Casa de verano con piscina (26 page)

Read Casa de verano con piscina Online

Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

BOOK: Casa de verano con piscina
3.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Alex, ¿qué pasa? ¿Dónde está Julia?

Capítulo 31

«¿Dónde está Julia?» Cuando rebobino mi vida, suele empezar con estas palabras. No tiene sentido retroceder más. Ves una playa y una casa, una piscina y petardos, rodajas de pez espada que sisean en la parrilla de una barbacoa. Imágenes normales de unas vacaciones. Imágenes sin doble sentido. Sin carga. A partir de «¿Dónde está Julia?», mi vida sólo va hacia delante. Ni siquiera es que las imágenes de las vacaciones adquieran otro sentido o una carga con efecto retroactivo. No; es otra cosa: simplemente, no quieres verlas nunca más.

—¿Qué ha ocurrido, Alex? —preguntó Judith, mientras su hijo seguía abrazado a ella. No hubo respuesta, sólo sollozos débiles contra el pecho de su madre.

No quiero justificarme. Hice lo que hice. «Si volviese a ocurrir volvería a hacer lo mismo», dice la gente para justificar sus propias acciones precipitadas. Yo no. Yo lo habría hecho todo distinto. Todo.

—¿Dónde coño está mi hija? —exclamé, agarrando a Alex por el brazo y apartándolo bruscamente de su madre—. ¿Qué le has hecho, cabrón?

—¡Marc! —Judith retuvo a su hijo por la muñeca e intentó volver a acercárselo.

—Tú cierra el pico —dije con voz tranquila.

Me miró un momento y a continuación soltó a Alex.

—Lo siento —me excusé, y luego me dirigí al chico—: Julia. ¿Dónde está Julia?

—Yo… no lo sé —balbuceó.

Y empezó a explicar lo ocurrido de un modo fragmentado y sin orden cronológico. Reprimí la tentación de interrumpirlo una y otra vez. «Concéntrate —me dije—. Concéntrate, intenta no perderte nada.» El oído atento. El oído atento del médico. Si me lo proponía, era capaz de hacerlo. Determinar un diagnóstico en un minuto. Sacar una conclusión. En un minuto, a fin de disponer de los otros diecinueve para mí.

Alex y Julia habían ido paseando hasta el otro bar, donde habían tomado algo.

—Coca-Cola, mamá, te lo juro —le aseguró a su madre—. Y Julia una Fanta.

Habían mirado un rato a la gente que bailaba. Julia quería bailar, pero Alex no. Ella había tirado de él, que no fuese tan soso, anda hombre, vamos a la pista. El no había cedido. Había unos cuantos adolescentes bailando, pero la mayoría eran adultos, e incluso los adolescentes eran mayores que ellos. Eran los más jóvenes del bar. Alex se sentía incómodo. Propuso que volvieran, estarán preguntándose dónde estamos tanto rato. Ella le dijo que era un calzonazos, que no se atrevía a nada, y a continuación se fue a la pista de baile. Alex se quedó mirándola, solo junto a la barra, viendo cómo se abría paso entre la gente y empezaba a bailar. Ella no lo miró ni una vez. Bailaba. Primero con un grupo de chicas mayores que ella, pero luego también se acercaron chicos. Alex se sentía dividido. Todavía estaba a tiempo: habría podido unirse a ella, habría podido bailar y todo habría vuelto a ser como antes; pero tenía miedo de que ella se riera de él, de que la capitulación lo convirtiese en un perfecto calzonazos a sus ojos. La historia me sonaba. Es la historia de todos los hombres, y sólo por eso ya resultaba creíble. También explicó que se había sentido furioso, que había pensado que ella no debería haberlo dejado allí tirado. Finalmente decidió irse del bar a la playa, para pagarle con su propia moneda. Ella volvería y no lo encontraría. Llegó hasta donde las olas lamían la arena. Se quedó allí un rato, no sabía cuánto, pocos minutos. Se le pasó el enfado y regresó lentamente hacia el bar. Fue a la pista de baile, pensando sorprenderla, bailar con ella. Pero Julia ya no estaba. Se había ido. Alex recorrió toda la pista, de delante atrás y de izquierda a derecha. Hubo un momento de gran alivio cuando le pareció verla, pero era otra chica. Una chica que se le parecía. Alex rodeó el bar y la buscó en el lavabo de mujeres. Intentó adivinar qué podía haber ocurrido. A lo mejor se había cansado de bailar y había ido a buscarlo, y al no encontrarlo había decidido volver a la playa donde estaban sus padres. El padre y la madre de Alex, y el padre de Julia.

