de lo contrario esta noche dormirías en el cementerio.
Lolach y Duncan sonrieron al escucharla, pero la sonrisa se les disipó en cuanto escucharon:
—Tanto tú como la Impaciente sois las que tenéis que tener cuidado de no acabar durmiendo en el fondo de algún lago —la amenazó Berta desde una esquina, sin haber advertido la presencia de Lolach y Duncan—. Aquí no sois ni seréis bien recibidas. ¡Nunca! No sé quiénes os creéis. Llegáis aquí, nos robáis a nuestros hombres, y encima pretendéis que os ayudemos.
—¡Ni mi hermana ni yo hemos robado nada! —gritó enfurecida al tiempo que Duncan y Lolach se ponían junto a ella con la cara descompuesta.
Al ver aparecer a los dos hombres, Berta palideció.
—El tiempo que estemos aquí —bramó Lolach agarrando a su mujer por la cintura—, os prohíbo que entréis en la fortaleza. Ahora hablaré con vuestro
laird
McPherson —dijo antes de alejarse con una enfadadísima Shelma.
Duncan, quieto y con gesto hostil, las observaba.
—¡Sabina! —gritó Duncan—. No sé bien qué ha pasado aquí, pero ten por seguro que, cuando me entere, volveré para hablarlo contigo.
Al escucharlo, Sabina se puso a temblar. Tras decir aquello, Duncan fue hasta Berta. Asiéndola por la muñeca tiró de ella, y a grandes zancadas se alejó de aquella casa. Finalmente, se paró y enfadado la soltó.
—No te permito ni a ti ni a nadie que hable así de mi mujer o mi cuñada —le gritó con ojos encolerizados.
—Pero, mi
laird
—ronroneó la fulana acercándose—, no os enfadéis así conmigo. Si digo tonterías es porque ansío vuestra compañía y, desde que habéis llegado acompañado, me la priváis. Recordad nuestros buenos momentos.
Pero Duncan, enfadado con ella, no quiso escuchar.
—¡Escucha bien lo que te estoy diciendo! —La empujó separándola de él—. Lo que hiciéramos en el pasado, como su nombre indica, pasado está.
Ella, sin darse por vencida, tiró de su vestido, le enseñó un pecho, y con un gesto sensual se lo tocó.
—Os gustaban mis caricias y mis…
—¡Cállate, Berta! —exclamó Duncan, enfadado—. Me gustaban tus caricias, como me gustaban las de muchas otras en su momento. Ahora, tengo esposa y ella es mi prioridad —dijo sorprendiéndola y sorprendiéndose a sí mismo—. ¡Entérate, mujer! Porque no quiero que vuelvas a tocarme ni que te acerques a ella nunca más.
Rabiosa por lo que estaba oyendo, se abalanzó sobre él y, echándole los brazos al cuello, comenzó a besarle, pero Duncan se la quitó de encima de un rápido empujón.
—¡Estás loca! —dijo mirándola—. Nunca más vuelvas a hacerlo o te juro que la que dormirá bajo algún lago serás tú.
Sin darse por vencida, Berta lo miró.
—¡Volverás a mí, Halcón! —gritó al verle alejarse.
Mientras Duncan caminaba hacia la fortaleza, su mente daba vueltas. ¡Había admitido que Megan era su prioridad! ¿Realmente sentía algo que ni él mismo quería aceptar? Finalmente, tuvo que sonreír cuando pensó en su mujer, en sus sonrisas, en sus ojos, en su pelo, en su peculiar manera de meterse en líos. ¡Le encantaba! Incrédulo, paseó cabizbajo, sintiendo que su corazón había sido tomado por una mujer de carácter; una mujer que lograba encolerizarle con la misma facilidad con que lograba hacerle sonreír; una mujer que necesitaba saber lo que él sentía.
Hacía rato que Megan se había despertado. El brazo le palpitaba de dolor. Le impedía dormir y relajarse en la cama, por lo que se sentó. Al ver que estaba desnuda, cogió una camisa blanca de Duncan de encima del arcón y se la puso por encima.
Sonrió al percibir el olor de su marido, pero esa sonrisa se borró de sus labios al recordar las palabras «No creo en el amor».
