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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (32 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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Parecía que hacía una eternidad desde que nos habíamos ido de la casa de vacaciones. Julia seguía más taciturna de lo normal. Se duchaba dos o tres veces al día, duchas que casi siempre duraban más de un cuarto de hora. A nivel físico se había recuperado bien, según determiné mediante un examen después de preguntarle si no la molestaba, si no prefería que la examinara otro médico, alguien «neutral». Pero ella había dicho que no quería a ningún otro médico. Caroline y yo habíamos acordado esperar un par de meses a ver cómo se desarrollaban las cosas. Sólo después, cuando se notase claramente una mejoría, buscaríamos ayuda externa. Por el momento tampoco íbamos a decirlo en la escuela.

—Dile que venga un día de éstos —dije, aunque no me apetecía en absoluto. Intenté imaginarme a Ralph apático. Muy brevemente me planteé si debía preguntar por Alex, si él también sufría apatía, pero decidí no hacerlo.

—Había pensado que podrías venir a recoger la tienda y que como quien no quiere la cosa le preguntases si le pasa algo —dijo Judith.

—Vale.

Oí que inspiraba profundamente.

—Estaría bien volver a verte. Tengo ganas de volver a verte.

La respuesta fácil habría sido «Y yo a ti», pero me habría resultado muy difícil que sonara creíble. Cerré los ojos. Intenté imaginar a Judith en la playa y, al no conseguirlo, en la ducha que había al lado de la piscina: cómo se echaba atrás el cabello mojado y entornaba los ojos para protegerse del sol.

—Y yo a ti —dije entonces.

Un par de semanas más tarde, de repente llamó su madre. No había vuelto a verla ni había hablado con ella desde la mañana que nos fuimos, cuando la vi en los escalones de la casa. De hecho, casi podría afirmar que no había pensado en ella ni una sola vez en todo ese tiempo.

Preguntó cómo estábamos, especialmente Julia. Se lo conté, aunque no todo; por ejemplo, omití que todavía no recordaba nada de la noche en cuestión. Pero ella tampoco preguntó sobre ello. Intenté que la conversación fuese lo más breve posible respondiendo con monosílabos.

—Y eso es todo, más o menos —dije, tratando de dar por terminada la llamada—. Intentamos vivir con lo ocurrido en la medida de lo posible. Julia tiene que vivir con ello.

Me oía hablar. Me salían frases, pero no eran mías. Eran frases sueltas, yo sólo las pronunciaba seguidas. Pensé que se despediría de mí, pero en cambio dijo:

—Hay algo más, Marc.

Había llamado durante uno de esos huecos que me quedaban entre pacientes. No sé si fue por su tono o por el hecho de que me llamase por mi nombre de pila, pero me levanté del escritorio y me dirigí a la puerta del despacho, que estaba entornada. Miré por la rendija y vi a mi asistenta sentada a su mesa, rellenando un formulario. Cerré suavemente.

—¿Sí?

—Es… no sé cómo decirlo, ni si decirlo, pero hace días que me ronda por la cabeza. De hecho, desde aquella noche.

Emití un ruidito. El tipo de ruidito que sirve para hacer saber a tu interlocutor telefónico que sigues escuchando.

—Hasta ahora había dudado porque no quería que nadie sacara conclusiones equivocadas —prosiguió—. Y espero que no lo hagas. Pero me parecía irresponsable guardarme esta información por más tiempo.

Asentí. Y como caí en que ella no podía verme, repetí el mismo ruidito.