—¿No llevabas el móvil? —lo interrumpió Judith llegados a este punto.

«¿Y qué?», pensé. ¿Habría tenido que llamarla? Julia tampoco llevaba el suyo… Pero la pregunta no era tan extraña, reconocí. Podría habernos llamado a nosotros. A su madre. Para preguntar si habíamos visto a Julia.

—No —dijo Alex—. Lo dejé en casa, no tenía batería.

Volvió al bar. Detrás del chiringuito, la playa se acababa y empezaba una costa rocosa. Alex llamó a Julia un par de veces a gritos, y finalmente decidió regresar. Cuando hubo recorrido un trecho del camino, empezó a dudar. ¿Haría Julia algo así?, se preguntaba. ¿Habría cruzado ella sola la playa oscura? Llegó a la conclusión de que no, que nunca habría hecho algo así, ni siquiera si su intención al desaparecer era preocuparlo. Así que regresó al bar y preguntó en la barra. ¿Una niña de trece años? ¿Con el pelo largo y rubio? Debían de haberse fijado, ¿no? Tuvo que preguntarlo a gritos para hacerse oír, pues la música estaba muy fuerte. Los camareros apenas hablaban inglés, pero uno de ellos recordaba a Julia. O, al menos, supo dar una descripción que encajaba. Pero luego negó con la cabeza: la había visto en la pista de baile, aunque ya llevaba un rato sin verla. Alex preguntó si no la había visto irse con alguien, pero el camarero se encogió de hombros. «Lo siento, no la vi irse —le dijo—. Sólo que en cierto momento advertí que ya no estaba.» Alex dudó de nuevo. ¿Debería preguntar a más gente? ¿O sería mejor que volviera a la otra playa, con nosotros?

Reflexioné rápidamente. El relato de Alex ya se me antojaba demasiado largo. No sentí pánico, más bien una especie de calma gélida. Mi corazón no latía más rápido; si acaso, más lento. Actuar. A mí se me daba bien actuar. Actuar proactivamente.

—Pero entonces, ¿no se ha cruzado con vosotros? —preguntó Alex.

Me percaté de algo, aunque al principio no supe exactamente de qué. Tal vez fuera el tono con que hizo la pregunta: no como si le interesara, sino más bien como si fuese una pregunta que lógicamente tenía que hacer.

Mientras lo preguntaba, no me miró. Sólo miró a su madre. «No se atreve a mirarme; se siente culpable porque ha perdido algo que es mío. A mi hija. Debería haber estado más atento. Nunca debería haber dejado que se llevara a mi hija. Pero ¡si no lo había dejado!», pensé.

Tuve que controlarme para no zarandearlo otra vez. No nos habíamos encontrado con Julia. Podía ser, teóricamente no era imposible al cien por cien que hubiese vuelto sola andando y que no la hubiésemos visto. Pero sólo teóricamente. Judith había estado sentada en un lugar muy visible mirando a Lisa y Thomas jugar al fútbol. Yo había estado en el servicio del restaurante diez minutos como máximo. Nos habría visto. Nosotros la habríamos visto.

Julia todavía estaba por allí, resolví. Allí, o cerca del bar, a unos doscientos metros de nosotros. Mi corazón latía lento y pesado. Era el momento de actuar. De repente, pensé que no había tiempo que perder. Cada segundo contaba. Casi me eché a reír, porque la frase más bien parecía sacada de una serie policíaca que de la vida real, la vida que estaba ocurriendo en ese mismo momento (¡mi vida!).

—¡Marc! ¡Espera! —oí gritar a Judith detrás de mí.

No me di la vuelta, seguí corriendo. Sólo unos diez metros. Luego pensé que no era buena idea; los tres juntos podíamos hacer más. Teníamos que buscar a Julia entre los tres.