¿En verdad Duncan había cerrado su corazón?
Inquieta por esos pensamientos, aceptó que ella lo quería. No sabía cómo, pero sólo pensaba en él y deseaba que la amara como nunca lo había deseado. Estaba nerviosa. No sabía bien qué hacer. Se levantó y se acercó a la ventana. Desde allí pudo distinguir a dos personas. Se trataba de Duncan y Berta. ¿Qué hacían? Parecían discutir. Soltando un chillido de indignación, Megan vio cómo aquella mujer se abalanzaba sobre él, pero para su sorpresa comprobó después que él se la quitaba de encima y con gesto serio se marchaba.
Confundida, se alejó del alféizar de la ventana. El enfado le hizo olvidar el dolor de brazo. Con rabia cogió un cojín y lo tiró contra la arcada, mientras las caprichosas lágrimas acudían a sus ojos. ¡No quería llorar!
Ella no podía exigir ningún tipo de explicación. El había sido sincero y le había dicho que no la amaría nunca. Y, por mucho que ella se empeñara en conseguir un imposible, su vida estaría siempre vacía y sin amor.
Intentando que el aire aclarase sus pensamientos, se dirigió de nuevo a la ventana. Con gesto serio miraba cómo aquella mujer regresaba con tranquilidad hacia la aldea, cuando la arcada de su habitación se abrió.
—¡Bonito vestido el que llevas! —sonrió Duncan acercándose para darle un rápido beso en los labios que ella saboreó de una manera especial—. ¿Qué haces levantada?
—La herida del brazo me molesta —respondió sin mirarle. Estaba de mal humor—. Es más dolorosa de lo que yo pensaba.
—Ven aquí —dijo sentándose en la cama con ella—. ¿Qué puedo hacer por ti?
Sorprendida por cómo la miraba y por aquella pregunta, le respondió:
—¡Nada! El dolor del brazo se pasará con los días. ¿De dónde vienes?
—Estuve visitando a Anthony. Shelma tuvo que curarle tras el esfuerzo por subirte del pozo.
—Oh…, pobrecillo —susurró al escucharle.
Pasándole la mano con delicadeza por la espalda, Duncan continuó:
—Hablé con McPherson y mañana viajaremos a las tierras de los Steward para intentar recuperar a Briana. —Al ver que ella le miraba como si esperase algo, continuó—: Luego tuve unas palabras con Berta y Sabina. Les recordé que sus modales contigo y con tu hermana no son los más apropiados.
Al escuchar aquello, Megan se tensó.
—¿Hablaste con Berta?
—Sí, cariño. —Y poniéndole un dedo en la boca, señaló—: Y si he dicho «cariño» en este momento, es porque me apetece y lo siento, ¿de acuerdo?
—Tú sabrás —respondió con la mayor indiferencia que pudo—. Yo no espero nada de ti. Quedó todo muy claro.
—Megan —suspiró al escuchar aquel último comentario mientras le cogía una mano y besaba con delicadeza sobre la palma—. Durante años, he conocido mujeres con las que únicamente pasé buenos momentos en la cama, y como podrás imaginar una de ellas fue Berta —dijo observando con deleite aquellos ojos negros tan sensuales y fascinantes—. Pero hoy…
—Duncan, ya me has dejado claro que…
—Espera y escúchame —dijo poniendo de nuevo un dedo en sus labios para hacerla callar—, porque no sé si seré capaz de volver a repetir lo que te voy a decir. Lo mío es la guerra, no el amor. Pero no sé qué extraño hechizo has obrado en mí que no consigo quitarte de mi cabeza desde el día que posé mis ojos en ti.
Sin apenas respirar, Megan lo escuchaba.
—Antes te dije que por culpa de una mujer me negué a pensar en tener una esposa y, mucho menos, hijos. Pero tú estás haciendo que mi vida cambie tan rápido que a veces no sé ni lo que estoy haciendo —murmuró mientras ella lo observaba—. Existen momentos en los que no sé de dónde saco la paciencia para tratar contigo, sin azotarte, o sin matarte. —Sonrió cariñosamente al decirle aquello—. Pero ya no concibo mi vida sin nuestras discusiones y sin tus continuas locuras.