—La noche de los fuegos artificiales, cuando os fuisteis a la playa, me acosté pronto. Primero leí un rato y luego apagué la luz. Me desperté mucho más tarde, no sé exactamente a qué hora, pero tenía que ir al lavabo. Me pasa varias veces cada noche. —Hizo una breve pausa y continuó—. Todas las luces estaban apagadas, así que supuse que tú y tu esposa habíais ido a la tienda y que Emmanuelle estaría en el apartamento. Fui al baño. Acababa de entrar cuando oí un coche. Subió por el sendero y se detuvo. Oí cerrarse la portezuela y que alguien se dirigía a la casa. No sé exactamente por qué, pero tiré rápidamente de la cadena, apagué la luz y me fui a mi cuarto. Alguien entró y fue directo al baño. Mi habitación estaba justo al lado, oí que la puertecilla de la lavadora se abría y se cerraba. Enseguida se puso en marcha. Y después oí la ducha.

Ralph. Ralph había sido el primero en llegar a casa. Solo. En coche. Dejando atrás a su familia. Hasta ese punto, la historia de la madre de Judith coincidía con los hechos.

—Al cabo de un rato oí ruido en la cocina. Esperé un poco y luego me levanté y fui a ver. Era Ralph, que estaba tomándose una cerveza apoyado en la encimera. Todavía tenía el pelo mojado. Se llevó un buen susto al verme. Aduje que tenía que ir al baño. En realidad acababa de ir, pero él no lo sabía.

En la playa, Ralph había recibido un golpe con una copa en los dientes. Había sangrado. Además, después la chica noruega lo golpeó un par de veces en la cara. A lo mejor la ropa se le había manchado de sangre.

—Había puesto la lavadora —continuó la madre de Judith—. Intenté ver qué había dentro, pero la espuma no dejaba distinguir nada. No obstante, aquello me extrañó. Quiero decir, entiendo que uno llegue a casa y quiera cambiarse, pero la ropa que te quitas la metes en la cesta de la ropa sucia, ¿no? No hace falta ponerla en la lavadora enseguida, a medianoche, ¿no?

Capítulo 41

Sería mediados de octubre cuando una mañana apareció Ralph Meier en mi consulta. Como siempre, sin avisar. No preguntó si era un mal momento, ni pidió permiso para sentarse. Se dejó caer en la silla delante de mi escritorio y se pasó una mano por el pelo.

—¿Sabes…?, tenía que hablar contigo —dijo.

Contuve la respiración y mi corazón empezó a palpitar con fuerza. ¿Era posible? Después de dos meses de incertidumbre, ¿soltaría de repente una confesión? Yo no sabía cómo reaccionaría a algo así. ¿Lo agarraría por el cuello de la camisa y lo derribaría? ¿O me pondría a proferir juramentos? ¿Le escupiría en la cara? Mi asistenta vendría corriendo. ¿O antes llamaría a la policía? También podría mantener la calma; una calma gélida, como suele decirse, y engañarlo. O simular que la confesión era un golpe terrible a nivel emocional. Y luego administrarle una inyección mortal.

—¿Cómo estáis? —preguntó.

No fue exactamente la pregunta que uno se espera de alguien que está a punto de confesar la violación de una niña de trece años. Tal vez era él quien intentaba engañarme a mí.

—Vamos tirando.

—Bien. —Volvió a pasarse la mano por el pelo. Por un instante dudé que me hubiese oído. Entonces dijo—: Siento una profunda admiración por cómo estáis afrontándolo. Judith me lo ha contado, me ha explicado lo fuertes que sois.

Lo miré fijamente, aunque no demasiado. No quería que se percatase de mi estupor.

—Me preocupa un tema incómodo que debe tratarse con toda confidencialidad; por eso he venido a verte.

Me obligué a cerrar la boca. Intenté adoptar una expresión interesada.

—Lo que hablemos no saldrá de aquí —dije, señalando las paredes del despacho. Sonreí. El corazón todavía me palpitaba. Y sonreír ayuda a sosegar el ritmo cardíaco, eso lo sabía.

—Lo más importante es que Judith no sepa nada. Quiero decir, ella insistió en que viniese a verte, pero si es grave no quiero que se entere.

Asentí.

—Tengo algo —continuó—. Temo tener algo. A lo mejor no es nada, pero ella se asusta mucho con las enfermedades peligrosas. Si no hay nada, no quiero que se preocupe.