—¡Venid! —gesticulé, deteniéndome un momento—. ¡Deprisa!

Mientras Judith revisaba el servicio de mujeres, Alex me indicó a qué camarero le había preguntado por Julia. Le hice un gesto al muchacho para que se acercara y le hablé a gritos al oído. Me gritó algo que no entendí. Luego señaló a la gente que esperaba en la barra para pedir. «¡Soy su padre!», vociferé. Me miró de nuevo. Tal vez se esforzó en compartir mi preocupación, pero sólo lo consiguió a medias. «Las chicas se hacen mayores —le leí en la mirada—, llega un momento en que hacen cosas que papá no debe saber.» Me abrí paso entre la multitud que bailaba. No me pareció buena idea ponerme a preguntar a diestro y siniestro si habían visto a una niña de trece años. Al lado de la pista de baile, sobre la arena, había un par de taburetes de aluminio y mesas altas. Junto a una de esas mesas estaba Judith.

—¿Dónde está Alex? —pregunté.

—Lo he enviado de vuelta —contestó. La miré con fijeza—. Le he dicho que se diese prisa —añadió—. Que buscase a Ralph. Pero, quién sabe, a lo mejor Julia también está allí.

Observé su rostro, iluminado por las luces de discoteca parpadeantes, rojas y amarillas. Era el mismo rostro que poco antes había querido coger con las manos, cuyos labios había querido besar, pero ahora en él predominaba la madre preocupada. No por mi hija, sino por su propio hijo. No sé si ya lo pensé en ese momento o si sólo se me ocurrió mucho más tarde, pero en la historia de Alex había algo que no encajaba. Sobre todo, el tiempo transcurrido. ¿Cuánto rato se había pasado dando vueltas por ahí antes de decidirse a dar la alarma? Al encontrarnos en la playa, lloró. Pero ¿ya lloraba antes, o se puso a llorar al ver a su madre?

—Habría podido ayudarnos —dije—. Habría podido señalar a alguien. Alguien que haya bailado con Julia, por ejemplo. A lo mejor habría recordado algo de repente.

—Es mejor que esté con su padre. Está muy confundido, Marc. Ya has visto lo culpable que se siente. Lo culpable que se siente contigo.

«Con su padre», pensé, y casi me eché a reír. A lo mejor estaba en mejores manos con su padre, sí. Tal vez él le enseñaría cómo tratar a las chicas que ofrecen resistencia.

—¿Tiene motivos para sentirse culpable, Judith? —pregunté, y me arrepentí de haber sido tan directo. Y aún más del tono con que lo pregunté: acusador. No había logrado disimular mis dudas sobre la versión que Alex nos había dado de los hechos. Y eso no era bueno. Ahora su madre estaba avisada, y me costaría más pillarlo mintiendo más adelante.

—Marc, por favor… —dijo Judith. Parpadeó—. Alex es sólo un niño. Ha perdido a Julia. Pero ya has oído cómo han ido las cosas. A lo mejor a nosotros no nos habría pasado. Pero Julia se ha ido primero, no Alex.

La miré. Conté hasta diez mentalmente. Miré los reflejos de las luces de discoteca que se deslizaban por su frente, sus mejillas y su boca. ¿Es que era estúpida o qué, esa mujer? ¿O tal vez era más lista de lo que yo creía? No debía decir nada más. Me costó reprimirme. «¡Tú también eres una mujer, ramera estúpida! —habría querido gritarle—. Tendrías que saber lo que puede ocurrirles a las mujeres. Los hombres tienen que protegerlas. ¡Aunque sean niños!»

—Tienes razón —dije, respirando hondo—. No debemos sacar conclusiones precipitadas.

Qué suerte que existan los clichés. Los clichés que nos lanzan un salvavidas cuando corremos el riesgo de ahogarnos en aguas turbulentas. Vi que Judith se relajaba. Cogió su móvil y lo abrió.

—¿Y si pruebo con Ralph? —dijo—. A ver si Alex ya ha llegado. Al menos, que Ralph sepa que va para allá.