«Apático —había dicho Judith—. Las últimas semanas de las vacaciones Ralph estuvo un poco apático.»

—Has hecho bien en venir —dije—. Por lo general es una falsa alarma, pero es mejor asegurarse. ¿Qué síntomas tienes exactamente? ¿Qué notas?

—Para empezar, estoy cansado todo el rato. Ya empezó en verano. Y no tengo ganas de nada. Nada. Nunca me había pasado. Al principio pensé que había trabajado demasiado últimamente. Pero desde hace un par de semanas tengo esto… —Se puso en pie y sin más rodeos se desabrochó el cinturón y se bajó el pantalón hasta las rodillas—. Esto. —Señaló, pero incluso sin su indicación era imposible no verlo—. Hace tres días no era ni la mitad de grande. Es duro como una piedra y si aprieto, duele.

Miré. Soy bueno en mi trabajo. Con un solo vistazo ya supe que no había equivocación posible.

Ralph Meier tenía que ir esa misma semana al hospital. Ese mismo día, a ser posible. Quizá ya era demasiado tarde, pero cuanto antes fuese, más posibilidades tendría.

—Pasemos aquí al lado… —dije, levantándome.

—¿Qué es, Marc? ¿Es lo que creo que es?

—Ven aquí. Primero quiero mirarlo mejor.

Se subió un poco los pantalones, hasta dejarlos debajo de las nalgas, y fue renqueando hacia el cuartito contiguo al despacho. Le pedí que se sentara en la camilla.

Con cuidado, puse un dedo en el bulto y apreté suavemente. No cedió. Era, como Ralph había dicho, duro como una piedra.

—¿Te duele? —pregunté.

—Si lo aprietas así flojito no, pero si lo pellizcas, veo las estrellas.

—Pues no lo hagamos, entonces. Tampoco hace falta. En un noventa y nueve por ciento de los casos son quistes sebosos. Una especie de crecimiento incontrolado debajo de la piel. Las células se desbocan. Son molestos, pero nada de lo que preocuparse.

—Así que no es… ¿No es lo que yo creía?

—Escucha, Ralph. Nunca hay una certidumbre del cien por cien. Pero vamos a excluir ese uno por ciento.

—¿Qué vas a hacer?

Ya no me miraba. Miraba mis manos, enfundándose los guantes de goma; y el bisturí que coloqué sobre un algodoncito, al lado de su muslo, en la camilla.

—Voy a coger una muestra pequeñita —expliqué—, y la enviaré para que hagan un cultivo. Dentro de un par de semanas tendremos más información.

Desinfecté el bulto y un par de centímetros alrededor. A continuación clavé el bisturí. Corté. Primero superficialmente, luego a mayor profundidad. Ralph emitió un ruido, jadeó intentando respirar.

—Es molesto —dije—, pero acabaré enseguida.

Apenas salió sangre. Esto confirmó mi diagnóstico inicial. Pinché hasta llegar al tejido sano. Al cortar tejido sano, creé una conexión. Las células del bulto llegarían a la corriente sanguínea y se esparcirían por todo el cuerpo. Metástasis… siempre me ha parecido una palabra bonita. Etimológicamente significa que algo se instala en otro lugar. Yo estaba sembrando algo. Pronto aparecerían los brotes. En otras partes del cuerpo donde no se vería a simple vista.

Para disimular raspé un poco de tejido en el borde de un pequeño bote de cristal, y lo deslicé hacia abajo con la punta del bisturí. Luego garabateé algo en una etiqueta que pegué en el botecito. Puse una vendita en la herida y la sujeté con dos tiritas.

—Ya puedes subirte el pantalón. Te haré una receta, unas cuantas pastillitas como las de la otra vez. Después de unas vacaciones largas, puede resultar difícil volver a la vida normal.

Lo acompañé hasta la puerta del despacho y le tendí la mano.