«Hazlo —pensé—. Llama a Ralph. Él puede decirte por propia experiencia que todas las mujeres son unas putas. Así nadie tiene que sentirse culpable.» Miré más allá de Judith, hacia la espuma blanca de las olas, que se rizaban y rompían contra la playa. Hubiera preferido dejarla allí plantada, irme sin decir nada. Pero no era práctico, admití. No era práctico por muchos motivos.

—Llámale, yo mientras tanto miraré allí —dije y señalé el mar, el lugar en que se acababa la arena y empezaba el roquedal. Primero había unas rocas bajas que se extendían por la orilla, y luego iban ganando altura. Tras una de esas rocas altas acababa de aparecer una media luna.

Fue a la pálida luz de la luna como descubrí un pequeño grupo de gente. Estaban a unos cien metros de nosotros, medio escondidos detrás de unas rocas bajas. Unas cinco o seis personas. Miraban algo. Algo en el suelo. Lo rodeaban.

—¿Ralph? —dijo Judith—. ¿Dónde estás?

Alguien se separó del grupo y echó a correr hacia el bar.

—¿Qué dices? ¿Dónde? —Judith se había metido un dedo en el oído y se volvió, dándome la espalda—. ¿Cómo? ¿Por qué no estás en…?

Ya no oí el resto. Di un par de pasos y luego corrí hacia aquella gente intentando al mismo tiempo interceptar al hombre que se dirigía hacia el bar. Pronto distinguí que efectivamente se trataba de un hombre, un hombre con bermudas blancas, camiseta blanca y deportivas. También blancas. El tipo de detalles que recuerdas más adelante. En ese momento ya sabes que tanto el grupito de gente como el hombre vestido de blanco tienen algo que ver contigo. Que tienen todo que ver contigo.

—¿Qué? —grité en inglés—. ¿Qué ha ocurrido?

—¡Una ambulancia! —jadeó el hombre—. ¡Hay que llamar a una ambulancia!

—Soy médico —dije. Por segunda vez esa noche.

• • •

Julia estaba tirada sobre la arena húmeda, entre las rocas. La gente se apartó cuando me agaché para buscarle el pulso. Le puse el oído en el pecho y pronuncié su nombre en voz baja. Estaba inmóvil y tenía el rostro frío, pero capté un pulso débil. Débil pero regular.

Le pasé un brazo por debajo del cuello y le levanté un poco la cabeza. En ese momento deslicé la mirada por su cuerpo por primera vez. Yo era su padre, pero la miré como médico. Como médico reconocí lo ocurrido en un par de segundos. Las marcas visibles no dejaban lugar a dudas. Como padre, prefiero no dar detalles sobre la naturaleza exacta de dichas marcas. Ni siquiera me remito al secreto profesional, simplemente al derecho a la privacidad. La privacidad de mi hija, se entiende.

Por eso me limitaré a relatar lo que me pasó por la cabeza en ese momento.

Pensé que el responsable de aquello sólo vivía a nivel biológico. Ahora mismo se paseaba por allí cerca, porque eso es lo que hacen los organismos humanos: pasearse. El corazón bombea. El corazón es una fuerza estúpida. Mientras el corazón bombee sangre, nos movemos. Pero algún día se detendrá. Mejor hoy que mañana, en el caso del responsable de aquello. De eso me ocuparía yo, como médico.

—Papá…

Julia parpadeó y volvió a cerrar los ojos.

—Julia.

Le moví la cabeza, le puse la otra mano en la nuca. Le pasé los dedos por el pelo y la apreté contra mi pecho.

—Julia…

Capítulo 32

Caroline no dijo nada. Al menos, no dijo las cosas que yo había temido: «¿Cómo demonios pudiste dejarla ir a ese bar? ¿Por qué no fuiste a buscarla enseguida? ¡Si hubieses ido enseguida esto no habría pasado!»

Other books

Metro by Langstrup, Steen
Breakable by Tammara Webber
Reprisal by Christa Lynn
Darnell Rock Reporting by Walter Dean Myers
The Banished of Muirwood by Jeff Wheeler
Kelsey the Spy by Linda J Singleton
Happily Ever After by Harriet Evans