—Ah, sí, ¡casi se me olvida! —dijo él—. Vuestra tienda. Me la ha dado Judith. La tengo en el coche, ven.

Estábamos al lado del maletero abierto. Yo, con la tienda plegada en los brazos.

—Dentro de poco tengo que rodar —dijo Ralph—. ¿Te acuerdas de aquella serie de que hablamos con Stanley,
Augusto
? Ahora empezaremos.

—¿Cómo está Stanley?

Pareció no oír mi pregunta. Había fruncido el entrecejo y movió brevemente la cabeza.

—¿Puedo ir? —preguntó—. Son dos meses de rodaje. Si tengo que dejarlo a medias, será un desastre para todo el mundo.

—Ningún problema —respondí—, no te preocupes. La mayoría de las veces estas cosas no son nada. Esperaremos tranquilamente los resultados. Cuando vuelvas ya tendremos tiempo de ocuparnos de ello.

Esperé a que su coche desapareciese en la esquina. En la calle había un contenedor de basura. Tiré la tienda dentro y volví a la consulta.

La sala de espera estaba vacía. En mi despacho, sostuve el botecito de cristal contra la luz. Entorné los ojos, examiné el contenido unos segundos y lo tiré en la papelera de pedal al lado de la camilla.

Capítulo 42

Yo creía que sería rápido, pero no fue así. Ralph viajó a Italia para rodar
Augusto
, y dos meses más tarde regresó. Y entonces me llamó para conocer el resultado del cultivo.

—Los del hospital no han dicho nada —dije—, así que supongo que no encontraron nada.

—Pero siempre dicen algo, ¿no?

—Normalmente sí. Mañana llamaré para asegurarnos. ¿Tú cómo te encuentras?

—Bien. Sigo estando cansado a menudo, pero entonces me tomo una de esas fantásticas píldoras tuyas. Me van de maravilla.

—Mañana te llamo, Ralph.

Me tranquilizó saber que seguía cansado. Le había recetado la bencedrina para disimular el cansancio, de modo que la enfermedad pudiese seguir extendiéndose sin oposición por todo su cuerpo. Pero estaba tardando más de lo normal. Empecé a dudar de mí mismo, de mis conocimientos médicos. A lo mejor resultaba que me había equivocado.

Al día siguiente llamé, pero contestó Judith.

—¿Es por el resultado del análisis? —preguntó.

No supe qué decir.

—Pensaba… eh…

—Sí, Ralph te pidió que no me lo dijeras si era algo grave. Pero se quedó tan tranquilo después de hablar contigo que me lo contó enseguida. Que habías dicho que no era nada. ¿Verdad, Marc?

—Le dije que seguramente no era nada, pero para confirmarlo envié una muestra al hospital.

Cerré los ojos con fuerza.

—Hoy he llamado para saber el resultado. No hay por qué preocuparse.

—¿En serio? Me refiero a que si hay algo, pues querría saberlo, Marc.

—No, no pasa nada. ¿Algo te hace pensar que sí está enfermo?

—Sigue estando cansado a menudo. Y ha perdido peso, aunque sigue comiendo igual. Y bebiendo lo mismo.

—Le cogí una muestra de la pierna. ¿Se le nota, en el bulto?

—No. El bulto sigue ahí, pero ha dejado de crecer. Bueno, no es que lo mire todos los días, claro, pero a veces se lo palpo. Disimulando, ya sabes. Para que no se dé cuenta. O al menos espero que no se percate.

Lo de la pérdida de peso era una buena noticia. Y que el bulto no hubiese aumentado de tamaño también encajaba con el cuadro de la enfermedad. El ejército enemigo se había hecho con una cabeza de puente, desde donde se coordinaban los ataques. Al principio, sólo pequeñas incursiones. Operaciones secretas tras las líneas enemigas. Pinchazos con un alfiler. Reconocimiento del terreno. Allanamiento del camino. Así el grueso del ejército no encontraría ninguna resistencia digna de mención.

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